Bennett / Calles Vales | Enterrado en vida | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 99, 304 Seiten

Reihe: Impedimenta

Bennett / Calles Vales Enterrado en vida


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15578-71-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 99, 304 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-71-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Priam Farll es el más reputado pintor de Inglaterra: célebre por sus cuadros sobre policías y pingüinos, es adorado por el público y la crítica. Tímido como un cervatillo, nadie conoce su aspecto, pues lleva años viviendo en el extranjero junto con su criado Henry Leek, un granuja de tomo y lomo. Un día regresa a Londres de incógnito, y Leek tiene el mal detalle con su amo de fallecer súbitamente de pulmonía. El doctor que certifica la muerte confunde a Leek con Priam Farll, y pronto la noticia corre como la pólvora: el gran pintor ha muerto. Farll ve el cielo abierto y decide no sacar al mundo de su error: finge que es Henry Leek, y hasta asiste a su propio entierro en la abadía de Westminster. Es entonces cuando entra en escena una pizpireta viuda de Putney, Alice Challice, que estaba prometida en matrimonio por correspondencia con Leek, y con quien Farll se aliará para luchar contra las adversidades de la vida moderna. Una sensacional comedia de enredo, suplantación y dobles identidades, elegida por Jorge Luis Borges como parte de su biblioteca personal.

Arnold Bennett nació en mayo de 1867 en Hanley, Inglaterra, lugar que le servirá de modelo para uno de los 'Five Towns' de sus novelas, y que en 1910 se uniría a otras cinco grandes villas para formar la ciudad de Stoke-on-Trent, en Staffordshire.

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Capítulo II

Un cubo de fregar los suelos

Del bolsillo del gabán veraniego de Leek sobresalía un ejemplar del Daily Telegraph convenientemente doblado. Priam Farll tenía algo de dandy y, como todos los elegantes de verdad y todos los sastres, no toleraba que la impoluta línea de una prenda se viera alterada por el abuso en la utilización de los bolsillos. El gabán en sí mismo y el traje que iba debajo eran bastante buenos; pues, aun siendo propiedad del difunto Henry Leek, le sentaban perfectamente a Priam Farll, por la sencilla razón de que antes le habían pertenecido a él. Leek se había acostumbrado a vestirse siempre utilizando el guardarropa de su señor. El dandy sacó despreocupadamente del bolsillo el Telegraph y lo primero en que se fijó fue en esto: «Hermoso hotel privado, gran categoría. Lujosamente amueblado. Satisfacción garantizada. Situación en Londres, inmejorable. La cocina, una delicia. Tranquilidad. Apropiado para personas de alto nivel. Cuarto de baño. Luz eléctrica. Mesas independientes. Nada de extras enojosos. Habitación sencilla, desde dos guineas y media por semana. Habitación doble, desde cuatro guineas. Queen’s Gate, 250». Y debajo de ese anuncio, leyó este otro: «No es casa de huéspedes. Mansión magnífica. Cuarenta habitaciones amuebladas por Waring.[7] Soberbios salones públicos amueblados por Maple. Chef parisino. Mesas separadas. Cuatro cuartos de baño. Sala de billar, salón de naipes, salones de descanso. Clientela joven, alegre y aficionada a la música. Bridge (mangas cortas de seis). Especiales condiciones higiénicas. Situación en Londres, inmejorable. Sin engorrosos extras. Habitación sencilla, desde dos guineas y media semanales. Habitación doble, desde cuatro guineas, Teléfono 10.073 W. —Trefusis Mansion, W.» En aquel momento vio un coche de alquiler acercándose por Selwood Terrace. Sin pensarlo dos veces, lo llamó. —Ahí estoy, jefe —dijo el cochero, comprobando con mirada avispada que Priam Farll no estaba acostumbrado a andar con equipajes—: Dele usted un penique a Hackenschmidt y le echará una mano. Eso no pesa nada. Y, en efecto, un muchacho pálido y desmedrado surgió de la nada, con los históricos residuos de un cigarrillo en los labios. Saltó como un mono las escalerillas de la casa, y sin esperar a que nadie le dijese nada, le arrebató el baúl y la maleta a Priam y los colocó en el carruaje. Priam le dio una moneda de seis peniques que encontró en la cartera de Leek. El muchacho escupió generosamente en la moneda mientras, con extraña habilidad, conseguía mantener sujeta la colilla del cigarrillo en su labio inferior; el cochero levantó las riendas con noble ademán y Priam no tuvo más remedio que introducirse en el coche. —Al 250 de Queen’s Gate —dijo. Cuando le exclamó la dirección al perspicaz cochero, al tiempo que mantenía la cabeza a un lado para evitar las riendas, le pareció de repente que había recobrado su nacionalidad, que era indescriptiblemente inglés y que se movía en un ambiente perfectamente inglés. El cabriolé de alquiler era como el hogar al que uno vuelve después de haberse pasado media vida penando por lugares inhóspitos. Había elegido el hotel del 250 de Queen’s Gate porque parecía el epítome de la tranquilidad y de la discreción. Le pareció que iba a caer en el 250 de Queen’s Gate como en un lecho de plumas. El otro palacio le intimidó. Le recordó los horrores de los hoteles del continente. En sus viajes había sufrido mucho con la sociedad joven, alegre y amiga de la música en espléndidos hoteles, y el bridge (mangas cortas) no tenía ningún atractivo para él. Mientras el cabriolé avanzaba entre los cañones que formaban los edificios con sus típicas fachadas estucadas, Priam le echó otro vistazo al Telegraph. Le sorprendió bastante encontrar varias columnas en las que se anunciaban soberbios palacios, todos ellos con una situación inmejorable en Londres. Parecía que, de hecho, todo Londres era un solo sitio, inmejorable y glorioso. ¡Y en esos alojamientos todo eran cálidas bienvenidas, todo amabilidad, todo disposición para la comodidad del cliente, la alimentación, el baño, la higiene…! Priam recordaba las antiguas casas de huéspedes de mil ochocientos ochenta y tantos. Ahora todo había cambiado, pero a mejor. El Telegraph estaba repleto de esa prosperidad, con columnas muy apretadas que lo demostraban. Los adelantos invadían incluso los artículos de la primera página, hasta acorralar la propia cabecera del diario. Por ejemplo, descubrió que a la izquierda de la cabecera se anunciaba una nueva y refinada casa de té en Piccadilly Circus, dirigida por verdaderas damas, propietarias del establecimiento, donde se podía tomar verdadero té, con verdadero pan con verdadera mantequilla, y verdaderas pastas, en verdaderos salones. ¡Era verdaderamente asombroso! El coche se detuvo. —¿Es aquí? —le preguntó Priam al cochero. —Este es el 250, señor. Y lo era. Pero el edificio no tenía en modo alguno aspecto de hotel. Parecía exactamente una casa particular, estrecha y alta, comprimida entre dos de sus hermanas a la derecha y a la izquierda. Priam parecía confuso, hasta que se le ocurrió la solución. «¡Claro!», se dijo a sí mismo. «Es la tranquilidad, la discreción. Esto me gustará.» Y bajó del cabriolé. —Me lo quedo —le dijo al cochero para que esperara, utilizando la misma expresión que si aquel hombre fuera una mercancía que hubiera adquirido para quedársela o con derecho a devolución (y aquello le hizo recordar los buenos tiempos de su juventud). En la puerta había dos timbres. Presionó uno de ellos y esperó a que abriesen, para ver el discreto aspecto del lujoso mobiliario. No hubo respuesta. Estaba ya consultando el periódico para confirmar el número cuando la puerta giró silenciosamente hacia adentro y apareció en el vano la figura de una mujer de mediana edad, con traje negro de seda, que se quedó mirando a Priam con envarado asombro. —¿Es aquí…? —comenzó él a balbucear, sumiso y nervioso ante aquella mirada implacable. —¿Necesita usted habitación? —preguntó la mujer. —Sí —contestó Priam—. Necesitaba… Si pudiera solo ver un poco… —¿Quiere usted pasar? —dijo. Y su rostro severo, obedeciendo las órdenes imperiosas del cerebro, comenzó a mostrar una imitación de sonrisa que, como imitación, era admirable: parecía como si aquella mujer no hubiera enseñado nunca a su rostro a sonreír. Priam Farll se encontró de repente sobre una alfombra turca y en medio de una especie de tinieblas catedralicias. Estaba desconcertado, pero la alfombra turca le dio algo de seguridad. Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, vio que la catedral era muy estrecha, que en lugar de coro había una escalera, también revestida toda ella con alfombras turcas. En el último peldaño de la escalera descansaba un objeto cuya naturaleza no pudo determinar en un principio. —¿Va a ser por mucho tiempo? —murmuraron cautelosamente los labios de la mujer. La respuesta de Priam —respuesta de un hombre de carácter tímido e impulsivo— fue salir huyendo de aquel palacio. Había identificado en aquel momento el objeto que había al final de la escalera. Era un cubo de fregar los suelos, con un trapo sucio sobresaliendo por el borde. Se sintió profundamente descorazonado y pesimista. Sintió que todas sus fuerzas lo abandonaban. De repente, Londres se había convertido en una ciudad dura, hostil, cruel, imposible. Y echó de menos a Leek. Muchísimo.



Una hora después, habiendo dejado el equipaje de Leek en la consigna de la estación de South Kensington (siguiendo el sabio consejo del cochero), Priam Farll se encontraba deambulando por las calles, saliendo del viejo Londres y adentrándose en el nuevo Londres, donde la gente no tenía otra cosa que hacer más que tomar el aire en los parques, holgazanear en los balcones de los clubes, andar de un lugar a otro montados en esos estrafalarios vehículos sin caballos, comprar flores y cigarrillos egipcios, ver cuadros, y comer y beber sin pausa. Casi todos los edificios eran más altos que antes y las calles, más anchas. Cada cien yardas, más o menos, grúas que parecían tocar las nubes y que desafiaban las leyes de la gravedad continuamente transportaban ladrillos y mármoles hacia las capas altas de la atmósfera. Se vendían violetas en todas las esquinas, y el aire estaba impregnado del venenoso hedor del alcohol industrial. De repente se vio ante una gran fachada con grandes arcos en la que había un gran letrero que rezaba: «TÉ». En el interior distinguió, en efecto, a centenares de personas tomando té. Al lado había otra arcada, también con un gran letrero con la palabra «TÉ», y en cuyo interior vio a otros centenares de individuos sorbiendo té; y más adelante había otro establecimiento idéntico, y luego otro y otro. Y entonces, de repente, llegó a una plaza circular muy amplia que le resultaba vagamente familiar. —¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Pero si es Piccadilly Circus! Y justo en aquel mismo momento, encima de una puerta estrecha, vio la imagen de un gran árbol y las siguientes palabras: «The Elm...



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