E-Book, Spanisch, Band 103, 136 Seiten
Reihe: Narrativas
Beston Las hierbas y la tierra
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19168-78-8
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 103, 136 Seiten
Reihe: Narrativas
ISBN: 978-84-19168-78-8
Verlag: Gallo Nero
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Henry Beston nació en Quincy, Massachusetts, el 1 de junio de 1888, y murió en 1968. Licenciado por la Universidad de Harvard, ejerció por un año como profesor en la Universidad de Lyon, y en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, se alistó en el ejército francés como conductor de ambulancia. Más tarde, en 1918, fue oficial de prensa de la Armada de los Estados Unidos. Su libro de mayor éxito, La casa más lejana, se publicó en 1928. Posteriormente se casó con la poeta y novelista Elizabeth Coatsworth, con quien se estableció en una granja de Maine hasta el final de sus días.
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Prólogo
Se ven cinco chimeneas ancladas en la línea de tejados, desde la primera hasta la última granja alineadas a lo largo de East-Neck Road, en Nobleboro, Maine. Todas ellas remplazan a una sola y enorme chimenea que se construyó con una de las casas en 1814, pero fue desmantelada en el curso del siglo para instalar varias otras, así como cocinas de leña individuales. La arquitectura de Nueva Inglaterra es así. Cada nueva generación deja sus huellas: un cobertizo añadido, una buhardilla, un porche, un granero derribado o levantado… Las capas acumuladas de tablillas y grava, empapelados y pintura, atestiguan los asentamientos humanos de la región con tanta firmeza como los muros de piedra que conducen al bosque.
La larga dedicación de Henry Beston en Chimney Farm comenzó casi por azar. Durante una visita a su amigo Jake Day en Maine, decidió acercarse a una casa en venta en The Neck, «el Cuello», tal y como los lugareños conocen la península que divide el lago de Damariscotta. Eso ocurrió a principios de 1931, un día en que la nieve se alzaba casi un metro y medio del suelo. Beston, que era algo así como un iconoclasta en cuestión de vestimenta, proyectaba una figura imponente con su abrigo azul de lana y sus botas de nieve prestadas mientras atravesaba el prado sepultado por la nieve y tomaba la cuesta abajo, entre las viejas tsugas orientales y los pinos, hacia la linde cubierta de hielo nevado.
Ya de vuelta a casa en Hingham, Massachusetts, preguntó a su mujer, Elizabeth Coatsworth, poeta y autora de libros infantiles, si le gustaría tener una granja en Maine, pero él ya había tomado la decisión. Aquellos cien acres, con una arboleda que cercaba una parte de Deep Cove, serían un santuario donde resguardarse de «la ciudad moderna, con sus violencias y barbaries». Así fue, en efecto, hasta la muerte de él, en 1968, y la de ella, en 1986. Aunque ambos viajaron con frecuencia —a Arizona, Yucatán y, sobre todo, por la parte francófona de Canadá—, Maine se convirtió en el lugar escogido por Henry Beston, su hogar por elección. Hoy en día, un enorme peñasco sombreado por arces azucareros señala la sepultura donde yace la pareja en un pequeño cementerio, justo al otro lado del camino.
Los orígenes por arraigo familiar de Beston se sitúan, en realidad, más al este. Hijo de un médico irlandés y una madre francesa y católica, Henry Beston Sheahan —su nombre de pila— nació en Quincy, Massachusetts, en 1888, se crio en un entorno bilingüe y, ya de adulto, declaró que podía pensar en inglés o en francés con igual soltura. Asistió a la Universidad de Harvard, donde se graduó en Inglés, y vivió un año en Cambridge, donde obtuvo una maestría antes de partir al extranjero para dar clases en la Universidad de Lyon. Allí, entre los viñedos y pueblecitos del sur de Francia, quedó muy impresionado por los siglos ininterrumpidos de agricultura tradicional; una experiencia que evocaría años después en Maine, cuando escribió a su esposa desde Chimney Farm: «Pude oír, a través del prado bellísimo, húmedo, soleado y otoñal, el traqueteo de una rueda de carreta y el delicado estímulo de un gallo, y al oírlos pensé en cómo todas esas cosas terrenales me retrotraían a Francia, a Sainte-Cathérine-sous-Rivière […], el primer lugar donde descubrí, conocí y aprendí a amar la tierra».
Entre ambas épocas transcurrieron, sin embargo, muchos años, incluido el período de la Primera Guerra Mundial, con sus «luces de bengala de las trincheras lanzando una espuma de magnesio blanco sobre los árboles» y sus «restos a la deriva durante millas» en el mar. Beston sirvió como conductor de ambulancias y, más tarde, como corresponsal de la Armada en zonas submarinas. Publicó su primer libro —A Volunteer Poilu (1916)—, que narraba sus experiencias en la guerra, con el apellido Sheahan, pero, poco después, el autor adoptó, tanto en la vida como en la escritura, el apellido de su abuela materna, Beston. Pasó la siguiente década en Boston, trabajando en las oficinas editoriales del Atlantic Monthly y escribiendo una ristra de libros infantiles con los que, según confesó más tarde, pretendía dejar de pensar en la guerra.
En 1926, aún soltero, construyó una casita en un terreno de cincuenta acres de su propiedad en una playa arenosa de la localidad de Eastham, en Cape Cod. Lo que empezó como una visita de dos semanas a las dunas se prolongó durante más de un año de vida solitaria, en el que su vecino más próximo era el guardacostas de Nauset, a más de tres kilómetros de playa hacia el norte. A partir de sus diarios de ese año sobre su vida a orillas del mar contemplando el espectáculo de las aves, las tormentas y las constelaciones, escribiría La casa más lejana (1928),1 el libro más conocido de Beston con diferencia, que muy pronto se convirtió en un hito de la escritura sobre la naturaleza. The Fo’castle —así llamó Beston a su cobertizo de dos habitaciones— se hizo un hueco en numerosas revistas literarias, ocupando un lugar junto a la casita de Thoreau en Concord. Sin embargo, Beston nunca alentó la comparación, afirmando que «Thoreau no tenía un gran corazón». Cabe añadir que el corazón de Beston, por su parte, pertenecía a Maine más que a Massachusetts. Una vez que la familia adquirió Chimney Farm, el autor apenas volvió a visitar Cape Cod.
El traslado de los Beston a Maine fue gradual. En 1931, Elizabeth estaba esperando la segunda hija de la pareja, por lo que Henry se encargó de supervisar él solo las reformas de turno en la casa de Chimney Farm: cañerías para remplazar la bomba de la cocina, un baño y un porche abierto entre el comedor y la despensa. También repuso las doce hojas originales de las ventanas de guillotina y pintó del clásico rojo rústico la fachada de la granja, ya desgastada y amarillenta.
Una vez completada la obra, la familia empezó a pasar los veranos en Maine. Compensaban la brevedad natural de la estación llegando antes y marchándose ya entrado el otoño, incluso cuando ello suponía que las niñas terminaran el curso unas semanas antes y lo empezaran con retraso, ya de vuelta en el sur. A lo largo del invierno, pasaban una semana en Maine cada vez que podían, cambiando en Portland del tren de Boston a los ferrocarriles de Maine, en un viaje hasta la estación de Nobleboro, donde el tren solo paraba a petición expresa de los pasajeros. Al cabo de doce años, en 1944, los Beston se mudaron definitivamente al norte.
Hasta entonces, a Henry le fastidiaba tener que vivir y escribir en los suburbios gran parte del año: «Para un naturalista, aquí no hay naturaleza ninguna que contemplar, ni aves que avistar salvo el Chevrolet moteado y los Buicks grandes y pequeños —se quejó a un amigo de la familia—. El puerto de Boston, que se extiende justo delante de la casa, pasados los coches, carece de todo sentido para mí en lo que a belleza y espíritu se refiere; no es más que un desbordamiento glacial alrededor de un cubo de barro».
En cambio, en Chimney Farm, la vida de Henry transcurría marcada por el cultivo. Las estaciones se distinguían no tanto por la posición de Orión como por los bueyes que araban la tierra en primavera, el destello de las hoces en verano, la cosecha de manzanas o un plato de pudin con crema en las noches de invierno. Los Beston no hicieron grandes esfuerzos por llevar la casa como una granja. No fue hasta la muerte de Henry cuando Elizabeth y su hija pequeña, Catherine, empezaron a criar caballos de tiro. Los vecinos, pese a todo, acogieron de buen grado a los extranjeros. Al parecer, Henry tenía una especie de gracia, una personalidad —a diferencia de muchas otras personas que abrazan la soledad de la escritura— que le hacía sentirse bienvenido, a gusto en entornos muy diversos. Ya fuera en sus tierras o en las de los demás, siempre buscaba la compañía de la gente de campo. En la agricultura encontró el «agudo y poético reconocimiento de la larga continuidad humana», lo cual constituyó su verdadera vocación.
Para escribir Las hierbas y la tierra (1935), primero plantó el jardín de hierbas. En la fachada de la casa que daba al lago estaba el patio, así llamado porque lo delimitaban la casa principal y la despensa anexa, por sendos lados, y un bosquecillo de cerezos de Virginia, por el otro. Ahí Beston empezó con un parterre de tres metros de hierbas, al que luego añadió otro, llevado por la experiencia y el entusiasmo. Uno de ellos daba al este, orientado hacia el agua, y contenía la menta y otras especies que necesitaban humedad, mientras que el otro, perpendicular y orientado al sur, albergaba la lavanda, el tomillo y las plantas de sol. Aunque mantuvo una extensa correspondencia con otros herboristas y pasó un tiempo visitando sus jardines, Beston decidió no ampliar el suyo, mantenerlo reducido para poder comprender mejor las plantas que cultivaba.
«En parte libro de jardinería, en parte estudio meditativo de nuestra relación con la naturaleza a través del grupo de plantas más antiguo que conocen los jardineros»; así describió Beston los capítulos que conforman este volumen. La parte de jardinería contiene consejos muy sensatos, como el de agrupar las hierbas mediterráneas y cubrirlas con más mantillo en las épocas calurosas. No obstante, las hierbas son plantas muy tolerantes, no necesitan suelos muy fértiles y desprenden una fragancia natural que constituye un mecanismo de defensa contra los insectos. Puede que «el trabajo creativo en la tierra y la contemplación de la naturaleza sean los dos pilares básicos de nuestra vida como seres...




