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E-Book, Spanisch, 416 Seiten

Reihe: Impedimenta

Bilbao Araña


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-18668-94-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 416 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-18668-94-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Los protagonistas de Basilisco y de Los extran?os regresan en esta nueva coleccio?n de historias que alternan pasado y presente, ficcio?n y realidad. Jon Bilbao demuestra una vez ma?s su maestri?a como narrador y su dominio sobre el ge?nero del relato. El huran?o pistolero John Dunbar, conocido como Basilisco, gui?a a un grupo de peregrinos a trave?s de Estados Unidos en busca del Parai?so de los Hombres, una tierra prometida reservada solo a los varones. Durante el viaje, Dunbar entabla relacio?n con Lucrecia, hermana del iluminado li?der de los peregrinos, u?nica integrante femenina de la expedicio?n. Jon, autor de las historias protagonizadas por Basilisco, intenta reencauzar su vida despue?s de su divorcio. Rememora su infancia en Asturias y emprende con sus hijos un accidentado viaje de documentacio?n por el desierto de Nevada. A su vez, Katharina, su expareja, visita Pari?s durante una tormenta de barro de apariencia bi?blica y se encuentra con alguien a quien no esperaba volver a ver. Y, al final, todos los personajes, en cada una de sus e?pocas, se acaban topando con la Aran?a, figura de origen incierto e influencia dan?ina, que guarda un vi?nculo estrecho tanto con John Dunbar como con su creador. CRÍTICA «Jon Bilbao es una celebración de la narratividad, del gusto por contar.» -Santos Sanz Villanueva, El Cultural «Jon Bilbao posee una maestría fuera de lo común.» -Lluís Satorras, Babelia «No nos cansamos de leer libros de Jon Bilbao, uno de los mejores escritores (en el sentido literal, de los que mejor escriben) del panorama nacional.» -Begoña Alonso, ELLE «El gran mérito de Bilbao es, además de retratar con todas sus virtudes y flaquezas unos personajes impactantes, su notable agilidad, ese ritmo trepidante que nos lleva sin descanso de una historia a otra, sin darnos cuartel.» -Rosa Martí, Esquire «Jon Bilbao está demostrando libro a libro ser uno de los escritores jóvenes que mejor saben contar una historia.» -José María Pozuelo Yvancos, ABC Cultural «Jon Bilbao es uno de los autores más singulares del actual panorama literario, un creador de mundos muy personales desde los que disecciona la realidad y ofrece su peculiar punto de vista sobre ella.» b>-Ascensión Rivas, El Cultural «Jon Bilbao perfecciona, a cada nuevo libro, su peculiar y, a ratos, muy anglosajón don para aquello que Roberto Bolaño llamó el ejercicio de esgrima.» -Laura Fernández, Babelia «Jon Bilbao es uno de los escritores más dotados de la actualidad. Domina un trozo del mundo que ha conseguido hacer suyo y donde prima la atención al detalle.» -Juan Ángel Juristo, ABC Cultural

Jon Bilbao nació en Ribadesella (Asturias) en 1972. Es autor de los libros de cuentos «Como una historia de terror» (2008; Premio Ojo Crítico de Narrativa), «Bajo el influjo del cometa» (2010; Premio Tigre Juan y Premio Euskadi de Literatura) y «Física familiar» (2014); así como de las novelas «El hermano de las moscas» (2008), «Padres, hijos y primates» (2011; Premio Otras Voces, Otros Ámbitos) y «Shakespeare y la ballena blanca» (2013). En Impedimenta ha publicado su volumen de relatos «Estrómboli» (2016), su tríptico «El silencio y los crujidos» (2018), el western «Basilisco» (2020), la nouvelle «Los extraños» (2021) y «Araña» (2023). Actualmente reside en Bilbao.

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EL RÍO, UNA PASTA ESPESA QUE NO HACÍA OLAS El padre era el jefe de la cantera. El padre apretaba los párpados conteniendo las lágrimas de frustración. Los dos obreros que le estaban ayudando simularon tener algo que hacer en otro sitio y lo dejaron solo. La cantera estaba en Arenas de Cabrales, en la falda de los Picos de Europa. Llevaba tres días parada por una avería. El embrague del motor de arranque de una machacadora se había deshecho. No había reparación posible y la empresa fabricante no podía suministrar un repuesto antes de seis meses. El padre había rebuscado en cuatro desguaces hasta conseguir un embrague de autobús. Pero el acoplamiento no servía para la machacadora. Había adaptado el acoplamiento del embrague viejo al embrague de autobús. Pero ahora, al ir a unir ambas piezas, se había dado cuenta de que tenía que soldar aluminio con aluminio. Y no había nadie en la cantera que supiera hacerlo, ni siquiera él. Inclinado sobre el banco de trabajo del taller, se preguntaba a quién recurrir. Un empleado se acercó discretamente y carraspeó. Llueve otra vez. Mucho. Trabajar en el frente de la cantera con lluvia no era seguro. Además, no tenía sentido continuar acumulando material si no podían molerlo. El padre miró el reloj. Era cerca del mediodía. Podéis iros a casa. Se lo dices a todos. Al salir del taller cargando con el embrague, el padre se encontró con un cielo de color grafito. Llevaba toda la semana lloviendo con saña. Era el 24 de agosto de 1983. Dos días después, otra tromba de agua desbordaría el Nervión y causaría treinta y cuatro víctimas mortales en Bilbao. En Ribadesella el cielo estaba despejado. El niño y las visitas comían en la mesa de la cocina. Se les había hecho tarde; habían pasado la mañana en la playa. Aún llevaban puesto el bañador y tenían el pelo apelmazado por el salitre. La madre iba de los fogones a la mesa y de ahí al fregadero, revolviendo el contenido de una cazuela de marmitako, retirando platos sucios e insistiendo al niño para que comiera también el pescado, no solo las patatas. Hacía caso omiso de las peticiones de las visitas para que dejara de trabajar un momento y se sentara con ellos. Ya tomaré algo después, se limitaba a decir. Tampoco había querido acompañarlos a la playa. Imanol y Miren habían llegado la víspera. Él había estudiado peritaje industrial con el padre. Trabajaba para General Electric, lo que le obligaba a pasar temporadas fuera de casa. A Miren la había conocido en uno de sus primeros destinos: la puesta en marcha de una central térmica a las afueras de Johannesburgo. La delegación de General Electric se trasladaba cada mañana a la planta en un autobús acompañado por escoltas armados. Ella era la secretaria. Trabajaba en una caseta de obra. En un cajón de la mesa guardaba un revólver .38 facilitado por la compañía, junto con la recomendación de que no dudara en usarlo si se sentía amenazada. La planta estaba vigilada pero aun así se colaban intrusos a diario, y tampoco toda la plantilla era de fiar. Ella dejaba el cajón abierto para que cualquiera que se asomara a la caseta viera que estaba armada. Nunca había llegado a usar el revólver pero un par de veces sí tuvo que acercar la mano al cajón en gesto de advertencia. Esa historia le encantaba al niño, de once años, que cada vez que veía a Miren le pedía que se la repitiera. Ella era de Górliz e Imanol de Munguía. La casi vecindad les ayudó a entablar relación. Ella dejó de trabajar después de casarse. Compraron un chalé en Plencia. Cada vez que alguien le preguntaba si no le apetecía buscar alguna ocupación, aunque solo fuera para no aburrirse durante las estancias de Imanol en el extranjero, ella sacudía la mano delante de la nariz y resoplaba. Bregar con catervas de obreros la había hartado. Asistía a clases de fotografía y ayudaba a sus amigas a decorar sus casas. Además, con el sueldo de Imanol tenían dinero más que suficiente, añadía siempre. Cuando a Miren se le acababa el pan o quería más hielo para el agua se levantaba a cogerlo ella misma, en lugar de pedírselo a la madre, como esta insistía en que hiciera. La invitada llevaba una camiseta que le dejaba el ombligo a la vista y la braga de un bikini con estampado de piel de cebra. Imanol iba por el tercer plato de marmitako. Antes de sentarse a comer, había bebido una botella de sidra, acompañada de queso de Cabrales y cecina, sentado en la terraza de la casa, admirando la ría y el pueblo, situado en la otra orilla. Le colgaban los mofletes y el polo de Lacoste le quedaba tirante sobre la barriga. Los dos acababan de volver de unas vacaciones en Estados Unidos y, como a Imanol aún le quedaban días libres, habían ido seguidamente a Ribadesella. Un plan repentino. Se les había ocurrido mientras desayunaban en Plencia, sin haber deshecho todavía las maletas, motivados más por la congoja de regresar a la rutina que por el deseo de ver a sus amigos. Llamaron a la madre para anunciar que irían ese mismo día, llegarían a la hora de comer, pero no tenía que preocuparse, no hacía falta que preparara nada especial para ellos. La madre reaccionó con sorpresa. Claro, venid, venid, dijo con tono nada convincente. Imanol imaginó cómo se enjugaba el sudor de la frente con el bajo del delantal y comprobaba el contenido de la nevera mientras hablaba con él. Habría sido mejor anunciárselo a su amigo, pensó Imanol, pero a esa hora estaría en la cantera. Hablar con él era complicado, sobre todo si se encontraba en el frente de explotación. Podía tardar media hora en recibir el aviso de la llamada y llegar al teléfono más cercano. La víspera, mientras cenaban todos juntos, Imanol y Miren les habían contado su viaje a Estados Unidos. Habían alquilado un descapotable y recorrido California, Nevada y Arizona. Miren habló casi todo el tiempo, concentrado él en comer. Dormían en moteles y cada mañana, antes de ponerse en carretera, se aplicaban protector solar en abundancia. La madre iba y venía de la cocina a la mesa, atareada con minucias; el padre asentía, con la cabeza en otra parte; Jon, el niño, no perdía detalle. Miren les contó cómo se perdieron de camino al Cañón del Colorado. Dejaron atrás la desviación que debían tomar —y que pasaron por alto porque no era más que una pista de tierra— y siguieron una carretera que comenzó a descender y, al cabo de innumerables vueltas y revueltas, fue a morir a la mismísima orilla del río Colorado. Estaban en el fondo del cañón, pero en ninguno de los sitios que aparecen en las tarjetas postales. No había nadie más que ellos. En cuanto apagaron el motor cayó un silencio que retumbaba, afirmó Miren, un silencio como nunca antes habían conocido, que se percibía con los cinco sentidos. El río, una lámina negra en apariencia inmóvil. Se quedaron hasta que ya no resistieron más el calor prensado de la base del cañón. Un rato después se detuvieron en un pueblo a preguntar el camino. Más que un pueblo, un campamento de chabolas. Las viviendas estaban recubiertas de cartón alquitranado y de los aleros colgaban sonajeros de viento fabricados con huesos de animales. En el único bar, una camarera bizca y con unos dientes enormes les dio unas indicaciones. Llegaron así a un mirador atiborrado de turistas. Estuvo bien, dijo Miren. El cañón desde arriba, genial. Te hace pensar. Te sientes muy pequeño y todo eso. Pero lo mejor fue lo otro, lo de perderse y el pueblo. Era… de verdad, dijo, y soltó un suspiro y se llevó una mano al pecho. Hice montones de fotos. Nunca se separaba de la cámara. Incluso ahora, mientras comía, la tenía encima de la mesa. Soltaba los cubiertos, apuntaba a través de la ventana y sacaba una foto. La madre y Jon miraban hacia fuera pero nunca identificaban qué le había llamado la atención. Imanol comía sin levantar la vista. Al otro lado de la ventana: la ladera calcárea donde los abuelos maternos del niño habían considerado apropiado construir la casa. ¡Anda! Está ahí tu marido, dijo Miren bajando la cámara. Todos miraron hacia fuera. En las escaleras de piedra que subían desde la cochera, el padre los saludaba sonriente. Sostenía en una mano las botas de trabajo cubiertas de barro. Su ropa también estaba embarrada. Tenía un corte sobre la ceja izquierda. El pecho de la camisa estaba manchado de sangre. La madre corrió a abrir la ventana. ¿Estás bien? Sí, tranquila. ¡Hostia puta! ¿Un accidente?, preguntó Imanol. No sé si se le puede llamar así. Os lo cuento después de darme una ducha, dijo el padre, y dirigiéndose a la madre añadió: ¿Me traes un albornoz? El padre fue hacia la puerta de la casa, donde ya no se le podía ver desde la cocina. La madre le llevó el albornoz, esperó mientras él se desnudaba y un momento después volvió a la cocina con expresión de desagrado y metió la ropa embarrada en la lavadora. Jon no se alteró. No era extraño que su padre regresara de la cantera sucio o con alguna herida leve o cojeando tras sufrir una caída. Lo del albornoz había sido por consideración a las visitas. Lo acostumbrado era que dejara la ropa sucia en un montón a la puerta de la casa y entrara en calzoncillos. ¿Ha dicho algo más?, quiso saber Imanol. La madre negó con la cabeza. ¿Habéis terminado ya? ¿Qué queréis de postre?, dijo. Y a Miren: A lo mejor quieres aprovechar para ir a vestirte. Tuvieron que esperar a que el padre se duchara y a que la madre le curara el corte...



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