E-Book, Spanisch, Band 211, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
Bilbao Lopategui Basilisco
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-40-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 211, 320 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-40-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Insatisfecho con su trabajo como ingeniero, el protagonista de 'Basilisco' se traslada a California, donde conoce a dos personas que cambiarán su vida: Katharina, una joven que acabará convirtiéndose en su mujer, y John Dunbar, un trampero, veterano de la Guerra de Secesión y pistolero ocasional que lleva muerto más de un siglo. Dunbar encarna lo más genuino del Lejano Oeste. Huraño y temido, se gana el sobrenombre de 'Basilisco' y nos lleva de la mano por la fiebre del oro en Virginia City, por una expedición paleontológica al territorio de los mormones y en su huida de una banda de asesinos. Mientras, el ingeniero desengañado, ya convertido en escritor, se adentra en las responsabilidades y frustraciones de la mediana edad. 'Basilisco' se ordena así en una serie de capítulos autoconclusivos, alternando los que acontecen en el presente con los que tienen lugar un siglo atrás por los parajes de Nevada, Idaho y Montana, y proponiendo un diálogo entre realidad y ficción. Con una prosa perturbadora y poderosa, Jon Bilbao transita la frontera entre los géneros, mezclando lo clásico con la cultura popular. Con la máscara de un 'western' crepuscular, 'Basilisco' pone en jaque nuestra realidad.
Jon Bilbao. Ribadesella, 1972. Nació en Ribadesella (Asturias) en 1972. Es ingeniero de minas y licenciado en Filología Inglesa. Es autor de los libros de cuentos Como una historia de terror (Salto de Página, 2008; Premio Ojo Crítico de Narrativa), Bajo el influjo del cometa (Salto de Página, 2010; Premio Tigre Juan y Premio Euskadi de Literatura) y Física familiar (Salto de Página, 2014); así como de las novelas El hermano de las moscas (Salto de Página, 2008), Padres, hijos y primates (Salto de Página, 2011; Premio Otras Voces, Otros Ámbitos) y Shakespeare y la ballena blanca (Tusquets, 2013). Cuentos suyos aparecen recogidos en antologías como Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010), Pequeñas resistencias V (Páginas de Espuma, 2010) y Cuento español actual (1992-2012) (Cátedra, 2014). En Impedimenta ha publicado su volumen de relatos Estrómboli y El silencio y los crujidos. Actualmente reside en Bilbao, donde trabaja como traductor.
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La asombrosa historia de los hermanos ladrones de tumbas El plan era atractivo solo a medias: ir a Reno a pasar el 4 de julio con una tal Diana y su marido. Los dos eran españoles y a mí no me apetecía volver a tratar con compatriotas tan pronto. Las referencias tampoco eran prometedoras. Katharina había conocido a Diana en Europa, hacía un año, brevemente, en un congreso universitario; una amiga de una amiga. Por lo visto, ahora ella y su marido acababan de llegar a los Estados Unidos. A Diana le habían concedido una beca para terminar la tesis doctoral en la Universidad de Nevada. No tenían amigos en Reno, así que, sabiendo que Katharina estaba en San Francisco, Diana la había llamado para pedirle que fuera a visitarla. Parecía muy preocupada por pasar el 4 de julio sin nadie más que su marido; de un día para otro, había hecho suya la necesidad de compañía que los estadounidenses padecen en esa fecha, lo que bastaba para que a mí no me cayera bien. Por otro lado, Katharina quería salir de la ciudad. Aunque su visado era de turista, había estado trabajando bajo mano dos semanas en una galería de arte en Castro, donde exponían la obra de un fotógrafo berlinés y necesitaban un intérprete. Las fotos eran retratos de personas anónimas vestidas con ropa de cuero, con los genitales al aire. En opinión de Katharina, las fotos no eran muy buenas y el autor era gilipollas. Ella quería gastar lo antes posible el dinero ganado en aquellas dos semanas, como si así pudiera librarse del recuerdo del fotógrafo. Alquilamos un coche y reservamos una habitación en Reno. Llegamos el día 3 por la tarde y fuimos a cenar con ellos a una pizzería cerca de su edificio de apartamentos. El local tenía las paredes cubiertas de parafernalia deportiva y las mesas y los taburetes eran bajísimos, como si los hubieran comprado en una liquidación de equipamientos de parvulario. Comimos incómodamente encogidos y sirviéndonos de las dos manos para sostener las gigantescas porciones de pizza. Diana y Manuel, su marido, tenían la misma edad que nosotros, pero nos parecieron una década mayores. Ella era fibrosa y pálida, se le veía circular la sangre cuello arriba y cuello abajo. Era una autoridad, decían, en el concurrido, despiadado e imprescindible mundo de la ecocrítica literaria. Solo parecía sentirse cómoda cuando hablaba de su tesis. Él llevaba pantalones de pinzas, americana y camisa con cuello mao. Era arquitecto, pero en ese momento «no ejercía exactamente en su campo». Habló poco y solo para dirigirse a mí. A su mujer parecía no tener nada que decirle y Katharina lo cohibía. Se quedó desconcertado cuando le dije que yo era ingeniero y que en ese momento tampoco estaba ejerciendo exactamente en mi campo. En realidad no ejercía en nada, me limitaba a vivir. Katharina y yo nos limitábamos a vivir. Me regodeaba cada vez que lo decía, petulante e inconcreto, como si los demás se arrastraran, en el mejor de los casos, por una suerte de semivida. El tipo no me gustaba lo bastante como para darle explicaciones. Katharina me vigilaba de reojo. Aunque Manuel y yo hablábamos en castellano, ella entendía lo que pasaba. Reconocía mi actitud de fatigada superioridad. Nos habíamos visto en la misma situación otras veces. Quien más habló fue Diana. Había habido un cambio de planes, nos explicó. En el último momento, el departamento de la universidad que gestionaba las estancias de académicos foráneos había organizado una salida para el 4 de julio: los llevarían a ver el desfile de Virginia City y a cenar en el rancho de un miembro del departamento. Nosotros, por supuesto, también estábamos invitados. Las personas necesarias ya habían sido informadas y todo estaba arreglado. El humor de Diana cambiaba con cada frase. Se alegraba de que el departamento se hubiera acordado de ellos; esa sería la última oportunidad que ella tendría para divertirse antes de enzarzarse con la tesis; sentía muchísimo habernos hecho ir hasta allí; sería una gran ocasión para conocer la «América más genuina» y además podríamos disfrutarla todos juntos. A mí no me quedaba claro si, después del cambio de planes, nuestra presencia le molestaba o le era indiferente. Katharina y yo volvimos al hotel casino donde nos alojábamos sin cruzar palabra en todo el camino, agotados por el viaje y la cena. Ninguno planteó buscar una excusa para no ir al día siguiente. Nos sentíamos extrañamente comprometidos con aquellas personas a las que apenas conocíamos y que ni siquiera nos caían bien. Al día siguiente partimos hacia Virginia City en dos vehículos. Abría la marcha un monovolumen en el que íbamos Diana y Manuel, Katharina y yo y, al volante, Bernard, el director del departamento. Bernard rondaba los sesenta y tenía los ojos azules y acuosos. En otro coche iba una familia mejicana: el padre y la madre, ambos artistas plásticos, y dos hijos. El hijo menor, de siete años, tenía leucemia. Como si el niño y su mal pudieran representar un peligro para nosotros, nos aclararon que se estaba recuperando, pero que el pelo aún no le había vuelto a crecer después de la quimioterapia. Se cubría con una gorra de los Reno Aces, igual que el hermano y el padre. Me cayeron bien. Por el camino, Bernard nos puso en antecedentes sobre Virginia City: una población minera cuya bonanza fue breve, apenas dos décadas en la segunda mitad del siglo XIX, pero el oro y la plata de sus minas financiaron la construcción de la ciudad de San Francisco y al bando confederado en la guerra de Secesión. Diana se había sentado delante, junto a Bernard, y escuchaba con atención extrema, sin dejar de asentir, como si todo lo que dijera nuestro guía fuera materia de examen. Manuel iba muy erguido, mirando por la ventanilla. Llevaba una americana, unos pantalones de pinzas y una camisa con cuello mao distintos a los de la noche anterior. Completaban su atuendo unos mocasines con bellotas. Se me pasó por la cabeza que en su forma de vestir había algo de retador. Virginia City estaba muy concurrida. Nos costó encontrar sitio donde aparcar. El calor blanqueaba el cielo. El pueblo parecía un decorado del Salvaje Oeste: aceras de tablones, negocios con puertas batientes y fachadas que lucían letreros descoloridos de bancos, almacenes y cuadras. Dada la fecha, no había poste, ventana ni barandilla sin engalanar con una bandera estadounidense. Bernard no nos preguntó qué nos apetecía hacer, nos llevó directamente al salón Bucket of Blood a tomar una cerveza. Un rato después, mientras curioseábamos en las tiendas de antigüedades falsas, el hijo menor de los mejicanos se sintió mal. No fue más que un mareo por el calor, pero sus padres prefirieron regresar a Reno. Nos despedimos de ellos y buscamos sitio para ver el desfile. Luego subimos al monovolumen para ir a cenar. El rancho estaba en Palomino Valley. No había cercas ni ganado. No vi ninguna señal que marcara el límite de la propiedad. Salimos de la carretera y tomamos un camino que nos llevó a una casa alrededor de la que crecía un cerco de césped. Más allá, tierra desnuda, salpicada de artemisa. No había otras viviendas a la vista. Dábamos tumbos por el camino cuando una mujer salió al amplio porche. Apoyó las manos en la cadera y no nos quitó el ojo de encima ni cambió de postura hasta que nos detuvimos ante la casa. Llegáis tarde, le dijo a Bernard. Era robusta desde la cabeza hasta los muslos. A partir de ahí, las piernas se le afinaban y concluían en unos pies raquíticos, calzados con zapatillas deportivas. Vestía pantalones y camisa vaquera. Rubia. Permanente recién hecha —oí cómo Katharina tragaba saliva al verla—. Le calculé unos cincuenta. Nos apeamos y Bernard procedió a hacer las presentaciones. La mujer se llamaba Sylvia y trabajaba con él en la universidad. Era su subordinada, aunque por la actitud de ella bien se podría pensar lo contrario. Al verla de cerca pensé que cada mañana se lavaba la cara con jabón de lavavajillas. Nos miró frunciendo el ceño. ¿Son solo estos? Bernard le contó lo sucedido con los mejicanos. Sylvia no disimuló la molestia que le producían la minifalda y la camiseta de tirantes de Katharina. ¿No hay niños? La noticia de que solo la familia mejicana tenía hijos le hizo chasquear la lengua. Yo pensaba que los españoles tenían muchos hijos, dijo, supongo que refiriéndose no a nosotros, sino a los españoles en general. Bernard nos explicó que teníamos que agradecer a Sylvia no solo su hospitalidad, sino también haber organizado la excursión. Añadió que él no había tenido tiempo de hacerlo, últimamente había estado muy ocupado. Sí, seguro, dijo Sylvia. Y dirigiéndose a nosotros cuatro añadió: Bernard acaba de divorciarse. Hasta el año pasado la cena se celebraba en su casa. Bueno, es otra forma de decirlo, comentó él, alicaído de pronto. No te comportes como si no supieras que iba a acabar así, Bernard. Es lo mejor que podía pasar. Al menos, lo mejor que le podía pasar a tu mujer. Siguió un silencio incómodo que Manuel se encargó de romper, con lo que ganó muchos puntos a mis ojos. Subió los peldaños del porche y le tendió la mano a Sylvia. Ella la miró un segundo...