Bobadilla | A fuego lento | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Englisch, Band 48, 194 Seiten

Reihe: Narrativa

Bobadilla A fuego lento


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-9007-438-1
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Englisch, Band 48, 194 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-9007-438-1
Verlag: Linkgua
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La obra maestra del escritor cubano Emilio Bobadilla como narrador es A fuego lento. La primera parte de la novela transcurre en Ganga, inspirada en la ciudad colombiana de Barranquilla, donde Bobadilla vivió algunos meses en 1898. El cuadro que traza A fuego lento es esperpéntico. Por entonces Barranquilla era un puerto principal de Colombia y era llamada 'La Nueva York de Colombia', 'La Nueva Barcelona' o 'La Nueva Alejandría'. Tenía varios cines, y las compañías de ópera italianas y de teatro españolas se presentaban allí. A ese lugar llega el doctor Eustaquio Baranda, un exiliado dominicano que ha estudiado medicina en París. El personaje atrae a las poderes locales, los mismos que después lo aborrecen despechados porque ha conquistado los favores de Alicia, deseada por uno de los prohombres lugareños. Baranda se va a París con Alicia. Y allí se consume su vida en el apetito social de Alicia -exaltado por sus ambiciones y la influencia provinciana de los antiguos conocidos de Ganga-. Muere a pesar de la presencia balsámica de una francesa fina, culta, delicada y distinguida a la que el doctor Baranda renuncia por no tener el valor de separarse de Alicia.

Emilio Bobadilla
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Primera parte


I


«Si le lecteur ne tire pas d’un livre la moralité qui doit s’i trouver, c’est que le lecteur est un imbécile ou que le livre est faux au point de vue de l’exactitude...»

(Gustave Flaubert, Correspondance. Quatrième série, pág. 230, París, 1893.)

Llovía, como llueve en los trópicos: torrencial y frenéticamente, con mucho trueno y mucho rayo. La atmósfera, sofocante, gelatinosa, podía mascarse. El agua barría las calles que eran de arena. Para pasar de una acera a otra se tendían tablones, a guisa de puentes, o se tiraban piedras de trecho en trecho, por donde saltaban los transeúntes, no sin empaparse hasta las rodillas, riendo los unos, malhumorados los otros. Los paraguas para maldito lo que servían, como no fuera de estorbo.

A pesar del aguacero, el cielo seguía inmóvil, gacho, uniforme y plomizo. La gente sudaba a mares, como si tuviera dentro una gran esponja que, oprimida a cada movimiento peristáltico, chorrease al través de los poros. Hasta los negros, de suyo resistentes a los grandes calores, se abanicaban con la mano, quitándose a menudo el sudor de la frente con el índice que sacudían luego en el aire a modo de látigo.

En las aceras se veían grupos abigarrados y rotos que buscaban ávidamente donde poner el pie para atravesar la calle. El río, color de pus, rodaba impetuoso hacia el mar, con una capa flotante de hojas y ramas secas. Tres gallinazos, con las alas abiertas, picoteaban el cadáver hinchado de un burro que tan pronto daba vueltas, cuando se metía en un remolino, como se deslizaba sobre la superficie fugitiva del río.

Ganga era un villorrio compuesto, en parte, de chozas y, en parte, de casas de mampostería, por más que sus habitantes —que pasaban de treinta mil—, negros, indios y mulatos en su mayoría, se empeñasen en elevarle a la categoría de ciudad. Lo cual acaso respondiese a que en ciertos barrios ya empezaban a construirse casas de dos pisos, al estilo tropical, muy grandes, con amplias habitaciones, patio y traspatio, y a que en las afueras de la ciudad no faltaban algunas quintas con jardines, de palacetes de madera que iban, ya hechos, de Nueva York y en las cuales quintas vivían los comerciantes ricos.

Ganga no era una ciudad, mal que pesara a los gangueños, que se jactaban de haber nacido en ella como puede jactarse un inglés de haber nacido en Londres.

—«Yo soy gangueño y a mucha honra» —decían con énfasis, y cuidado quién se atrevía a hablar mal de Ganga.

Tenían un teatro. ¿Y qué? ¡Para lo que servía! De higos a brevas aparecían unos cuantos acróbatas muertos de hambre, que daban dos o tres funciones a las cuales no asistían sino contadas familias con sus chicos. Se cuenta de una compañía de cómicos de la legua, que acabó por robar las legumbres en el mercado. Tan famélicos estaban. Al gangueño no le divertía el teatro. Lo que, en rigor, le gustaba, amén de las riñas de gallos, era empinar el codo. No se dio el caso de que ninguna taberna quebrase.

¡Cuidado si bebían aguardiente! Ajumarse, entre ellos, era una gracia, una prueba de virilidad.

—«Hoy me la he amarrado» —decían dando tumbos.

Ganga, con todo, era el puerto más importante de la república. Cuanto iba al interior y a la capital, pasaba por allí. A menudo anclaban en el muelle enormes trasatlánticos que luego de llenarse el vientre de canela, cacao, quina, café y otros productos naturales, se volvían a Europa.

Las mercancías se transportaban al interior en vaporcitos, por el río y después en mulas y bueyes, al través de las corcovas de las montañas, por despeñaderos inverosímiles. A lo mejor las infelices bestias reventaban de cansancio en el camino, de lo cual daban testimonio sus cadáveres, ya frescos, ya corrompidos o en estado esquelético, esparcidos aquí y allá, mal encubiertos por ramas secas o recién cortadas. Horrorizaba verlas el lomo desgarrado por anchas llagas carmesíes. De sus ojos de vidrio se exhalaba como un sollozo.

Al cabo de tres horas escampó, pero no del todo. Una llovizna monótona, violácea, desesperante, empañaba como un vaho pegadizo la atmósfera. El calor, lejos de menguar, aumentaba. De todas partes brotaban, por generación espontánea, bichos de todas clases y tamaños, que chirriaban a reventar, sapos ampulosos que se metían en las casas y, saltando por la escalera, peldaño a peldaño, se alojaban tranquilamente en los catres. A la caída de la tarde empezaban a croar en los lagunatos de la calle, y aquello parecía un extraño concierto de eructos. Los granujas les tiraban piedras o les sacudían palos y puntapiés, que ellos devolvían hinchándose de rabia y escupiendo un líquido lechoso. El aire se poblaba de zancudos, que picaban a través de la ropa, y de chicharras estridentes que giraban en torno de las lámparas. Del alero de los tejados salían negras legiones de murciélagos que se bifurcaban chillando en vertiginosas curvas. A lo lejos rebuznaban asmáticamente los pollinos.

Ganga no difería cosa de los demás puertos tropicales. Muchas cocinas humeaban al aire libre, y de las carnicerías y los puestos de frutas emanaba un olor a sudadero y droguería.

II


La casa del general don Olimpio Díaz andaba aquella tarde manga por hombro. Era un caserón mal construido, sin asomo de estética y simetría, vestigio arquitectónico de la dominación española. Dos grandes ventanas con gruesos barrotes negros y una puerta medioeval, de cuadra, daban a la calle. El aldabón era de hierro, en forma de herradura. Desde el zaguán se veía de un golpe todo el interior: cuartos de dormir, atravesados de hamacas, sala, comedor, patio y cocina. Lo tórrido del clima era la causa de la desfachatez de semejantes viviendas. En las ventanas no había cortinas ni visillos que dulcificasen el insolente desparpajo del Sol del mediodía. Casi, casi se vivía a la intemperie. Las señoras no usaban corsé ni falda, a no ser que repicasen gordo, sino la camisa interior, unas enaguas de olán y un saquito de muselina, al través del cual se transparentaba el seno, por lo común exuberante y fofo. Se pasaban parte del día en las hamacas, con el cabello suelto, o en las mecedoras, haciéndose aire con el abanico, sin pensar en nada.

Las mujeres del pueblo, indias, negras y mulatas, no gastaban jubón; mostraban el pecho, el sobaco, las espaldas, los hombros y los brazos desnudos. Tampoco usaban medias, y muchas, ni siquiera zapatos o chanclos.

Los chiquillos andorreaban en pelota por las calles, comiéndose los mocos o hurgándose en el ombligo, tamaño de un huevo de paloma, cuando no jugaban a los mates o al trompo en medio de una grita ensordecedora. Otras veces formaban guerrillas entre los de uno y otro barrio y se apedreaban entre sí, levantando nubes de polvo, hasta que la policía, indios con cascos yanquis, ponían paz entre los beligerantes, a palo limpio. ¡Qué beligerantes! Al través de la piel asomaban los omoplatos y las costillas; la barriga les caía como una papada hasta las ingles; las piernas y los brazos eran de alambre, y la cabeza, hidrocefálica, se les ladeaba sobre un cuello raquítico mordido por la escrófula, tumefacido por la clorosis.

—¡Ven acá, Newton! ¿Por qué lloras?

—Porque Epaminondas me pegó.

Todos ostentaban nombres históricos, más o menos rimbombantes, matrimoniados con los apellidos más comunes.

El general tenía, pared en medio de su casa, una tienda mixta en que vendía al por mayor vino, tasajo, arroz, bacalao, patatas, café, aguardiente, velas, zapatos, cigarrillos, no siempre de la mejor calidad. Se graduó de general como otros muchos, en una escaramuza civil en la que probablemente no hizo sino correr. En Ganga los generales y los doctores pululaban como las moscas. Todo el mundo era general cuando no doctor, o ambas cosas en una sola pieza, lo que no les impedía ser horteras y mercachifles a la vez. Uno de los indios que tenía a su servicio don Olimpio Díaz, era coronel; pero como su partido fue derrotado en uno de los últimos carnavalescos motines, nadie le llamaba sino Ciriaco a secas, salvo los suyos. Cualquier curandero se titulaba médico; cualquier rábula, abogado. Para el ejercicio de ambas profesiones bastaban uno o dos años de práctica hospitalicia o forense. Hasta cierto charlatán que había inventado un contraveneno, para las mordeduras de las serpientes, Euforbina, como rezaban los carteles y prospectos, se llamaba a sí propio doctor, con la mayor frescura. Andaba por las calles, de casa en casa, con un arrapiezo arrimadizo a quien había picado una culebra, y al que obligaba a cada paso a quitarse el vendaje para mostrar los estragos de la mordedura del reptil juntamente con la eficacia maravillosa de su remedio. A no larga distancia suya iba un indio con una caja llena de víboras desdentadas que alargaban las cabezas, sacando la lengua fina y vibrátil por los alambres de la tapa. En los grandes carteles fijos en las esquinas, ahítos de términos técnicos, se exhibía el doctor, retratado de cuerpo entero, con patillas de boca de hacha, rodeado de boas, de culebras de cascabel, coralillos, etc. Sobre la frente le caían dos mechones en forma de patas de cangrejo.

Los habitantes de Ganga se distinguían además por lo tramposos. No pagaban de contado ni por equivocación. De suerte que para cobrarles una cuenta, costaba lo que no es decible. Como buenos trapacistas, todo se les volvía firmar contratos que cumplían tarde, mal o nunca, que era lo corriente.

Los vecinos se pedían prestado unos a otros hasta el jabón.

—Dice misia Rebeca que si le puede...



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