E-Book, Spanisch, 656 Seiten
Bonnín El jardín de hierro
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17834-41-8
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 656 Seiten
ISBN: 978-84-17834-41-8
Verlag: NOCTURNA
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Durante siglos, humanos y fee?ricos convivieron en armoni?a hasta que la maldicio?n de un hada lo cambio? todo. Sin embargo, los an?os han enfriado la rivalidad de ambos bandos y hay quienes esta?n dispuestos a luchar por la paz. Parece que la clave reside en Elvia, una joven mitad hada y mitad humana que acude a la corte de los humanos para resolver el conflicto. No obstante, alli? el pri?ncipe maldito, obligado a convertirse en una bestia con la llegada de cada luna llena, tiene una opinio?n muy diferente.
Tal vez no sea posible una reconciliacio?n.
Y si lo es, ¿cua?l sera? el precio?
Gema Bonnín nació en Valencia en 1994, pero se crio en Mallorca. En 2012 publicó su primera novela, La dama y el dragón (Destino), y unos meses después se fue a vivir a Qatar. Desde entonces, ha viajado por muchos países de Asia, entre ellos China, Sri Lanka, Singapur y Japón. Actualmente compagina la escritura con traducciones de libros de Star Wars y de Marvel. Cuenta con estudios de filología inglesa por la Universidad Complutense de Madrid y formación complementaria tanto en historia como en literatura por las universidades británicas de Exeter y Oxford. Ha publicado libros como la bilogía Legado de reyes (Escarlata, 2016-2017), la de Arena roja (Nocturna, 2016-2017) y Lo que el bosque esconde (Destino, 2018). El jardín de hierro (Nocturna, 2019) es su nueva novela, una historia independiente ambientada en un mundo fantástico.
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1 ¿Te has vuelto loco? El rey se moría. Al menos eso era lo que muchos pensaban. Llevaba enfermo varias semanas, presa de terribles dolores de estómago y desfallecimientos puntuales. Los médicos aseguraban que se trataba de algo que había comido, tal vez carne en mal estado. El jefe de las cocinas ya estaba en los calabozos, como era de esperar. La reina no podía cuidar de su esposo ni prestarle su apoyo, pues ella estaba peor. Hacía más de una década que se había vuelto loca. No era una locura enérgica ni caótica, sino sosegada. Genoveva pasaba los días y las noches en lo alto de un torreón del castillo, sentada frente a una ventana, contemplando la nada y sin hablar con nadie. Su hermana menor, lady Constanza Lagos, era quien se hacía cargo de ella y quien se ocupaba de sus tareas. Aquella mañana, la mujer estaba junto a su cuñado, vigilándole, procurando que no le faltara de nada. Tejía tranquilamente mientras ponía en orden los pensamientos y las preocupaciones que se agolpaban en su mente. Entonces, oyó la voz febril de su rey: —Constanza —dijo él con un hilo de voz—, estás aquí. Después de una larga noche de delirios y tos, el rey había recuperado el control de su propio cuerpo. La mujer lo miró. Si la lucidez de su rey le alivió, nada en su rostro lo indicaba. Su expresión era, como de costumbre, hierática y comedida. —Estoy aquí. El rey sonrió tenuemente y recordó una vieja etapa de su vida, cuando él apenas tenía diecisiete años y le prometieron con la hija mayor de un poderoso conde. La pequeña no era tan hermosa y despampanante, pero tenía una forma de moverse, una forma de llenar el ambiente y mirar todo lo que la rodeaba, que resultaba cautivadora. Y allí estaba ahora, con esos mismos ojos inquisitivos, ese porte regio, esa voluntad inquebrantable. El rey nunca la había visto derrumbarse ante nada. —Creo que no me queda mucho —musitó. —Tonterías. Os recuperaréis. Habéis pasado por cosas peores. Saveiro asintió casi imperceptiblemente. —Mi hijo será un gran rey. Mejor que yo. Aunque eso no es difícil. La mujer bajó los párpados y contempló a su soberano con una mezcla de interés y reticencia. —¿Por qué pensáis eso, majestad? —Mi padre siempre decía que un hombre sabio no es el que no yerra nunca, sino el que es capaz de rectificar cuando sabe que lo ha hecho. Y a mí no me va a dar tiempo. —Sean cuales sean los errores que creéis haber cometido, Saveiro, tendréis tiempo de solucionarlos más adelante, cuando sanéis. —Querida, por favor, seamos realistas. No voy a salir de esta —murmuró antes de que un ataque de tos le interrumpiera—. No me quedo tranquilo si no hablamos de algunas cosas con seriedad. Me gustaría poder hacerlo con mi esposa, pero… La mujer exhaló un largo suspiro. —Está bien, decidme. —Asegúrate de que en la coronación se cumplan todas las tradiciones de mi familia. —Claro. —Procúrale un buen esposo a Fidelia. Alguien que la respete, un hombre que pueda darle dignidad y que traiga honor a mi apellido. —Por supuesto. Constanza esperaba que su cuñado continuara hablando, pero no lo hizo. Sus ojos se perdieron en un océano de recuerdos que sólo él podía ver. La hermana de la reina carraspeó. —¿Qué hay de Váldemar? Saveiro parpadeó un instante, como si la sola mención de su hijo mayor le contrariara. —Con él puedes hacer lo que creas conveniente. No importa. Ella se quedó inmóvil, sin pestañear siquiera. La frialdad con la que el monarca hablaba de su hijo era casi despiadada, pero Constanza no se escandalizó. Pese a que ella era una de las poquísimas personas capaces de querer a Váldemar al margen de su desdichada condición, conocía la naturaleza humana lo suficientemente bien como para aceptar que los demás no pudieran hacerlo. Pero no todo era tan sencillo como tolerar o no hacerlo. Su hermana quería a su primogénito. Es lo que hacían las madres, ¿no? Amar a sus hijos sin importar las circunstancias. Pero su hijo era un monstruo. Por eso ella había enloquecido. Y el amor que Constanza sentía por su hermana le hacía sufrir. Siempre fue su mayor apoyo, su mejor amiga. Y la había perdido. Cuando Constanza alzó la vista de nuevo, descubrió que su cuñado se había abandonado al sueño. Quizá no volviera a despertar. Resignada, contempló el paisaje que se extendía delante, al otro lado de la ventana. Su reino era hermoso, fértil y rico. En el horizonte, al pie de las montañas, se distinguía una pincelada de bosque difuminada en la lejanía. En los cuidados y magníficos jardines de la residencia real, el menor de los tres hijos de su majestad caminaba distraídamente de un lado a otro. Estaba inquieto. No sólo por la posibilidad de perder a su padre, sino por la perspectiva de convertirse en rey. Sí, porque aunque no era el primogénito, la responsabilidad de la corona recaía sobre él, y así había sido siempre. —¡Félix! —La voz grave de su hermana le extrajo abruptamente de su ensimismamiento. Giró sobre sus talones y la vio acercándose a él, con ropas más propias de hombre que de mujer y con el rostro un tanto sucio. No era la primera vez que se encontraba con algo así y no contaba con que fuera la última. —¿Has estado cabalgando de nuevo? —inquirió él. —No, vengo de un baile en el palacio del conde de Baréis —ironizó ella—. ¿A ti qué te parece? Fidelia era así, espontánea y cáustica. Incluso su gesto era agresivo. —Ya te he dicho mil veces que no es adecuado que una princesa… —Dedique su tiempo libre y de ocio a actividades propias de los hombres, lo sé. Y ahora que lo pienso, tú nunca solías preocuparte por esas cosas. ¿No es Váldemar el de los sermones? —Váldemar no está aquí, y yo también soy tu hermano. —Hermano pequeño. —Por menos de dos horas. Pero no sólo eso: en el futuro también seré tu rey. Fidelia alzó sus tupidas y arqueadas cejas, y el brillo de la comprensión destelló en sus ojos verdosos. —Oh, ya veo. Crees que padre va a morir y eso te hace pensar en tu ascenso al trono. —¿Tú no estás preocupada? El rostro de la princesa se ensombreció. Cuando su padre enfermó, asumió que se recuperaría en un par de noches, pero pasaron los días y nada cambiaba; al contrario, las cosas iban a peor. Ella había pasado algunas horas a su lado. Lo observaba mientras dormía y se preocupaba cuando empezaba a farfullar cosas que al principio eran inteligibles y luego parecían no tener sentido. Le había puesto paños húmedos en la cabeza para contrarrestar las fiebres, aunque nada de eso servía. —Claro que sí, pero no creo que lloriquear por las esquinas sirva de nada —contestó mientras deshacía su recogido y permitía que su cabello rubio cayera alrededor de su rostro. —Ah, ya, es mejor salir a montar a caballo. —Ayuda a no pensar. Ahora calla y acompáñame. Félix frunció el ceño. —¿Adónde? —Tú ven. El príncipe siguió a su hermana hasta una esquina de los jardines. Ella se ocultó detrás de unos arbustos y empezó a quitarse la ropa. Félix lo supo porque vio caer a su lado las botas que la joven había llevado puestas. —Bueno, cuéntame, ¿hay alguna novedad? ¿Han dicho algo los médicos? —Si hubieras estado aquí, lo sabrías. —Ah, deja esa faceta paternal a un lado, Félix; no te pega nada. Hasta ahora siempre hemos sido un equipo. —Pero las cosas cambian, Deli. Ya no somos unos niños. Entonces la princesa salió de su escondite con un atuendo distinto al que había llevado, un vestido de color rosa, de mangas largas y vaporosas. —Dieciocho años no son tantos. Empezaron a caminar. —Los suficientes como para que ya tengamos que asumir responsabilidades. —Bah, responsabilidades… —Tienes suerte de ser el ojito derecho de padre. Cualquier princesa de tu edad estaría casada o comprometida a estas alturas. —Ya lo sé. Se hizo el silencio, un silencio que les recordó cuán grave era la situación. Félix no tenía prisa por gobernar, pues sabía que tarde o temprano acabaría haciéndolo. Prefería seguir siendo un príncipe y poder disfrutar de su padre un poco más. Fidelia, por su parte, estaba mucho más asustada de lo que demostraba. Su padre y ella siempre habían tenido una relación muy estrecha. El rey Saveiro se tornaba dulce y permisivo cuando estaba a su lado. De hecho, por eso Fidelia no se había desposado todavía. El rey no quería perderla de vista tan pronto. Así que, si finalmente moría, no sólo tendría que afrontar el dolor de una pérdida, sino que además tendría que lidiar con los consejeros del rey o con su tía. La condesa Constanza no era tan benevolente, no se podía apelar a sus sentimientos o a su compasión. Era decidida e implacable. —Entonces, ¿qué dicen los médicos? —insistió la muchacha. —No saben qué hacer. Han recurrido a todas las técnicas que conocen y nada surte efecto. Maese Lorens me ha dicho que todo lo que podemos hacer ahora es rezar y esperar. La joven arrugó el entrecejo. —¿Qué clase de solución es esa? —Una bastante mediocre. Fidelia miró a su hermano y...