Boyle | El pequeño salvaje | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 60, 128 Seiten

Reihe: Impedimenta

Boyle El pequeño salvaje


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-15578-30-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 60, 128 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15578-30-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



El pequeño salvaje es una prodigiosa nouvelle que narra, de modo desgarrador, la historia del célebre niño salvaje de Aveyron, quien a principios del siglo XIX atemorizó y luego fascinó a toda Francia por tratarse de uno de los raros ejemplares de niño asilvestrado y criado entre bestias. A finales de septiembre de 1797, en los bosques del Languedoc francés, tres cazadores hallaron a un niño errante, completamente desnudo, hirsuto, que adoptaba los modales de un animal. Aparentaba unos ocho o nueve años. Una vez capturado, empezaría su peregrinación por la Francia recién salida de la revolución, recalando tanto en instituciones mentales como en refinados salones, donde constituiría poco menos que una atracción de feria. La historia, una de las más apasionantes de la literatura reciente, sería llevada a la pantalla por François Truffaut en 1969. Una nouvelle genial que rescata un mito latente en la literatura moderna: el del niño fiera criado por lobos.

Thomas Coraghessan Boyle está considerado uno de los más importantes narradores americanos del momento. Nació en Peekskill, Nueva York, en 1948.

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2



Conocía el fuego por los rescoldos de las hogueras que los campesinos hacían con las sierpes del año anterior y el rastrojo de los campos, y sabía por experiencia que una patata entre las brasas se convierte en una comida sabrosa y fragante. El humo de la fogata de los leñadores, sin embargo, lo asaltó de tal modo que todo el aire se envenenó a su alrededor, haciéndolo caer en un estado de inconsciencia. Una vez maniatado, Messier lo agarró en brazos y los tres hombres emprendieron el camino de regreso al poblado de Lacaune con el niño a cuestas. La tarde caía, la oscuridad empezaba a acumularse en torno a los troncos de los árboles, sobre las hojas del follaje que parecían teñidas de brea. Los tres hombres estaban ansiosos por volver a casa y calentarse en el hogar —hacía frío para ser abril y el cielo salpicaba una lluvia fina—, pero ahí estaba aquella maravilla, ese fenómeno de la naturaleza; la perplejidad por lo que acababan de hacer les daba fuerzas para continuar. Antes de que hubieran alcanzado las primeras casas con el niño inconsciente cargado sobre los hombros de Messier, todo el pueblo sabía ya que los leñadores se acercaban. El abuelo Fasquelle, el hombre más viejo de Lacaune, cuya memoria se remontaba a los tiempos del abuelo del rey muerto, los miró boquiabierto y todos los niños que se hallaban en los patios y los portales de las casas se acercaron corriendo a la muchedumbre, nutrida también por sus padres, que dejaban los azadones o los cucharones en las cazuelas para unírseles. Llevaron al niño a la taberna —adónde si no, excepto tal vez a la iglesia, algo que no tenía sentido, al menos de momento— y entonces este pareció volver en sí, justo en el momento en que Messier se lo entregaba en la puerta a DeFarge, que era el dueño. El herrero lo tenía bien agarrado de las piernas, sujeto por la rabadilla. DeFarge, con sus suaves y blancas manos de tabernero, lo tomó por los hombros y la cabeza. Detrás de ellos, además de los dos compañeros de Messier, se hallaba la muchedumbre del pueblo, que crecía a ojos vista: niños gritando; hombres y mujeres apretujándose para ver mejor lo que ocurría, todos concentrados ante la puerta abierta. Si un forastero hubiera presenciado la escena habría pensado que el alcalde había declarado día feriado y bebidas para todo el mundo por cuenta de la casa. Hubo un instante suspendido en el tiempo, el gentío empujando, el niño justo en el umbral de aquella maltrecha estructura, lo salvaje y lo civilizado en precario equilibrio. Fue entonces cuando los ojos negros del niño se abrieron de repente y, con un solo movimiento animal, sacudió la cabeza y clavó sus dientes en el exceso de carne que colgaba del mentón de DeFarge. Pánico repentino. DeFarge dejó escapar un alarido y Messier apretó las piernas del niño con todas sus fuerzas, incluso cuando el tabernero lo dejó caer, presa del dolor y del miedo. Con el trozo de carne entre los dientes, el niño se estrelló contra el suelo. Quienes presenciaron lo ocurrido dijeron que había sido igual que si una tortuga de los pantanos, obligada a salir del barro, hubiera agitado su azulada cabeza, lanzando dentelladas a diestra y siniestra. La sangre cayó, instantánea, paralizante, y cubrió en cuestión de segundos la barba del tabernero. Los que ya se hallaban dentro del salón se apartaron mientras la muchedumbre retrocedía a toda prisa en la puerta. En el suelo, Messier intentaba contener al muchacho, que corcoveaba y se retorcía bajo el umbral. Hubo gritos y llantos, y dos o tres de las mujeres allí presentes comenzaron a sollozar con una pena tan honda que lograron conmover a todo el pueblo. Aquella cosa salvaje se hallaba por fin entre ellos, esa bestia o demonio, ahí estaba, a sus pies, esa forma que se retorcía en el umbral, con el hocico cubierto de sangre. Asombrado, Messier dejó de luchar y se incorporó, los ojos abiertos de perplejidad, como si hubiera sido él la víctima del ataque de la bestia. —¡Apuñaladlo! —bufó alguien—. ¡Matadlo! Pero entonces vieron que solo era un niño, una criaturita que apenas superaba el metro de altura y que no vendría a pesar más de setenta libras de puro hueso. Dos hombres le taparon la cara con un costal para que no pudiera morder a nadie y lo redujeron aplastándolo con sus cuerpos hasta que el niño dejó de agitarse, y sus garras, que habían conseguido deshacer los nudos, estuvieron atadas nuevamente. —No hay nada que temer —anunció Messier—. Es un niño humano, eso es todo. DeFarge, maldiciendo, salió del lugar para ser atendido y a nadie —de momento, al menos— se le pasó por la cabeza la rabia. La gente formó un círculo cerrado alrededor del niño maniatado, el enfant sauvage al que se había privado de la ligereza y la vivacidad del bosque. Vieron que tenía la piel curtida y oscura, como la de un árabe, que los callos de sus pies lucían endurecidos y muy gruesos, y que sus dientes eran tan amarillos como los de una cabra. El pelo era pura grasa y protegía a los campesinos del brillo inmutable de sus ojos toda vez que le cubría el rostro y los extremos de la mordaza que se hundía en lo profundo de su boca. A nadie se le ocurrió cubrirle los genitales, que eran los genitales de un niño, dos bellotas y un palito. Cuando cayó la noche nadie quiso salir del salón. La gente seguía agolpada a las puertas de la taberna, asomándose por turnos durante un segundo para echar un nuevo vistazo; la bebida corría sin parar, la oscuridad se remojaba en el frío de la primavera, la esposa de DeFarge echaba leña al fuego y todos los hombres, mujeres y niños estaban seguros de que habían sido testigos de un milagro, de algo más aterrador y maravilloso que el nacimiento del ternero de dos cabezas en la granja de Mansard el año anterior, más asombroso incluso que la víbora de cien cabezas. De vez en cuando le daban algunos toques al niño con las puntas de sus zuecos y botas. Otros, más curiosos o valientes, se agachaban para oler lo que todos, sin excepción, convinieron en calificar como un aroma salvaje más propio de una bestia en su guarida que de un niño. Más tarde apareció el párroco para darle la bendición,y, aunque hasta los indios salvajes de América ya hubieran sido conducidos al amparo de Dios, lo mismo que los aborígenes de África y Asia, el párroco mostró en este caso ciertos reparos. —¿Qué ocurre, padre? —preguntó alguien—. ¿Es que no es humano? Pero el párroco —un hombre muy joven, de rostro angelical y casi lampiño— se limitó a negar con la cabeza antes de desaparecer por la puerta. Luego, cuando la gente se cansó del espectáculo y los párpados empezaron a cerrarse y los mentones a ceder a la gravedad, Messier —el más vocinglero y posesivo del grupo— insistió en que el prodigio debía ser encerrado en la trastienda de la taberna durante la noche y dejar que las noticias sobre su captura se divulgaran por toda la provincia al día siguiente. Le habían quitado la mordaza al niño para darle de comer y de beber, y algunas personas, sobre todo las mujeres, trataban de convencerlo para que probara una cosa y la otra —un cacho de pan, una tajada de liebre estofada, vino, caldo— pero, en vez de hacer caso, él se revolvía, escupía y no aceptaba nada. Alguien especuló que quizás había sido criado por lobos, como Rómulo y Remo, y que tal vez solo consumiera leche de loba, así que le dieron una pequeñísima cantidad del sustituto más cercano que encontraron —la leche de una de las perras del pueblo, que acababa de parir—, pero también eso rechazó. Como hizo con las asaduras, los huevos, la mantequilla, el budín y el queso que le ofrecieron. Al cabo de un rato, después de que casi todos los habitantes del pueblo se hubieran inclinado pacientemente frente a aquella figura maniatada y frenética para tenderle de manera tentadora algún tipo de alimento, terminaron por darse por vencidos y se retiraron a dormir a sus casas, emocionados y satisfechos pero exhaustos, muy exhaustos, además de abotagados por el licor. Entonces se hizo el silencio. Se hizo la oscuridad. Traumatizado, aturdido, el niño yacía en un estado de duermevela. Temblaba, pero no por el frío, puesto que estaba acostumbrado a las inclemencias del tiempo, incluso al invierno en sus jornadas más crudas. Era por puro miedo por lo que temblaba. No sentía los miembros, pues las cuerdas estaban atadas con tanta fuerza que le cortaban la circulación, y se sentía aterrorizado por aquel lugar en el que lo habían confinado, un espacio cerrado por seis planos, en el que no había ni rastro de las estrellas en el firmamento, ni del aroma del pino, ni del enebro, ni del rumor del agua corriente. Animales más grandes y poderosos que él lo habían capturado para su diversión, lo habían elegido como presa, de modo que el niño no tenía otro horizonte que el miedo, pues carecía de palabras para referirse a la muerte y no tenía manera de conceptualizarla. Él simplemente atrapaba cosas, cosas escurridizas y asustadas, y las mataba y luego se las comía. Pero eso era en otro lugar y en otro tiempo. Tal vez fuera capaz de establecer algún tipo de conexión, tal vez no. Pero en determinado momento, cuando salió la luna y un fino rayo de luz se coló por una abertura entre dos piedras del muro que tenía enfrente, el chico empezó a revolverse. No tenía noción del tiempo. Estirándose, meciéndose, flexionando, empujando con sus dedos de los pies y rascando con las uñas, logró cambiar de posición una y otra vez hasta que las cuerdas, poco a poco, empezaron a ceder....



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