Boyle | Las mujeres | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 107, 544 Seiten

Reihe: Impedimenta

Boyle Las mujeres


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-16542-07-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 107, 544 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-16542-07-9
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



T. C. Boyle, uno de los narradores norteamericanos más sólidos de las últimas décadas, nos ofrece en su indiscutible obra maestra, 'Las mujeres', la vida y amores de uno de los iconos más controvertidos del siglo XX, el visionario arquitecto Frank Lloyd Wright. Su imponente finca de Taliesin, en el Wisconsin profundo, quemada dos veces y dos veces reconstruida, empieza a ser asediada por los periodistas, ávidos de retratar la escandalosa vida amorosa de su dueño. Kitty, la primera esposa de Wright, está convencida de que las amantes de su marido solo son un espejismo. Martha 'Mamah' Borthwick es una belleza que será asesinada por un criado. Y su segunda mujer, Miriam, ha de disputarse el trono del corazón del arquitecto con la sensual Olgivanna, una bailarina serbia que comparte con él una visión tempestuosa y turbulenta de la vida, y que es un auténtico barril de pólvora a punto de estallar. Comparado con Pynchon, García Márquez o Twain, estamos ante un escritor privilegiado, capaz de sumergirse, como Faulkner, en unos ambientes que parecen haber sido concebidos en una olla a presión.

Thomas Coraghessan Boyle está considerado uno de los más importantes narradores americanos del momento. Nació en Peekskill, Nueva York, en 1948.

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Prólogo a la primera parte
Por aquella época yo no sabía mucho de automóviles —ni ahora, a decir verdad—, pero fue uno el que me llevó hasta Taliesin en el otoño de 1932, a través de un paisaje rural por momentos fortificado de árboles, por momentos enmoquetado de hierba hasta la pared trasera de sus establos, de sus silos y de sus granjas, pasando por pueblos con nombres como Black Earth, Mazomanie o Coon Rock, donde no habían visto nunca una cara japonesa (ni china, para el caso). Una parada para repostar, un bocadillo, una visita al baño, y parecía que hubiese bajado a la Tierra un marciano y se hubiese puesto al volante de un Stutz Bearcat amarillo canario y negro abisal como otro cualquiera (y, a todo esto, ¿qué es un bearcat, ese «gato oso»? Me imagino un animal monstruoso salido de la chistera de un publicista, un híbrido que ruge, trisca y escarba por el asfalto, igual que lo hacía el mío, remedando al del anuncio). En aquel día, demasiado caluroso para octubre —y demasiado sereno y despejado, como si el verano se negase a acabar—, la mayoría de las personas con las que me cruzaba se me quedaban mirando hasta que se daban cuenta de su indiscreción y apartaban la mirada como si no hubiesen registrado en sus ojos lo visto, ni tan siquiera una imagen fugaz en la retina; hubo un hombre, sin embargo —y no es mi intención ponerle en evidencia, pues el pobre no daba para más, y por entonces empezaba a acostumbrarme a aquella perplejidad—, que a mi pregunta de dónde podía comprar una hamburguesa solo pudo responderme abriendo un palmo y medio la boca y exclamando con la mandíbula desencajada: «¡Por los clavos de Cristo! Usted es chino, ¿verdad?». Que la capota no quisiera subirse tampoco fue de gran ayuda, porque dejaba mi cara expuesta no solo al sol y a una avasalladora metralla de polvo, de plumas de gallina y de estiércol pulverizado, sino también a las miradas de hasta el último de los impasibles habitantes de Wisconsin que se me cruzaba en el camino. Era una auténtica locura la cantidad de baches y surcos que salpicaban el firme, colmados todos de un agua turbia que parecía salir disparada como un géiser cada quince metros. Y los mosquitos: nunca había visto tantos juntos, como si surgieran por generación espontánea y la tierra los esparciera a modo de granos de polen en una profusión de arena o de polvo. Estallaban en vivos goterones de filamentos líquidos contra el parabrisas, hasta que apenas podía verse la carretera al otro lado de la escabechina. A todo esto, había que sumarle los perros pastores, los gansos sueltos, los puercos desorientados y las vacas suicidas que acechaban por doquier, obstáculos que surgían continuamente en mi campo de visión, hasta que empecé a paralizarme ante cada recodo y ante cada cruce del camino. Si no adelanté cien carretas en mi trayecto, no adelanté ninguna. Un millar de sembrados. Árboles hasta perder la cuenta. Me agarré con fuerza al volante y apreté los dientes. Tres días antes había celebrado a solas mi vigésimo quinto cumpleaños, en el tren nocturno que unía la estación Grand Central de Nueva York con la Union Station de Chicago, acompañado tan solo por una maleta y un telegrama de felicitación de mi padre, así como por mis ejemplares manoseados de la revista Wendingen y la Carpeta Wasmuth, además de varias mudas que había comprado para intentar no desentonar demasiado en aquel Wisconsin profundo (un par de vaqueros, unas cuantas camisas informales, cosas por el estilo), y que no llegué a sacar de la maleta. En mi cabeza aquella expedición era una empresa de carácter casi ceremonial, que exigía una vestimenta formal y unos modales convencionales, pese a los rigores de la carretera y lo que solo puedo calificar como el «desbarajuste» del mundo rural. Mi pelo, peinado y repeinado hasta la saciedad contra el bufido del viento, era un relamido prodigio de brillantina, un dechado de estudio y composición, y llevaba mi mejor traje, un cuello rígido y una corbata que había comprado para la ocasión. Aunque no me había decidido a llevar gafas o gorra de conducir, hice una parada estratégica en los almacenes Marshall Field’s para comprar unos guantes (de cabritilla gris) y un pañuelo de seda blanca que en mi mente veía aleteando alegremente al viento pero que, cuando no llevaba ni quince kilómetros, se me enrolló y acabó haciéndome una sudorosa llave de judo en la garganta. Iba muy erguido en mi asiento mientras manejaba el volante con una mano y la enigmática palanca de cambios con la otra, tal y como me había enseñado el solícito y amable vendedor del concesionario de Chicago donde había comprado el coche la noche anterior. Se trataba de un modelo de 1924, usado pero «muy deportivo», me aseguró, y «en unas condiciones de miedo, un ejemplar de primera, se lo aseguro»; lo pagué con un cheque de la cuenta que mi padre me había abierto cuatro años antes, tras mi desembarco en San Francisco (y en la que, con gran generosidad e indulgencia, seguía ingresándome dinero sin falta el primero de cada mes). Tengo que reconocer que me gustaba el aspecto que tenía aquel coche, sobre todo cuando estaba parado, ese aire como de movimiento suspendido, de potencia latente en la recámara, aunque me preguntaba qué diría mi padre al respecto si me viera. No cabía duda de que evocaba mujeres descocadas y universitarios con abrigos de piel de mapache —o peor aún, ¡gánsteres!—, pero el resto de coches parecían de lo más vulgares a su lado, casi mortuorios; vi un Durant blanco al que solo le faltaba colocarle el letrero de una funeraria y, alrededor, una docena de Fords más insulsos que el agua de fregar, con esa pintura desvaída a la que Henry Ford había denominado «negro japonés» (aunque no acierto a entender por qué, salvo que estuviese pensando en barras de tinta y kanjis. Aunque, en realidad, ¿cómo iban a saber él o sus diseñadores, afincados en los remotos y xenófobos aledaños de Detroit, lo que era un kanji?). En los guardabarros no parecía haber ningún agujero de bala —al menos hasta donde me alcanzaba la vista—, y el motor escupió y rugió muy satisfactoriamente cuando lo probé en la tienda. Me monté, di un par de vueltas a la manzana con el vendedor haciendo las veces de copiloto, entre indicaciones, advertencias de precaución y alabanzas a mi conducción de novato, y al rato me alejaba ya de la ciudad con aquellos inmensos Fords y Chevrolets viniéndome de cara embalados o pegándoseme detrás para adelantarme. No les echaba muchas cuentas, ni siquiera cuando sus conductores me insultaban a gritos o me dedicaban gestos obscenos por la ventanilla. No, de eso nada. Andaba demasiado ocupado entre los cambios, el embrague, el freno y el acelerador, elementos que requerían toda mi atención. (En teoría pilotar un coche no era nada complicado, apenas un movimiento reflejo —todo el mundo podía conducir, hasta las mujeres podían—, pero en la práctica aquello era lo más parecido que yo conocía a meterte una y otra vez en unos baños públicos con la calefacción al máximo). En cuanto al medio rural, lo más cerca que había estado de algo parecido al campo había sido en Harvard. Cuando vivía allí, mi cuarto daba a unos jardines muy cuidados, con arbustos e intensas islas de sombra proyectadas por los mismos robles y olmos que habían cobijado las cabezas de tantas generaciones anteriores a la mía. Nunca en mi vida había estado en una granja, ni siquiera de visita. Compraba la carne y los huevos en el mercado, como todo el mundo. No, yo era lo que se dice un urbanita acérrimo que se había criado en sucesivos pisos del barrio de Akasaka y luego de Washington, donde mi padre había ejercido como agregado cultural de la embajada japonesa durante seis años. A mí lo que me llamaban eran las aceras, las avenidas adoquinadas, las farolas, las tiendas y los restaurantes, donde podías tener la suerte de encontrar un maître francés o incluso un chef familiarizado con la salsa bechamel o con la bearnesa, en vez de con la ubicua gravy marrón y el puré de patatas, que es a lo que se supone que tendría que acostumbrarme a partir de entonces. Solía viajar en tren, tranvía y coche de alquiler, como cualquier hijo de vecino, y los únicos animales que veía con cierta frecuencia eran las palomas y los perros… con correa, eso sí. Y allí estaba, no obstante, bregando con la palanca de cambios y el embrague, que estaba tan duro que casi se me dislocaba la rótula cada vez que desembragaba mientras serpenteaba por veredas perdidas de la mano de Dios, en el Wisconsin más remoto, atravesando un muro cada vez más grueso de polvo y de fragmentos de mosquito, frustrado, furioso y lo que es peor, perdido. Pero no solo perdido: perdido sin remedio. Había pasado ya tres veces, y las que me quedaban, por delante de la misma granja, de la misma carreta desfondada con los radios de las ruedas oxidadas hundidos entre la maleza, de las mismas vacas de cara triangular rumiando en el mismo pasto, que me miraban pasmadas desde la nulidad enloquecedora de sus ojos bovinos. Y no tenía ni idea de qué hacer. Sin saber cómo, me había ido sumiendo poco a poco en el trance de la carretera, mis extremidades funcionaban ya en automático, mi cerebro estaba obturado y lo único que hacía era doblar a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, hasta que el mismo establo de siempre aparecía en el horizonte y volvía a verme pasar de largo en mi lustrosa máquina rugiente, que se había convertido de súbito en mi purgatorio y mi prisión. En realidad, me hallaba en posesión de un mapa trazado a mano que...



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