E-Book, Spanisch, Band 215, 568 Seiten
Reihe: Impedimenta
Boyle Los Terranautas
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-83-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 215, 568 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-83-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Recién llegados al desierto de Arizona en 1994, 'Los Terranautas', un grupo de ocho científicos (cuatro hombres y cuatro mujeres), se prestan voluntarios, en el marco de un exitoso reality show retransmitido a nivel planetario, para confinarse bajo una cúpula de cristal bautizada como 'Ecosphere 2', que pretende ser un prototipo de una posible colonia extraterrestre, y que busca demostrar que pueden vivir aislados del resto del mundo durante meses y ser autosuficientes. La cúpula es obra de Jeremiah Reed, un ecovisionario conocido como 'D. C.' -'Dios el Creador'-, pero pronto empieza a surgir la duda de si se ha logrado un excitante descubrimiento científico o si se trata de un simple gancho publicitario bajo la excusa del experimento ecológico más ambicioso del mundo. Los científicos serán vigilados por otros investigadores, la Misión de Control, que supervisarán sus movimientos desde este 'nuevo Edén', mientras se enfrentan a una serie de catástrofes que amenazan su vida y que pueden conducirles al desastre más absoluto. T. C. Boyle vuelve a sorprendernos con una novela llena de ironía sobre ciencia, sociología, sexo y, sobre todo, supervivencia.
Thomas Coraghessan Boyle está considerado uno de los más importantes narradores americanos del momento. Nació en Peekskill, Nueva York, en 1948. Se licenció en Inglés e Historia por la Universidad de Nueva York en Postdam, y se especializó en Literatura del siglo XIX en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa, donde terminó su primer libro de relatos, Descent of Man (1979). Más tarde publicaría Greasy Lake (1985), If the River was Whiskey (1989) y Without a Hero (1994). En 1999 recibió el premio Pen/Malamud por su volumen de relatos T. C. Boyle Stories. Entre sus novelas cabe destacar Música acuática (1981), que narra las aventuras del explorador escocés Mungo Park, descubridor del curso del río Níger; El fin del mundo (1987), que le valió el premio Pen/Faulkner; El balneario de Battle Creek (1993), exitosamente adaptada a la gran pantalla; The Tortilla Curtain (1997), galardonada con el Prix Médicis Étranger a la mejor novela publicada en Francia ese año; Drop City (2003); Las mujeres (2009), que narra la vida del arquitecto Frank Lloyd Wright a través del testimonio de cuatro de las mujeres que pasaron por su vida, o El pequeño salvaje (2010), nouvelle que recupera la historia del niño salvaje de Aveyron, que, conocedora de numerosas adaptaciones, puede considerarse un relato mítico de la narrativa moderna. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad del Sur de California. Sus obras han sido traducidas a más de una decena de idiomas, y sus relatos han aparecido en las más prestigiosas publicaciones del género en lengua inglesa, como The New Yorker, Harper's Bazaar, Esquire, The Atlantic Monthly, Playboy, The Paris Review, GQ, Antaeus, Granta y McSweeney's. Vive cerca de Santa Bárbara con su mujer y sus tres hijos.
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Ramsay Roothoorp
Pueden llamarme hombre de empresa cuanto quieran, qué es en realidad una empresa sino un grupo de gente que se une para que la humanidad avance, y no, ni somos ni nunca hemos sido una secta, y D.C. no es ningún gurú, o ya no lo es, o dejará de serlo en cuanto entremos porque en cuanto entremos nada va a alterarnos y nada logrará que reventemos esa cámara estanca, a no ser que haya asesinatos y canibalismo, y ni siquiera eso me perturbaría, eso no equivaldría más que a otro fenómeno observable en la ecología de los sistemas cerrados. Además, no se habría estado prestando ninguna clase de atención si no se entendió que el fracaso de la primera misión y la razón por la cual la prensa se volvió en contra, también en contra de nosotros, estuvo precisamente ahí: una brecha en la cámara estanca. La propia idea de Ecosfera, de que ocho personas se confinaran por voluntad propia en un mundo artificial durante veintiocho meses, atrapó la imaginación del público gracias precisamente a ese gancho, al concepto de encarcelamiento voluntario (por no hablar de la conexión con Marte). Aunque se suponía que la E2 iba a ser un experimento relacionado con la construcción de mundos, también lo estaba con los negocios, la clase de iniciativa potencialmente lucrativa que convence a un hombre como Darren Iverson para que ponga dinero desde el principio. Los recursos de la Tierra se agotaban, el calentamiento global empezaba a reconocerse como un hecho científico y no de ciencia ficción, y si el hombre iba a evolucionar para desempeñar algún papel en todo aquello en lugar de no ser más que otro organismo condenado en un planeta condenado, si la «tecnosfera» iba a reemplazar a los procesos puramente biológicos, entonces tarde o temprano tendríamos que sembrar vida en otra parte; en Marte, lo primero. De acuerdo. Eso el público lo entendió. La prensa se lo tragó, se dio un atracón. La E2 estaba en todas partes, desde la televisión nacional hasta el The New York Times, Time y Newsweek y en todas las tertulias de radio que existen. ¿Y qué ocurrió? Que, tras doce días de encierro, una del equipo —Rebecca Brownlow— tuvo una urgencia médica, se rompieron los lacres y se acabó el acuerdo. Salió al mundo, a vuestro mundo (al que nos gustaba llamar E1, la ecosfera originaria), menos de cinco horas, pero, aunque hubiesen sido solo cinco minutos, cinco segundos, todo el asunto se habría desmoronado igual. Porque lo que contaba era el concepto, ¿y nadie fue capaz de verlo? De haber estado en Marte, habría muerto. Habrían muerto todos. Si no por falta de O2, entonces de hambre. El hecho fue que la Misión Uno iba a pasar a interrumpir el encierro en una panoplia de maneras durante el curso de la misión —una vez se había fijado un precedente, todos concluyeron, ¿por qué no?— y el público se dio cuenta enseguida y calificó todo aquello de farsa. Hasta luego. Adiós.[6] Olvidad lo aprendido. Olvidad la ecología. Olvidad los modelos y el Bioma de Agricultura Intensiva y la elegante interacción entre los biomas salvajes y todo lo demás. Lo único importante era que el equipo había interrumpido el encierro, incumplido una promesa, el «acuerdo», y eso fue el hazmerreír, de verdad que lo fue. ¿Cómo era eso que dijo E.O. Wilson? «Si quienes se entregan a la búsqueda fracasan, se les perdonará. El imperativo moral del humanismo no es otro sino el esfuerzo, tenga o no éxito, siempre que el esfuerzo sea honorable y el fracaso sea memorable.» Bueno, pues se equivocaba. Ni hay perdón ni lo habrá la próxima vez ni la vez siguiente, y nosotros no íbamos a cometer el mismo error. Decidme: ¿qué significa «encierro»? Pues encierro. Y punto. La buena noticia era que en el Control de Misión estaban de acuerdo con eso, al 100 %. Pues claro que lo estaban: uno aprende de sus errores, ¿no? Dieron marcha atrás como posesos y entraron en modo profiláctico, como cuando uno se anticipa a los problemas antes de que surjan. Obligaron a Gretchen Frost a sacarse las muelas del juicio, y a T. T. (Troy Turner) a que hiciera un curso de odontología de emergencia, por si acaso, y todos elogiamos aquello. Puede que no fueran tan lejos como Louis Leakey cuando se negó a enviar a sus señoras monas (o sus «Trimates», como él las llamaba, Goodall, Galdikas y Fossey) a la jungla a menos que aceptaran que les extirparan el apéndice como modo de prever lo imprevisible. Porque Leakey, al igual que Wilson, un humanista, además de científico, no quería correr ni siquiera con el infinitesimal riesgo de que alguna de ellas padeciera septicemia y se le muriera a cientos de kilómetros de cualquier clase de intervención médica medianamente aceptable. O el suministro de sangre. ¿Imagináis el suministro de sangre allá por los sesenta y los setenta en el África Occidental y en Borneo? O incluso ahora. Ahora estaba peor, mucho peor, con los herpes, el SIDA y puede que hasta el ébola palpitando por las vías circulatorias de nuestra criminalmente expansiva especie, una pandemia, una pandemia todo, el apocalipsis enconándose en la sangre. Pero no me hagáis hablar. Al Control de Misión le habría encantado que también nosotros hubiésemos pasado por quirófano, estoy seguro, pero hoy día el diagnóstico médico es mucho más sofisticado de lo que era y fueron capaces de descartar bastante bien cualquier síntoma de apendicitis incipiente entre los ocho finalistas. Y, como he dicho, si alguno de nosotros sufría algo catastrófico una vez dentro —una rotura de apéndice, gangrena, una insuficiencia cardiaca—, no habría ni la más mínima diferencia. Eso sería todo. La muerte formaba parte de los procesos naturales tanto como la vida, y en términos estrictamente darwinistas, o sea, en términos prácticos, supondría una bendición para los otros siete. Por así decirlo, si es que el equipo de la Misión Uno sirvió de indicador, alimentarnos iba a resultar complicado, y tener un tracto digestivo menos en funcionamiento contribuiría en gran medida a liberar parte de esa presión. Hablo en el plano teórico, por supuesto, y en estrictos términos de ingestión calórica: la pérdida de cualquiera de nosotros supondría un desastre para las relaciones públicas y también uno emocional, porque éramos un equipo, estábamos entregados los unos a los otros y me da igual lo que os cuenten. En cualquier iniciativa que de verdad abra nuevos caminos se van a dar tensiones, es lo que cabe esperar; mirad si no el experimento ruso Bios, en el que uno de los hombres acabó violando a una de las mujeres a los tres meses del encierro. En realidad, ya que he tirado por aquí, supongo que nunca puede subestimarse el gusto de la gente por lo sensacional: si alguien iba a morir dentro, no cabía duda de que el factor conciencia de nuestro público se iba a disparar. Así de simple. No es que fuese a suceder, pero estábamos preparados para cualquier cosa. Si los ocho nos hubiésemos quedado a un paso de cortarnos la palma de la mano y hacer un juramento de sangre, aun así, habríamos cerrado nuestro pacto. Nada entra, nada sale. Ese era nuestro mantra. ¿Fue desafortunada la situación de Roberta Brownlow? Sí, desde luego que sí. Y estoy seguro de que recordáis el revuelo que hubo —furor, en realidad— y cómo la prensa fue aullando tras ella como hienas tras un rastro. O chacales, supongo, porque las hienas no aúllan, ¿cierto? Era la EAD de la Misión Uno, muy guapa, despampanante en realidad, un ejemplar de lo que nuestra especie ha llegado a considerar un plantel reproductivo de primera, con una figura robusta, el pelo abundante y los dientes como las teclas de un piano —las blancas, quiero decir— y una mano con la prensa que tenía lo justo de flirteo por un lado y de puro negocio por otro. Fue la elección perfecta, no solo por su apariencia, sino porque todo lo que hacía era excelente, lo cual, si bien apenas implicaba conocimiento ni disciplina científicos, era en cierto nivel la función más esencial del equipo: el suministro de alimento. No era «supervisora de cultivos intensivos», cargo que en nuestra misión iría a parar a Diane Kesserling, pero la parte más jugosa de la labor que hacía radicaba en la producción de alimento, más que en la labor de ningún otro. O sea que era una fiera, Roberta Brownlow, y todos estábamos orgullosos de ella. (Sí, estábamos: yo embarqué, como la mayoría sabrá, dos meses antes del encierro de la Misión Uno, agaché la cabeza y trabajé como personal de apoyo hasta que empezaron los entrenamientos para la Misión Dos). Pero los accidentes ocurren. Y si uno es tímido —asustadizo, o sea, cobarde, tiembla como un preescolar miedoso de su propia sombra—, pierde la cabeza, y luego todo, si me disculpáis, se va a la mierda. Doce días dentro. Roberta estaba en el sótano en el que se encuentran todos los sistemas de apoyo interno —las grandes unidades de climatización, los tanques de tratamiento de aguas, los talleres— vertiendo tallos de arroz en la trilladora con el oficial médico del equipo, Winston Barr, a quien aquella mañana le tocaba colaborar en los trabajos de agricultura (un afortunado descanso en un momento desafortunado), cuando perdió el hilo de lo que estaba haciendo. La trilladora, la misma que hoy sigue en su sitio, dispone de un cilindro inferior unido al lugar donde las cáscaras se separan de los tallos, y ella estaba intentando limpiar un atasco en esa zona cuando el rodillo le atrapó la mano derecha. Cuando su grito alertó a Winston y este apagó la máquina, el daño ya estaba hecho. Sin pensarlo, en ese...