Broncano | La melancolía del ciborg | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

Broncano La melancolía del ciborg


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-254-3027-5
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

ISBN: 978-84-254-3027-5
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Los humanos nacieron como una especie ciborg, simios con prótesis culturales y técnicas. Los ciborgs sufren una melancolía fruto del desarraigo: sienten nostalgia de un mundo natural al que no pueden volver. La melancolía es un estado característico de la modernidad cultural -de una época que se pensó a sí misma como exilio y ruptura con la tradición- que se universalizó con la imprenta y los viajes. Entre la naturaleza y la cultura, entre la ciudad terrestre y la utópica, entre la técnica y la imaginación, el espacio de los ciborgs lo definen metáforas como 'frontera', 'peregrinaje' o 'nomadismo', es decir, lugares de metamorfosis continua, de diversidad de lenguas y gentes, lugares de exilio. La figura más representativa de la modernidad es Moisés: cruza el desierto huyendo del pasado, pero no le está permitida la entrada en la tierra prometida. De ahí su desacoplamiento con la realidad, su conciencia de vulnerabilidad. Pero su melancolía, siendo ya moderna, tiene otros sabores contemporáneos: la que genera un mundo de artefactos, imágenes y relatos a veces utópicos y a veces insoportables.

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Capítulo 1 Ciborgs entre otros seres de la frontera Lo que contaré ya ha sido contado por autoras y autores como Donna Haraway, María Lugones, Rosi Braidotti o Andy Clark,1 por citar algunos cercanos, contemporáneos, pero mucho antes ya fue ilustrado por la novela barroca española. Todo se reduce a la idea de que somos seres que habitan en el viaje a un mundo subjetivo que llamo mundo de la frontera, un lugar imaginario de refugio que acoge formas variadas de resistencia. La figura que mejor los representa es la de los ciborgs, seres que no saben lo que son, seres a los que no les dejan saber lo que son porque son interpretados por categorías dominantes, hechas de dicotomías que tienen en sí la semilla de la dominación y la exclusión. Lo que contaré es una meditación metafísica, uno es filósofo a pesar de uno, pero es también y sobre todo una invitación a mudarse a vivir a ese mundo del limen, de la frontera y el exilio, un espacio en el que las subjetividades se reconocen con la mirada seca, rápida y comprensiva que sólo los iguales se dirigen entre sí en la encrucijada del laberinto. 1. Todos somos Galatea Convento de la Veracruz de los franciscanos de Ayamonte (Huelva): la iglesia, del siglo XVI, está construida con materiales pobres. El techo de artesonado disimula la modesta cubierta de madera sobre una única nave a la que se abren dos pequeñas capillas dedicadas a sendos cristos. En la capilla de la izquierda, una talla de León Ortega, imaginero de Ayamonte, viejo anarquista condenado a muerte que curvó su carrera de escultor hacia la imaginería religiosa. La talla es llamada el Cristo de las Aguas. Sólo alguien con esa distancia compasiva que permite el anarquismo sobre la cultura barroca andaluza pudo captar la esencia de una fe idólatra que se hizo contra la iconoclasia del mundo musulmán. El cristo ha sido modelado representando el instante postrero a la expiración, cuando todos los músculos se han aflojado y el cuerpo se mueve en un desprendimiento espontáneo que paradójicamente se resuelve en una suerte de abrazo interrumpido por los clavos. La imagen está casi viva en la muerte, en ese movimiento involuntario que rompe absolutamente todo hieratismo. El escultor ha querido darle vida en la muerte. Una oscura versión de Pigmalión y Galatea que da vida a una imagen muerta de un muerto. Uno más entre los ilimitados esfuerzos de los creadores de imágenes por que dejen de serlo y cobren vida, como si su existencia de imágenes perfectas pidiera con urgencia el trascender su estado de representación para convertirse en realidad viva. Hay una oculta simetría entre el impulso creador de León Ortega, que se esfuerza en dar vida al tronco de cedro, y la experiencia de la mujer piadosa que ha pasado tantas horas ante la imagen y que ocasionalmente deja caer una lágrima de compasión por la Semana de Pasión. En lo que llamamos la experiencia estética o en lo que llamamos experiencia religiosa hay una reconciliación con una forma de ser que está entre la vida y la muerte, entre la representación y la realidad, entre el cielo y la tierra, entre lo divino y lo humano. Esa frontera es realmente el lugar de la experiencia humana. Una experiencia de lo otro que adquiere densidad y peso cuando uno se encuentra ante un ser que no acaba de estar categorizado en una de las clases familiares que, por ser familiares, no despiertan esa forma especial de contacto con el mundo que llamamos experiencia. Nace esa experiencia de una oculta fuerza por repetirse, por crear seres que sean desde lo que aún no es. ¿Qué otra conexión nos llevaría desde la imaginería barroca al niño-robot de IA de Spielberg? Ambos seres tienen esa extraña hibridación de lo orgánico y lo artesano. Es ese niño un remedo del hijo muerto como el cristo de madera es un remedo del dios que se adora. ¿Qué es ese ser robot?, ¿es un ser artificial? Tiene, ciertamente, inteligencia artificial; conformación corpórea también artificial; es, de hecho, un ser artificial, pero es también una Galatea amada por la madre; un remedo del hijo muerto que pese a ello ha sido elevado a la categoría de hijo por el amor de la madre y que al cabo de un tiempo, como recordamos, deja de ser amado porque es sustituido en el cariño de la madre por un niño «verdadero». Como Galatea, llega a la vida por amor, aunque el mito no cuente qué habría ocurrido con ella si Pigmalión hubiera dejado de amarla. Es de suponer que, como el niño-robot, hubiese emprendido un viaje al país de los seres abandonados. Lo que les propongo es que piensen por un momento en esta figura de Galatea abandonada y seguramente tendrán una figura inquietante de la condición humana. Al ser abandonada, Galatea vuelve a un estado extraño que no es ya el de estatua ni es el de ser amado que se mantiene viva por la mirada amorosa del diseñador. Galatea existe en un ámbito que ya no es lo natural ni lo artificial: lo artificioso de su estructura ha sido desvelado por el abandono, pero su naturaleza no se explicaría sin la emoción por la obra de Pigmalión. Lo que les propongo es que consideren que todos somos Galatea abandonada, producto de la indeterminación del origen y la indeterminación de la existencia. Una larga tradición nacida en el territorio de la antropología filosófica, que se remonta al mito de Prometeo y Epimeteo contado por Platón en el Protágoras, sostiene la idea de que el hombre es, a diferencia de otros animales, un ser inadaptado, que llega al mundo con sus funciones indeterminadas y que la técnica viene a suplir y cubrir sus necesidades. Es lo que narra el mito de Prometeo, un dios menor que resuelve el problema creado por su hermano Epimeteo, a quien Zeus le encargó el trabajo de dotar a los animales de dones y propiedades. Epimeteo realizó su trabajo con un sentido del equilibrio y el juego limpio excelentes, pues dotó a los animales de cualidades complementarias: al lento, le dotó de medios de defensa; a la presa, de velocidad para escapar, etcétera. Pero olvidó al hombre, que quedó desposeído de facultades específicas y, como sabemos, fue Prometeo quien resolvió el problema robando el saber técnico a los dioses, junto con el fuego que permitía desarrollar las técnicas. Arnold Gehlen y Ortega pertenecen a esta tradición2 que resume la historia humana en una historia de esencias incompletas. En ella se contrasta la buena adaptación de los animales frente a la neotenia, la desprotección y la aparente poca especialización de los humanos que tendrían que haberse llenado de objetos técnicos para cubrir sus carencias. Por más que sea una idea digna de meditarse, yo quisiera negar esta tradición y olvidar a Platón y a Ortega. Hay muchas razones para pensar que esta concepción está demasiado influida por una noción esencialista de las funciones biológicas, según la cual la finalidad aparente de los órganos ha sido la razón exclusiva de su presencia. En ella, las tortugas están dotadas de una concha para protegerse; los equinos, de pezuñas para correr, etcétera. El paleontólogo Jay G. Gould dedicó su larga y provechosa producción divulgativa a criticar el esencialismo adaptacionista3 como una mala lectura de la teoría de la evolución, mucho más compleja, mucho más sofisticada que la idea de la fuerza evolutiva de una función para cada órgano. Después de Darwin deberíamos revisar a Platón: la teoría de la evolución es una teoría de probabilidades y de sucesos singulares que son amplificados por condiciones contingentes que, ciertamente, necesitan una permanencia para convertirse en adaptaciones, pero no siempre es la función aparente la que motiva la evolución del rasgo en la población. Los humanos no están inacabados, al contrario, sus técnicas, sus prótesis, los contextos de artefactos en los que evolucionaron sus ancestros homínidos les constituyeron como especie: no necesitan la técnica para completarse, son un producto de la técnica. Son, fueron, somos lo que llamaré seres ciborgs, seres hechos de materiales orgánicos y productos técnicos como el barro, la escritura, el fuego. 2. La molestia de las prótesis Pero sí, la tradición tiene razón en una cosa. Los humanos somos seres hechos por prótesis. Toda prótesis molesta. Es la molestia de lo nuevo, la invasión de los hábitos y los patrones que se han convertido en otra manera de ser. Nuestro cerebro crea los patrones esenciales de acción que corresponden a las acciones que nuestros órganos motores están capacitados para realizar. Cualquier variación, constricción, simple modificación, produce molestias que se traducen en un malestar que persistirá hasta que la prótesis se reabsorba como un elemento más del cuerpo y de su sistema de hábitos: los zapatos nuevos producen extrañamiento de nuestro ser, que ha dejado de ser él mismo en alguna de sus zonas, que ahora se viven como zonas erróneas, y obligan a una reacomodación al objeto invasor. Cuando se produce tal reacomodación, la cotidianidad se restaura, el bienestar se vive ahora en una situación novedosa, en un nuevo lugar del espacio de posibilidades que se ha transformado como resultado de la invasión de la prótesis. Las prótesis que conforman el cuerpo ciborg no solamente restauran funciones orgánicas dañadas, como ocurre con las gafas, los audífonos, las extremidades ortopédicas, los marcapasos y las rótulas artificiales: son también a veces creadoras de funciones vitales. Así el vestido, el cazado, la vivienda, la cocina, los animales domésticos, los vegetales cultivados, el universo entero de herramientas e instrumentos con los que nos rodeamos, los...



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