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E-Book

E-Book, Spanisch, 496 Seiten

Reihe: Ensayo

Brown Manual de supervivencia

Chernobil, una guía para el futuro
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-120906-8-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Chernobil, una guía para el futuro

E-Book, Spanisch, 496 Seiten

Reihe: Ensayo

ISBN: 978-84-120906-8-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Aprovechando una década de investigación de archivos y entrevistas en terreno en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, Kate Brown revela en este libro toda la amplitud de la devastación y el encubrimiento sobre las consecuencias reales del desastre que siguió a la explosión del reactor en Chernóbil. Sus hallazgos dejan claro el impacto irreversible de la radioactividad generada por la mano del ser humano en cada ser vivo; y de manera inquietante, nos obligan a enfrentar el legado incalculable de décadas de pruebas de armas y otros incidentes nucleares, y el hecho de que estamos emergiendo en un futuro para el cual aún no se ha escrito el manual de supervivencia.

Kate Brown. Profesora de ciencia, tecnología y sociedad en MIT. En 2015 recibió el Premio a la Excelencia en Investigación de Regentes de la Universidad de Maryland y en 2017 el Premio Berlín de la Academia Americana en Berlín. Ha recibido becas de la Fundación Guggenheim, la Fundación Carnegie, el Instituto Universitario Europeo, el Instituto Kennan, el Centro Davis de Harvard para Estudios de Rusia y Eurasia y el Museo del Holocausto de EE.UU. Muchas otras instituciones importantes han apoyado sus investigaciones. Es editora consultora de la American Historical Review (AHR).
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Manual para el

superviviente

Tres meses después del accidente de Chernóbil, en agosto de 1986, el Ministerio de Salud ucraniano distribuyó cinco mil copias de un folleto informativo dirigido a «residentes de comunidades expuestas al poso radiactivo de la estación atómica de Chernóbil». El folleto interpelaba directamente al lector («vosotros») y comenzaba ofreciendo plenas garantías.

¡Estimados camaradas!

Tras el accidente en la central nuclear de Chernóbil hemos analizado minuciosamente la radiactividad de los alimentos que ingerís y del territorio en que residís. Los resultados demuestran que ni adultos ni niños corréis peligro alguno por trabajar y vivir en dicho territorio. La mayor parte de la radiactividad ha desaparecido. No existen motivos para que dejéis de consumir productos agrícolas locales.

Al pasar de la primera página, sin embargo, los lectores comprobaban que el ímpetu de certidumbre perdía fuelle y caía en contradicciones:

Se os ruega que sigáis las siguientes instrucciones:

Evitad las setas y los frutos silvestres recolectados durante el presente año.

Los niños deben evitar el acceso al bosque contiguo al pueblo.

Limitad el consumo de verduras frescas. No consumáis carne o leche de la zona.

Limpiad vuestras casas a fondo regularmente.

Levantad todo el mantillo de tierra de huertos y jardines, y enterradlo en las zanjas preparadas especialmente para ello, lejos de las zonas de residencia.

Es aconsejable deshacerse de las vacas lecheras y quedarse solo con los cerdos.[1]

El folleto es, en realidad, un manual de supervivencia sin precedentes en la historia del hombre. No era la primera vez que un accidente nuclear contaminaba con ceniza radiactiva un territorio habitado, pero nunca antes de Chernóbil un Gobierno estatal tuvo que reconocer públicamente el problema y distribuir un manual de instrucciones para sobrevivir en la nueva realidad posnuclear.

Durante la elaboración de este libro he visto muchos documentales y he leído muchos libros sobre Chernóbil. Todos ellos reproducen un mismo desarrollo narrativo. Tensos segundos transcurren en la sala de control de la central, mientras los operadores toman decisiones erróneas, irreparables. Las penetrantes sirenas de las alarmas dejan paso al chirrido perturbador y tenaz de los medidores de radiación. El protagonismo lo adquieren entonces apuestos varones eslavos de hombros anchos que arriesgan su salud con recia inconsciencia. Fuman cigarrillos, los aplastan y continúan luchando por salvar al mundo de un inédito antagonista radiactivo: el reactor que arde frente a ellos. El drama se desplaza después a los pabellones del hospital, donde esos mismos hombres han quedado reducidos a esqueletos de carne en descomposición. Y justo en el momento en que uno ya ha contemplado suficiente piel ennegrecida y daños intestinales, aparece el narrador para afirmar, como si todo hubiera sido una broma, que, en realidad, las consecuencias del accidente de Chernóbil se han exagerado enormemente.

Un periodista se adentra en el bosque de la Zona de Exclusión de Chernóbil, el área de treinta kilómetros de radio alrededor de la central que fue evacuada en las semanas posteriores al accidente. Señala a un pájaro, señala a un árbol y proclama que la Zona está volviendo a la vida. Entre música dulzona, una voz en off apunta que, si bien Chernóbil constituye el peor accidente de la historia de la energía nuclear, las consecuencias fueron mínimas. Tan solo cincuenta y cuatro hombres murieron de envenenamiento severo por radiación, y unos pocos miles de niños padecieron un cáncer de tiroides no mortal, cuya cura es relativamente sencilla. Estas narraciones televisivas tienen el mismo efecto reconfortante que el polvo de hadas. Suprimen los elementos más terroríficos del accidente nuclear y, con ellos, las preguntas que habrían de plantearse. Despliegan ante nuestros ojos los dramas humanos en todo su esplendor tecnológico y nos hacen albergar nuevas esperanzas hacia el futuro y, sobre todo, gratitud por que no nos haya sucedido a nosotros. Al centrarse en los segundos previos a las explosiones y, después, en la indestructible contención de los restos radiactivos en el interior del sarcófago, la mayor parte de las historias de Chernóbil eclipsan al propio accidente.

¿Solo cincuenta y cuatro muertos? ¿Nada más? Eso es lo que señalan las páginas webs de diversos organismos de la ONU, cuyo recuento total oscila entre las treinta y una y las cincuenta y cuatro víctimas. En 2005, el Foro de las Naciones Unidas para Chernóbil predijo que la radiación provocaría entre dos mil y nueve mil muertes por cáncer. En respuesta a ese foro, Greenpeace dio cifras mucho más altas: doscientas mil personas ya habían fallecido y habría 93.000 casos mortales de cáncer en el futuro.[2] Una década más tarde, la controversia en torno a las secuelas de Chernóbil aún no ha terminado. Se nos informa de que en la Zona de Chernóbil las aves mueren por las mutaciones y, al mismo tiempo, los periodistas cuentan que lobos y renos están repoblándola. La senda científica nos lleva a un callejón sin salida. Los principales medios de comunicación tienden a recurrir a las cifras más conservadoras: el fallecimiento de entre treinta y una y cincuenta y cuatro personas. La única conclusión es que el número total de víctimas nunca podrá conocerse.[3]

¿A qué se deben estas diferencias tan amplias? Durante décadas, científicos de todo el mundo han pedido abrir una investigación epidemiológica a gran escala y prolongada en el tiempo de las consecuencias de Chernóbil.[4] Una investigación que nunca se ha llevado a cabo. ¿Por qué? ¿Ha sido intencionada la confusión en torno a las secuelas médicas del accidente? En ese inmenso espacio que separa las estimaciones de víctimas realizadas por las Naciones Unidas y por Greenpeace, hay zonas de enorme incertidumbre. En este libro, mi propósito es obtener cifras que permitan describir los daños provocados por el accidente con más precisión y aportar una noción más clara de las secuelas médicas y medioambientales del desastre.

Sin una mejor comprensión de las consecuencias de Chernóbil, los humanos estamos atrapados en un eterno circuito cerrado, reproduciendo una y otra vez la misma imagen. Tras el accidente de Fukushima en el 2011, los científicos informaron a la sociedad de que carecían de datos precisos acerca de los efectos sobre el ser humano de la exposición a la radiación en pequeñas dosis. Pidieron paciencia a la ciudadanía: diez años, veinte años, mientras estudiaban la nueva catástrofe, como si fuera la primera. Advirtieron del peligro de caer en ansiedades injustificadas. Lanzaron conjeturas y se prepararon para resistir, fingiendo desconocer que el guion que seguían era el mismo que habían empleado los funcionarios soviéticos veinticinco años atrás. Y eso nos lleva a la pregunta fundamental: ¿por qué, tras Chernóbil, las sociedades se comportan igual que lo hacían antes de Chernóbil?

Aún tengo más preguntas. ¿Cómo se desarrolla la vida cuando los ecosistemas y los organismos —también los seres humanos— se entreveran con residuos tecnológicos hasta que unos y otros se vuelven inseparables? ¿Cómo puede uno seguir viviendo tras un saqueo social, medioambiental y militar como el que sufrieron en el siglo XX las comunidades de los alrededores de la Zona de Exclusión de Chernóbil? Y no hay que olvidar que el accidente no fue la primera catástrofe que se cebó con el territorio. Antes de convertirse en sinónimo de desastre nuclear, la región de Chernóbil había sido línea del frente en dos guerras mundiales, en una guerra convencional y en una guerra civil, había sufrido el Holocausto, dos hambrunas y tres purgas políticas, para finalmente quedar en el radio de alcance de los misiles durante la Guerra Fría. Los territorios de Chernóbil que permanecieron habitados son lugares idóneos para estudiar hasta dónde llega la resistencia de individuos y sociedades en la era del Antropoceno, la época en que el ser humano es el motor que impulsa el cambio a escala global.

Tales preguntas surgieron mientras recorría los márgenes y el interior de la Zona de Chernóbil. Empecé a buscar respuestas en los archivos de las antiguas repúblicas soviéticas y encontré informes que hablaban de problemas de salud generalizados por la exposición al poso radiactivo. Para verificarlos, me dirigí a los archivos provinciales y analicé estadísticas sanitarias condado a condado. En todas partes encontraba pruebas de que la radiación de Chernóbil había supuesto una catástrofe sanitaria en los territorios contaminados. Incluso la KGB informaba de ello. Los líderes soviéticos habían prohibido que se hicieran públicas las consecuencias del accidente, por lo que todos los informes que cayeron en mis manos estaban reservados «solo para uso interno». Fue en 1989 cuando levantaron el bloqueo mediático y la prensa nacional e internacional pudo hablar de los graves problemas de salud. Al comprender la magnitud de aquello a lo que habían estado expuestos, los...



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