Castro | ¡El gran Pan ha muerto! | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 29, 416 Seiten

Reihe: Caja baja

Castro ¡El gran Pan ha muerto!

Palimpsestos todológicos
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-17496-70-8
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Palimpsestos todológicos

E-Book, Spanisch, Band 29, 416 Seiten

Reihe: Caja baja

ISBN: 978-84-17496-70-8
Verlag: La Caja Books
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Pan es el dios del todo, del miedo y de la risa. Medio divino, medio humano. Los griegos lo consideraban el señor del universo, pero también un sátiro colérico y lascivo. De su mitología nació Peter Pan y Fernando Arrabal lo adoptó como santo patrón de lo confuso y lo ridículo. Ernesto Castro se sitúa en esa tradición al tomar a Pan como metáfora de una época, la nuestra, que convulsiona entre el nihilismo irónico de las redes sociales y el pánico a la derecha iliberal de Marine Le Pen o Vladímir Putin. El autor vuelve sobre libros que nunca concluyó; artículos desperdigados por cajones, pen drives y revistas; prólogos, obituarios y diarios de lectura que ahora componen esta obra inédita. Un conjunto de palimpsestos, textos reescritos a lo largo del tiempo, que analizan la actualidad a partir de lo que murió en los últimos años: los sueños de los milénials y del 15M, los usos y costumbres de la pandemia, la masculinidad convencional, el posmodernismo filosófico, la dialéctica entre Madrid y Barcelona, la juventud y el abuelo materno del escritor. La prosa lúcida y mordaz de Ernesto Castro le convierte en uno de los ensayistas más pasmosos del presente. Véase el pulso literario y la ambiciosa estructura de esta obra, compuesta como una divertida torre de Jenga donde cada pieza soporta y a la vez desequilibra a las demás. O como dice Miguel de Unamuno en el prólogo, que lleva un siglo buscando el libro idóneo para prologar: «Si Dios nos toma el pelo a los hombres a lo divino, ¿no podemos nosotros, los hombres, tomarnos unos a otros el pelo a lo humano?».

Ernesto Castro es un escritor, pensador y sonámbulo milénial. Profesor de Estética en la Universidad Autónoma de Madrid, ahora culmina su Trilogía platónica y prepara su propio sistema filosófico (el «naturalismo genérico»). Terció en el 15M, completó una gira de conferencias por México y ha publicado media docena de libros de no ficción. Su tesis doctoral, la primera en castellano sobre el giro realista de la filosofía en siglo xxi, ha sido traducida al inglés por la editorial alemana Mohr Siebeck. Vive en Arganzuela, tiene novia, escribe poesía y busca agente literario, no necesariamente en ese orden. Regenta un canal de YouTube con más de 135.000 suscriptores, donde emite los vídeos de sus clases y conferencias. Quiere recorrer el camino de Santiago o volar a Guinea Ecuatorial; cualquiera de las dos le vale.
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Prólogo ejemplar, por
Miguel de Unamuno

El autor de la obra que aquí se sigue, un joven —¡claro está!—, me pide que sea padrino de ella y de él, que le presente al público. Y yo —¡claro está también!— no he podido negarme a ello. ¿Y cómo iba a negarme, si para hacerme más fuerza ha tenido el acierto de tocarme en la fibra sensible, diciéndome que conoce lo mucho que me intereso por la juventud que lucha y aspira a llegar? Esto de la aspiración a llegar me ha conmovido hasta las más íntimas entrañas.

Este joven que lucha y aspira a llegar me toma de padrino, y héteme aquí, lector, trayéndote en brazos al recién nacido vástago del joven aspirante a la llegada. ¿Qué he de decirte de ellos, del joven y de su vástago intelectual?

Tengo, ante todo, lector amigo, que asentar un postulado, postulado que me permitirá el que nos entendamos, ahorrándonos no pocas prolijidades al permitirnos otras tantas reticencias. El postulado es, lector, que tú también escribes. Esto, en España al menos, es axiomático. Aquí no leen los libros más que quienes los escriben. Por lo menos estos libros que constituyen lo que llamamos pomposamente la literatura española contemporánea. Porque hay otros libros, novelas sobre todo, que lee mucha gente que no escribe, como son costureras, románticos dependientes de comercio y mancebos de botica, señoritas de la clase media, curas, banqueros, estudiantes..., pero estos libros ni entran en la literatura ni hablan de ellos los críticos.

Quedamos, pues, lector amigo, en que tú también o has publicado algún libro o piensas publicarlo. Y esto facilita mi tarea presente.

¿Qué quieres que te diga yo de la obra esta que estoy prologando? Como entre nosotros toda mentira es inútil, excuso confesarte que no la he leído. ¿Y para qué había de leerla? No es preciso leer una obra para ponerla un prólogo. Hay ciertos principios supremos, metafísicos, que sirven para prologar todas y cada una de las obras literarias humanas. Metafísicos o si se quiere metestéticos, porque en esto de componer vocablos por analogía y antítesis, mi genio es de una fertilidad inagotable. Mucho más cuanto que tengo observado que mis mayores éxitos se han debido a la invención de una pura palabra o de una pura frase.

No, no he leído la obra. El leerla habría significado para mí un sacrificio mucho mayor que el de escribir el prólogo, aunque este hubiera de ser tan extenso como la obra misma prologada. De todos los infortunios que pueden sobrevenirme, estimo uno de los mayores el de tener que leer un libro cualquiera que me den sin haberlo yo pedido, cuanto tengo tantos que busco sin encontrar tiempo para leerlos. He aquí por qué me aparté con horror del oficio de crítico. Me figuro que no ha de haber más triste borrachera que la de un catador de vinos.

Y además, debo confesártelo también, lector y escritor amigo, me interesa mucho más lo que han dicho los muertos que lo que los vivos dicen. Cuando tú te hayas muerto —¡Dios te dé largos años de vida!— leeré tus obras. Ganan las obras literarias yo no sé qué solemnidad augusta cuando se sabe que quien las escribió duerme en la tierra el sueño sin despertar. Esperaremos, pues, a que tú o yo nos muramos.

Me interesa el hombre mucho más que sus escritos; el hombre, sobre todo el hombre. Y cuando puedo conocerle, y verle, y oírle y hablarle, dejo de lado sus escritos y me voy a él. Y como no puedo hacer esto con los muertos, que si viven entre nosotros es por sus obras, he aquí por qué leo de preferencia las obras de los que murieron.

Tengo, además, para esto otro motivo, y es que si en un caluroso elogio admirativo de la obra de uno de esos que fueron deslizo algún reparo o leve censura, no ha de resucitar el muerto a increparme por el tímido reproche sin tomar en cuenta el total elogio. La vanidad no entra en la morada de los muertos.

Por otra parte, al joven autor de esta obra que estoy prologando, autor vivo y muy vivo, le importa poco, me parece, que yo haya leído su obra, con tal de que se la prologue, y tampoco le importa gran cosa el que yo hable o no de su obra en mi prólogo a ella. Lo capital para él es que mi nombre aparezca en la cubierta de su libro.

Un padre avisado busca para padrino de su hijo a una persona de posición y, a poder ser, de fortuna; a uno que pueda más adelante, protegiendo al padre, proteger al hijo. El que ese padrino al tener en brazos ante la pila al recién nacido conteste al cura credo cuando maldito si cree en lo que se le pregunta, esto es cosa que al padre le tiene sin cuidado. Después de todo contesta en latín, que es una manera de no contestar de veras.

Si me preguntas, pues, lector amigo, si creo en la excelencia literaria de esta obra que te presento y apadrino, te contestaré en latín: credo. Esto es de ritual, como los juramentos ante los tribunales de justicia, y las cosas de ritual no tienen nada que hacer en la conciencia. Precisamente la liturgia se inventó para eso, para formalizar nuestras relaciones sacramentales sin mengua de la conciencia. Es una especie de etiqueta o protocolo a lo divino.

Las relaciones entre el hombre y los dioses que se forjan tienen también sus fórmulas de cortesía. «Hay que ser cortés con Dios», dice el mejor maestro de ceremonias que conozco, un canónigo que tiene la plena conciencia de la importancia de su cargo, creyéndolo, y creo que con razón, el más importante de los cargos todos del cabildo.

Es una cosa comprobada históricamente el hecho de que el dogma ha brotado no pocas veces de la fórmula litúrgica, y también es cosa comprobada que es más fácil que la cortesía lleve al amor que no el amor a la cortesía.

Por algo se ha dicho que las buenas formas son el todo. En guardando la forma, ¿qué importa lo demás? Y el fundamento de esta doctrina, su fundamento metafísico, es que acaso, o sin acaso, no hay más que formas, todo es forma de uno o de otro grado, y el universo un montón de formas, más o menos informes, enchufadas las unas en las otras. Lo que hay que tener, pues, en el mundo es formalidad e ir pasando el rato. Pero hay que pasarlo formalmente, porque si no, ¿qué se diría de nosotros? Y nuestra forma es lo que de nosotros se dice.

Y volviendo a lo de la metestética e inspirándome en Gedeón, pero no en el hijo de Jonás, el juez de Israel y vencedor de los madianitas, sino en el otro, en el nuestro, juez también y vencedor, os diré que si esta obra tiene propia e íntima excelencia vencerá lo mismo sin mi prólogo que a pesar de él, y si, por el contrario, carece de excelencia alguna no le salva, a guisa de bula de Meco, este mi prólogo. Todo lo cual es de clavo pasado. Razón por la que lo estampo aquí y así voy alargando mi prólogo sin hablaros del libro prologado, y esto es lo exquisito.

Este joven —el autor de este libro quiero decir— aspira a llegar. ¿Hay acaso algo de malo en ello? No, sino que es una aspiración muy legítima y hasta muy noble. Si han llegado otros, ¿por qué no ha de llegar él? Todos los mortales dotados de palabra, y hasta los que careciendo de ella braman, rugen, zumban, croan, relinchan, balan, gruñen o rebuznan, todos estamos hechos del mismo barro. Y al mismo barro hemos de volver todos, quia pulvis sumus et in pulverem revertemur. ¿Por qué, pues, no ha de llegar el joven autor de este libro que estoy prologando?

Él ha de llegar, no me cabe duda de ello; pero quiere llegar cuanto antes, tiene prisa por llegar. Es que conoce el valor del tiempo, de cuya íntima eficacia no siempre sabemos darnos cuenta. En economía política, y lo mismo en la doméstica, el tiempo tiene tanta importancia como el dinero. Y la teoría de una obra literaria pertenece, ante todo, a la economía doméstica y a la política.

Eso de que el buen paño en el arca se vende es un disparate económico que proviene de los tiempos y los pueblos en que se prestaba o se presta al treinta o al cuarenta por ciento. Mientras se vende el paño en el arca tendría el pañero tiempo de morirse de hambre si no fuera por el usurero, que es quien se queda con el paño al cabo. No, hay que vender pronto. Vale más vender pronto y barato que a la larga y caro. Y te hago gracia, lector, de la teoría del descuento.

El joven autor de este libro desea acaso que le descuente yo la gloria en este prólogo, pero cuando me meto a banquero me gusta serlo con mi cuenta y razón. Me limito, pues, a garantir su firma, sin salir fiador de más. No me asocio a sus empresas. Y he aquí por qué no he querido leer su libro.

Si hubiese yo leído este libro que prologo y me hubiera parecido malo, o lo que es peor que malo, insignificante —como son el noventa y nueve por ciento de los libros que entre nosotros se publican—, ¿iba yo a decirlo aquí? De ningún modo. Tenía, pues, que rehusar escribir el prólogo. Y sé por experiencia que esta rehúsa acarrea más disgustos que no el escribir un prólogo tan inocente como este que estoy escribiendo y que ha de servir de tipo para todos los que en adelante se me pidan.

¿Que esto es tomarle el pelo al autor? El Autor de todas las cosas nos está tomando el pelo de continuo, y esto entra en su perfección, y se nos ha dicho que seamos perfectos como Él es perfecto. Si Dios nos toma el pelo a los hombres a lo divino, ¿no podemos nosotros, los hombres, tomarnos unos a otros el pelo a lo humano? Y sobre todo, el autor puede...



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