Cerviño | El precio de un ángel de cobre | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 228 Seiten

Reihe: Clásicos

Cerviño El precio de un ángel de cobre


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1120-318-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 228 Seiten

Reihe: Clásicos

ISBN: 978-84-1120-318-0
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Jimena vive en una casa muy grande, a las afueras del pueblo. En ausencia de sus padres, su nodriza cuida de ella, pero la joven jamás sale de su hogar. ¿Para qué, si allá dentro tiene todo lo que desea y es feliz?Hasta que un día llega hasta las rejas de su puerta un misterioso buhonero.Y con él, las historias. Y el resto del mundo.

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Capítulo I

La vela de la Galatea


Érase una vez una muchacha que nunca había salido de su casa.

Sé lo que pensaréis: que una malvada madrastra o un cruel tutor la mantenían prisionera, o incluso que una horrible maldición pesaba sobre ella.

No era así.

Era ella la que no quería salir de su mansión. ¿Para qué, si dentro tenía todo lo que podía desear?

Vivía en aquella enorme casa con la única compañía de un viejo perro de caza que ya solo cazaba ratones, y su nodriza que, fiel a su joven ama, iba y venía cada día al mercado a traer todo lo necesario para que la damita no tuviese que salir a ese exterior que tanto la aterraba.

Se había hecho mayor para las lecciones de su anciano profesor, que ya no sabía qué más podía enseñarle. La muchacha era lista, y había aprendido a leer, escribir y algunas nociones básicas de botánica y de ornitología. Sabía latín y griego, era capaz de tocar complejas piezas en el piano, tenía una caligrafía impecable y una perfecta dicción...

... Pero su mundo se acababa en la puerta del jardín. Las únicas flores que conocía eran las que allí crecían, y el pedazo de cielo estrellado que se veía por entre las ramas de los árboles y a través de la ventana de su alcoba era todo el conocimiento de astronomía que precisaba.

Puesto que nada conocía del exterior, vivía feliz en su pequeño universo, convencida de que tremendos peligros podrían ocurrirle si osaba cruzar la verja de hierro forjado.

Hasta aquel primer viernes, a finales de octubre.

Aquel día, mientras su nodriza estaba fuera, alguien tocó la campana de la reja del jardín.

La joven se asustó: ¿quién llamaba, si ella no esperaba a nadie?

Como hemos dicho, su profesor ya no venía a la casa; el afinador del hermoso piano de cola hacía poco que había cumplido con su deber, y no habían vuelto a llamarlo; también el deshollinador había despejado las chimeneas recientemente; la criada que limpiaba solo venía los martes, jueves y sábados, y tampoco el jardinero pasaba los viernes.

Así pues, ¿quién podría ser?

Cabía la posibilidad de que su buena nodriza estuviese ya de vuelta y hubiese olvidado las llaves, pero hacía poco que había salido y solía permanecer en el pueblo toda la mañana.

Comprobando que su vestido negro estaba impoluto, se echó por encima un chal del mismo color, cubrió sus manos con unos guantes de encaje, también negros, cogió su sombrilla y salió al jardín.

–¿Quién está ahí? –dijo con cautela, acercándose a la verja.

–¡Buenos días, bella dama! –respondió una voz, y ella pudo ver entonces que se trataba de un hombre joven–. Hace un día maravilloso, y más si se refleja en esos ojos tan bonitos.

Ligeramente ruborizada, la joven se apartó un paso de la verja.

–¿Quién sois? –preguntó con voz temblorosa.

El hombre fingió quitarse un sombrero que no tenía e hizo una exagerada reverencia, apartando la capa hacia atrás con una mano.

–Soy buhonero, mi señora –respondió–. Traigo artículos de lugares muy lejanos, y a muy buen precio. ¿Deseáis tal vez sedas? ¿Cajas de ébano? ¿Estatuillas de oro y marfil? ¿O tal vez...?

Mientras hablaba, la joven le examinó de abajo arriba, desde los pantalones de rayas verticales azules y amarillas hasta el aro de su oreja izquierda; lo único de un color uniforme era su camisa blanca, remangada hasta los codos. La cubría con un chaleco azul de ojales plateados, y ribetes y adornos en amarillo. No calzaba los clásicos zapatos de punta vuelta que caracterizaban a los bufones de los pocos libros que había leído sobre el tema, sino que llevaba botas de suela gruesa, ideales para largas caminatas.

Y luego estaba la capa. Parecía como si alguien hubiese cortado pedazos de tela aquí y allá y los hubiera cosido todos juntos para formar un largo manto de retales. El hombre se la sujetaba al cuerpo con dos correas de cuero que le cruzaban el pecho en forma de equis y se abrochaban a la espalda, sin duda con una hebilla. La capucha descansaba sobre sus hombros.

En medio de todo aquel colorido, resaltaban la piel morena y curtida por el sol, las manos grandes y expresivas y un rostro agradable, cubierto apenas por una leve sombra de barba de no más de dos días. El pelo, negrísimo, era prácticamente lo más indomable de su persona, pues se ondulaba en remolinos sobre su nuca, sus orejas y su frente.

¿Lo que más le llamó la atención? Sus ojos. Ella nunca había visto el azul de los océanos, así que solo pudo compararlos con dos enormes zafiros.

La joven apenas podría hilar un puñado de adjetivos para referirse a él, pues era una auténtica rareza.

Mientras hablaba, el buhonero la miró a ella: recogía su pelo castaño en un complicado tocado que alejaba cualquier mechón de su frente y de sus ojos del color de la miel. Llevaba un vestido negro de mangas largas, ceñido al talle con un corpiño y adornado con toda suerte de volantes, cintas y encajes. El bajo de la falda dejaba ver la punta de unos botines impolutos, del mismo color que todo lo demás. Ella era pequeña y delgada, con una cintura fina y un cuello de cisne en el que se había puesto una cinta de raso, negra también.

¿Lo que más le llamó la atención? No tenía ni una sola peca, ni un solo lunar, ni una sola marca. Por debajo de la sombrilla, la piel era tan pálida como una hoja en blanco, y tan lisa como una superficie de porcelana pulida. Como una muñeca. O una flor de loto. O el alabastro. O...

El buhonero podría, si quisiera, describirla de mil y una maneras diferentes, compararla con infinidad de cosas e incluso hacerlo en varias lenguas, pero eso no la haría más interesante.

–No quiero nada, gracias –dijo la joven cuando hubo terminado de examinarle. En aquel momento, lo único que deseaba era volver a la seguridad de su casa, lejos de la puerta y de aquel hombre tan extraño.

Pero el desconocido no parecía querer marcharse.

–¿Cómo podéis decir que no queréis nada, si aún no os he enseñado lo que vendo, mi señora?

El corazón de la muchacha estaba a punto de salírsele del pecho; nunca antes había hablado con un extraño sin la presencia de una tercera persona, habitualmente su querida nodriza. Y, sin embargo, la curiosidad pudo con ella.

–¿Qué es lo que traéis? –preguntó, acercándose más a las rejas.

–Cosas muy especiales –respondió el buhonero–. Artículos de los confines del mundo, objetos que jamás soñaríais con encontrar y que son únicos en toda la tierra.

Era la clásica charla de los buhoneros, pero aquella era la primera vez que la joven veía uno.

–¿Y dónde portáis todas esas maravillas? –preguntó, curiosa. Se puso de puntillas, estirando el cuello para tratar de descubrir tras el personaje un enorme carromato lleno de bártulos o algo similar, pero el buhonero estaba solo.

–En mi morral, mi señora –dijo mostrando el zurrón que llevaba cruzado bajo la capa–. He tenido que dejar el carro en el pueblo. Hoy no dispongo de toda mi mercancía, pero os garantizo que no os arrepentiréis de echarle un vistazo a lo que traigo.

–Mostrádmelo.

La sonrisa del buhonero se hizo más amplia. Rebuscó en el interior del zurrón y extrajo...

La joven frunció el ceño.

–¿Una vela? –dijo, claramente decepcionada–. Eso no es especial. Tengo docenas.

–Apuesto a que ninguna como esta –replicó el buhonero.

La joven la observó detenidamente. Era un cilindro de cera de color azul, metido en un pequeño recipiente de metal. El conjunto cabía en la palma de la mano extendida del buhonero.

–¿Por qué es tan especial? –preguntó la joven.

Él atravesó con la mano el hueco entre los barrotes y acercó a la joven la vela con su palma extendida.

–Oledla –dijo con una sonrisa.

La joven se inclinó hasta que su nariz estuvo a unos centímetros de la vela. Y la vela no olía a cera ni a nada que se le pareciese.

No, la vela olía a viento, si es que eso era posible. Olía al canto de las gaviotas, al sonido de las olas que arrastran las conchas por el fondo marino, a la arena fría y húmeda de la orilla bajo los pies, a la respiración de las ballenas.

La joven no conocía el mar, y aquellos aromas extraños la dejaron desconcertada.

–¿Qué clase de olor es ese?

–Ese, mi señora, es el olor del bondadoso océano –contestó el buhonero, retirando la mano–. Jamás vi unas aguas tan azules como las del lugar del que procede, tan azules como... –clavó su propia mirada azul en los ojos de miel de la muchacha y se interrumpió, empezando a guardar la vela.

Era solo una treta, la más sencilla...



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