E-Book, Spanisch, 294 Seiten
Reihe: Literatura
Cesbron Perros perdidos sin collar
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-9055-659-7
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: PDF
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 294 Seiten
Reihe: Literatura
ISBN: 978-84-9055-659-7
Verlag: Ediciones Encuentro
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Francia, principio de los años 50. Toda una generación de chicos huérfanos de la Segunda Guerra Mundial o abandonados por sus padres a causa de las dificultades de la posguerra han sido marginados por la sociedad y recluidos en fríos y hostiles centros de menores.
Gilbert Cesbron describe magistralmente en esta novela, que le catapultó a la fama, la vida cotidiana de un grupo de estos chicos recluidos en un correccional, sus intereses, aspiraciones y sufrimientos, su búsqueda incesante de afecto y la construcción de su propia identidad a través de las grandes dificultades que han de atravesar.
Los chicos tienen a su lado al juez de menores Lamy, quien se ve llamado a la difícil tarea cotidiana de hacer que, en medio de un ambiente cargado de escepticismo y desesperanza, puedan emerger las semillas de generosidad, afecto y pureza que sólo una mirada llena de compasión es capaz de descubrir en estos chicos.
Escrito en un lenguaje crudo y directo, con tintes fuertemente dramáticos, el lector descubrirá la actualidad temática y estilística de esta obra, de cuya primera publicación se cumplen ahora 60 años.
Gilbert Cesbron nació en París el 13 de enero de 1913. Autor de tendencia social y pensamiento cristiano, destacó por su esfuerzo en conciliar ambos campos. Con un estilo casi periodístico, parte de la perspectiva cristiana para poner de relieve las injusticias sociales. Fue uno de los grandes novelistas de los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, e hizo incursiones en el teatro, de la que destaca especialmente la obra Son las doce, doctor Scheweitzer, publicada en español por Ediciones Encuentro, y que, como varias de sus novelas, ha sido llevada al cine. En 1978 recibió el Gran Premio de Literatura Ciudad de París en reconocimiento a su obra. Murió en París el 12 de agosto de 1979.
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Y de repente, Alain Robert vio un castillo, el primero de su vida... Sí, en la otra orilla y entre aquel polvillo de sol que todo lo envolvía, lejano, elevado y teatral, había un castillo con almenas, torreones, quizá también «matacanes». (¡Si al menos supiese lo que era aquello...!) ¿Qué caballeros y qué caballos vivían así en pleno París? —¡Deprisa, Alain Robert! —dijo el acompañante con tono cansado. (Desde aquella mañana a las cuatro, desde el timbre que le despertó, en la calle desierta, en la estación y en el vagón maloliente, no sabía más que repetir lo mismo: «¡Deprisa, Alain Robert!»)—. ¡Vamos! —repitió el conductor—, ¿qué pasa? Se volvió y vio al niño inmóvil: cejas fruncidas que se aproximaban; ojos negros y límpidos, labios entreabiertos como si fuese a hablar; no; como si acabase de llorar. Aquel muchachito de once años que no parpadeaba nunca, que en el tren, con las manos en los bolsillos y el cuello levantado, no había dormido un instante ni había hecho una sola pregunta, aquel chico extraño le intimidaba. —¿Allí? —preguntó Alain Robert, con la voz enronquecida de la madrugada, y levantó el brazo. (Solamente dos dedos salían de la manga, demasiado larga...)—. ¿Qué es eso? —El Palacio de Justicia. ¡Ven! —¿Qué hay dentro? —Ladrones, asesinos..., jueces. ¡Vamos, vamos, deprisa! Alain Robert imaginó enseguida subterráneos de tortura, patíbulos en cada piso, verdugos de caperuza roja, cuyas manos... El pitido de un remolcador lo resolvió todo. El muchacho corrió hasta el centro del puente para inclinarse sobre el remolcador cuando éste apareciera bajo el arco. Vio a otro niño de su edad tumbado en la popa de un barco, entre dos macetas de flores y una jaula de conejos. Sus miradas se cruzaron sin simpatía. «¿Y si yo me largase también?», pensó Alain Robert, apretando los puños dentro de sus desmesuradas mangas. —Mira —dijo el acompañante, que le había alcanzado—, mira un panorama célebre: ése es el Palacio de Justicia... A la izquierda, el Tribunal de Comercio y la Prefectura de Policía... Y allí, detrás, el Hôtel-Dieu, un hospital muy antiguo. Tribunal, Policía, Hospital: con tres palabras de adulto había construido un mundo de piedra en el que el chico respiraba mal y sentía el estómago vacío. «¡Oh, el barco, el niño acostado, tan lejos ya...!» Alain Robert levantó su rizada cabeza y se fijó en aquel tipo que hablaba con agradable sonrisa: sombrero, lentes, impermeable, un conjunto perfecto. ¡Un monumento entre los otros! ¿Por qué, sin embargo, su mano estaba caliente? —...Y el mercado de flores, que también es bastante pintoresco —concluyó el hombre. Pero el muchacho ya no escuchaba. Desde el mercado de flores un perro venía corriendo hacia ellos. Alain Robert sintió latir fuertemente su corazón antes de comprender por qué. Estirados la cabeza y el cuello, fija la mirada, aquel perro corría a paso ligero. Seguía recto hacia delante, con ciega obstinación. Sin embargo, en semejante encrucijada, tan movida, tan ruidosa, el paso insólito de aquel animal silencioso y apresurado parecía no asombrar más que a Alain Robert. El animal le rozó sin moderar la marcha. Su mundo se reducía a una estela de olor que le huía... Avanzaba con la boca abierta y la lengua colgante. Luego dudó un momento, pero sin detenerse, como un velero que cambia de rumbo. Atravesó la calle oblicuamente sin preocuparse por los carruajes, y uno de los agentes que guardan la entrada del Palacio de Justicia comenzó a observarlo. Alain Robert lo notó, frunció las cejas y apretó los labios; en aquel momento oía muy distintamente latir su corazón: ¿cómo no lo oía el tipo del impermeable...? El perro continuó su carrera por la otra acera, con falsa alegría, como si reconociese el camino. Dio así vuelta a la plaza y volvió a encontrarse en el mismo sitio. Entonces se detuvo, jadeante, y volvió la cabeza a un lado y luego al otro, con el mismo gesto de los moribundos. Y Alain Robert, que no lo había perdido de vista, se dio cuenta de que no llevaba collar... Desde entonces el muchachito se olvidó de respirar; hizo una gran inspiración ronca que le sacudió todo el cuerpo. —¿Qué pasa? —preguntó el acompañante, que explicaba con voz clamante en el desierto la fundación del hospital. —¡Nada! —respondió el niño con voz sorda—. Bueno, ¿y después de San Luis...? Quería estar tranquilo, y la tranquilidad de los niños existe cuando hablan las personas mayores. Acababa de comprender que aquel perro se había extraviado y que el bueno del animal también acababa de darse cuenta de ello; por eso quería que le dejasen tranquilo. —Pues bien, después de San Luis... El animal había vuelto a marchar, pero en sentido opuesto. Era un gran perro de pelo cobrizo con manchas blancas, muy delgado; la pelambre le flotaba en torno al cuerpo, como el ropaje suntuoso de un viejo rey destronado. ¡Una verdadera máquina de correr! «Vamos —supuso el muchacho—, sabrá hacerlo el tiempo necesario.» Pero no. El perro se paró otra vez y Alain Robert vio claramente que le temblaban las patas como si fuera a desmayarse. ¿Se estremecía, o era que el viento le corría por el pelaje? Volvió a andar, y súbitamente atravesó la misma calle casi por el mismo sitio. Esta vez por poco le aplasta un coche; Alain Robert levantó el brazo como para impedirlo desde lejos... El perro retrocedió, con el lomo doblado en movimiento de ola y mostrando una mirada humilde y temerosa. El agente lo señaló con el dedo e hizo una seña a sus dos colegas. —Oiga —preguntó bruscamente Alain Robert—, ¿qué hacen con los perros perdidos? —Pero... ¡eso no tiene ninguna relación! —respondió el otro, colocándose sus gafas. (Hablaba de la Santa Capilla.) —¿Qué les sucede? —La policía captura los perros vagabundos para llevarlos al depósito. —¿Y allí los... recogen? —Su voz temblaba de ansiedad. —Los sacrifican. —Ah, bien... Pero... ¿a quién? —preguntó después de un momento. —¿Cómo? —¿A quién los sacrifican? —Se había dejado coger en el lazo de las grandes palabras. —Sacrificar quiere decir matar —dijo el hombre. Y parecía dichoso por pertenecer a la clase de personas que dicen «sacrificar» en vez de «matar». —¡Los matan! —gritó casi Alain Robert—. Pero ¿qué han hecho? —Es cuestión de orden; los perros vagabundos son peligrosos para el orden... Éste debía de ser también el parecer de los agentes. Alain Robert los vio agruparse y desplegar sus esclavinas como pájaros nocturnos. Con terrible naturalidad se dirigieron hacia el perro, que con los flancos temblorosos se había parado no lejos de ellos. Veía aproximarse a los hombres azules, los olfateaba, tendía imperceptiblemente el cuello hacia ellos. Su cola se movía; Alain Robert se sintió agobiado por la vergüenza. Lo que siguió tardó menos tiempo en suceder que lo que se tarda en leerlo. El hombre del impermeable vio echar a correr al muchacho y se quedó cortado en la expresión «encaje de piedra»; sí, correr y cruzar a ciegas la calle, como el perro. Al mismo tiempo que corría, el chiquillo hurgaba en su bolsillo izquierdo —el frasquito de esencia..., baratijas..., una castaña..., ¡no era eso!—; después, en el derecho. Allí encontró un largo bramante, que desenredó. Los agentes habían acabado su maniobra y tenían cercado al animal. Alain Robert penetró en el círculo y —«¡qué importa que me muerda!»— tendió su mano hacia el animal. —¡Vaya, vaya! ¿Qué haces aquí? —preguntó con tono jovial, tratando de anudar la cuerda alrededor del cuello, tan delgado; pero sus manos temblaban demasiado—. ¡Se... ha escapado! —explicó. —¿Ah, sí? Era un verdadero duelo de hipocresía: los agentes fingían creer que el perro pertenecía realmente a aquel chiquillo de zapatos demasiado ordinarios y de ropa excesivamente larga: un chiquillo patibulario, como el perro. El hombre del impermeable se presentó para estropearlo todo, utilizando justamente las mismas palabras: —¡Vaya, vaya! ¿Qué haces aquí? El perro comprendió antes que nadie; con el mismo movimiento de poco antes delante del carruaje, retrocedió, alejándose de los hombres de azul. De dos presas, los guardias escogieron la menos protegida; abandonaron a Alain Robert y corrieron tras el perro. —¡No, no! —gritó Alain Robert, sepultando sus manos en las mangas de la gabardina—. ¡Van a cogerlo! Es necesario... ¡No sé! Es preciso... ¡Oh, mire! En el momento en que los agentes iban a alcanzarlo —el animal ya estaba inmóvil, con las orejas gachas, la cola caída y temblorosa—, se le reunió otro perro. Venía del muelle del Reloj: era un perro lobo sin collar, pero también extraviado desde poco antes; con un día o dos por lo menos de vagabundeo en las patas. Enseñó los dientes, aunque sin gruñir ni moderar el paso; los hombres se apartaron y los dos animales se fueron juntos, igualando la marcha, hacia los muelles. «¡Se han salvado! —pensó Alain Robert—. Salvados, estoy seguro... Porque llegó el otro..., porque son dos...» Salvados porque son dos... Pero el secreto de los perros perdidos, ¿no es también el de los niños abandonados? Alain Robert no sabía que en aquel mismo instante, al lado opuesto de aquella ciudad desconocida, Marco se disponía a reunirse con él. Marco... ¡Pero paciencia! El Destino que conduce uno hacia otro a los niños...