Cholmondeley | Un guiso de lentejas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 488 Seiten

Cholmondeley Un guiso de lentejas


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17834-45-6
Verlag: NOCTURNA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

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ISBN: 978-84-17834-45-6
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Una novela protofeminista sobre la emancipación de la mujer en la Inglaterra de 1899 'El hombre ha pronunciado muchas palabras sarcásticas sobre la amistad de las mujeres, y no a causa de los celos. La opinión consolidada de la mayoría de los hombres sobre este tipo de devoción podría resumirse en las palabras 'mantente ocupada hasta que yo llegue''. Así arranca uno de los capítulos de esta novela cuya publicación, en la Inglaterra posvictoriana, causó un escándalo por plantear cuestiones como la emancipación de la mujer. A la manera de una Jane Austen al alba del siglo XX, esta discípula de Henry James narra un episodio de la vida de dos amigas desde la infancia cuyos diferentes rumbos -la una es escritora y la otra, joven heredera- se enfrentan al provincianismo del entorno rural, así como al esnobismo de la sociedad londinense a través del amor a la escritura, por un lado, y la búsqueda del amor verdadero, por otro.

Mary Cholmondeley (Inglaterra, 1859) publicó su primer libro en 1886, aunque no usó su nombre real hasta Diana Tempest (1893), que se adelanta al movimiento feminista New Woman. El éxito le llegó con Un guiso de lentejas (1899; Nocturna, 2019), cuya fantástica acogida le granjeó la admiración en todos los círculos literarios y amistades como la de Henry James. Posteriormente publicaría obras como Un inconveniente (1902), Prisoners (1906) o La polilla y la herrumbre (1912). Murió en 1925 sin haberse casado y dejando un legado literario que retrata las ansias de independencia de la mujer de la época.

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Capítulo I En la tragedia, ¡Dios sabe que los villanos no tienen razón de ser! Son las pasiones las que determinan la trama: Lo que nos traiciona es la falsedad interior.GEORGE MEREDITH2 «No puedo salir», decía el estornino de Sterne asomándose por entre los barrotes de su jaula. «Yo saldré», se dijo Hugh Scarlett, que no veía ningún barrote, pero tenía cierta sensación de que había una jaula. «Yo saldré», repetía mientras su cabriolé le trasladaba raudo desde la casa de Portman Square, donde había cenado, a esa otra casa de Carlton House Terrace, adonde sus pensamientos habían viajado antes que él adelantándose al ti-tloc, ti-tloc, ti-tloc del caballo. Era una calurosa noche de junio. Se había retirado el gabán y la multitud de transeúntes que había en la calle podría ver, si le hubiera interesado, «el espejo de la cultura»3 con forma de chaleco y pechera de camisa blancos, coronados por el semblante bien parecido e irritado de su propietario, recostado en el asiento y con el sombrero inclinado sobre los ojos. Ti-tloc, ti-tloc, ti-tloc, proseguía el caballo. En un cuarto de hora se pueden condensar infinidad de pensamientos, sobre todo si se lleva evitándolos mucho tiempo. «Yo saldré», volvía a decirse con un gesto de impaciencia. La intriga común y corriente que hacía un año le resultara tan novedosa y atractiva estaba empezando a cansarle. No lo reconocía ante sí mismo, pero se había cansado de ella. Tal vez la razón por la que las resoluciones concluyentes se han granjeado una reputación tan pésima como la de los adoquines resida en que no suelen ser consecuencia del arrepentimiento, sino de la agitación que acosa a un placer evanescente. Esta relación había sido, en alternancia, su orgullo y su bochorno durante muchos meses. Pero ahora se le estaba convirtiendo en otra cosa, que es lo que siempre había sido, aun cuando no se hubiera dado cuenta hasta hacía muy poco: en unas cadenas, en un obstáculo, en algo fastidioso de lo que había que librarse y apartar de la vista. Definitivamente, había llegado el momento de la resolución concluyente. «Le pondré fin —volvió a decirse—. Gracias a Dios que ni un alma se lo ha imaginado jamás». ¿Cómo podría haberlo imaginado algún alma? Recordó el día en que, un año antes, la conoció y vio en ella tan sólo a una mujer bonita. Recordó otros días y la paulatina construcción entre ambos de un palacio de ensueño. Él colocó una piedra aquí, ella otra allá, hasta que, se convirtió… en una prisión. ¿Había sido él quien la había tentado o se había limitado a sucumbir él a la tentación? No lo sabía. No le importaba. Sólo quería salir de allí. Sus mejores sentimientos y su conciencia se despertaron con el primer roce del cansancio. El breve capricho siguió su devenir. Se le había arremolinado y descentrado el juicio —él decía que se le había arremolinado, pero, en realidad, sólo se había modificado un poco—, había recorrido su órbita vertiginosa y ahora el hilo de sujeción le había devuelto al punto desde el que había partido, es decir, el de que no era más que una mujer bonita. «Romperé con ella poco a poco», se dijo como el principiante que era, y proyectó ante sí imágenes mezquinas en las que ella lo maltrataba, le reprochaba cosas, probablemente comprometiera su reputación…, las cartas que ella le escribiría. Por encima de todo, no debía leerlas. ¡Oh! ¡Qué cansado estaba ya de antemano de todo eso! ¿Por qué había sido tan necio? Contemplaba el fin de la relación como un mal marinero contempla un trayecto marítimo inevitable al final de una singladura. Era necesario recorrerlo, pero la perspectiva de padecerlo le llenaba de repulsión. Una berlina le adelantó presurosa, deslizándose sobre sus silenciosas ruedas, y la mujer que viajaba en su interior captó un destello del rostro altivo, rasurado, mitad brutal y mitad taciturno del interior del cabriolé. «Ira, impaciencia y remordimiento», se dijo ella mientras terminaba de ajustarse los guantes. «Gracias a Dios que ni un alma se lo ha imaginado en ningún momento», repetía Hugh con fervor mientras el cabriolé empezaba a frenar de repente. Instantes después, Hugh tomaba la mano de Lady Newhaven, que estaba de pie en la entrada del salón ambarino junto a un bosquecillo de orquídeas rosas. Departió un instante, saludó a Lord Newhaven y prosiguió para adentrarse en los salones abarrotados. ¿Cómo podría alguien haberlo imaginado? Jamás había rozado a Lady Newhaven el menor hálito de escándalo. Era una mujer muy hermosa, vestida de satén blanco con diamantes, de pie junto a sus orquídeas rosas, cerca de su esposo, un hombre con mirada de fatiga y modales caballerosos. Tal vez su cabello rubio fuera cerca de la raíz un tono más oscuro que en las puntas onduladas; tal vez sus ojos azules no armonizaran del todo con las pestañas azul marino; pero el efecto en su conjunto exhibía la exquisita perfección convencional de un fotocromo retocado con destreza. Como es natural, los gustos difieren. A algunas personas les gustan los fotocromos y a otras, no. Pero incluso quienes sienten agrado son propensos a acabar distanciándose de ellos. Puede ser que despierten cariño o admiración, pero nunca fidelidad. En su momento, la mayoría hemos fijado en nuestras paredes clavos que, si bien ahora sostienen con decoro los grabados y aguafuertes de etapas de mayor madurez, fueron en todo caso clavados originalmente para sostener los apreciados y hace mucho tiempo desechados fotocromos de nuestra juventud más alocada. El sol de diamantes que descansaba sobre el pecho de Lady Newhaven se estremeció un poco, un poquito, cuando Hugh la saludó, tras lo cual ella se volvió para brindar la misma sonrisilla y la mano enguantada al siguiente invitado, cuyo nombre se adelantaba saltando de lacayo en lacayo. —El señor Richard Vernon. Los grandes ojos azules de Lady Newhaven miraron con vaguedad. Su mano vaciló. Ese hombre de complexión fuerte y mal vestido, con el rostro muy bronceado y surcado de cicatrices profundas y la boca torcida, le era desconocido. Lord Newhaven se adelantó a toda prisa. —¡Dick! —exclamó, y Dick disparó una inmensa mano de color caoba para estrechar con calidez la de Lord Newhaven. —Maldita sea —dijo una vez que Lord Newhaven le presentó a su esposa—, que me ahorquen si sabía quién eras. Recogí tu invitación en el club ayer, cuando desembarqué, así que decidí venir y ver quién eras. Y resulta que, después de todo, eres tú, Cackles4. —La costumbre de Lord Newhaven de guardar silencio le había valido el apodo de «Cackles»—. Pensé que iba a entrar…, bueno…, ejem…, en sociedad. No sabía que tuvieras título. ¿Cómo averiguaste que estaba en Inglaterra? —No lo averigüé, mi querido amigo —respondió Lord Newhaven llevando a un lado con amabilidad a Dick, cuya espalda obstaculizaba sin reparo la afluencia de nuevos invitados—. Me agrada…, bueno, estoy encantado de verte. ¿Qué tal van los vinos? Pero supongo que en la lista de mi esposa debe de haber otros Dick Vernon. ¿Has traído la invitación? —Más bien —contestó Dick— la llevo siempre desde que me echaron del baile de un minero en Broken Hill por haberla olvidado. Recuerdo que en ella se decía: «No se permitirá la entrada a los caballeros que asistan con cuello postizo». Un acordeón y velas en botellas. Excelente, mientras duró. Me hubiera gustado que estuvieras. —Ojalá hubiera estado. El ojo cansado y medio cerrado de Lord Newhaven se entreabrió un poco. —Pero parece que tuvo un final desafortunado. —En absoluto —corrigió Dick mientras volvía la cabeza para observar a los recién llegados—. Bonita joven, esa; echaré un vistazo enseguida a toda la cohorte de ellas que lleguen. El día siguiente vinieron a decirme que había sido un error, pero hubo cuatro o cinco tullidos que lo descubrieron la noche anterior. Aquí está la invitación. Lord Newhaven la miró con atención y, acto seguido, estalló en una carcajada. —Es de hace cuatro años —dijo—. Debí de añadirte a la lista de mi madre sin saber que te habías marchado de Londres. Es su caligrafía. —Llegó un poco tarde —señaló Dick con tranquilidad—, pero por fin estoy aquí. Ahora, Cack… Newhaven, ya que ese es tu nombre aristocrático…, como estoy aquí, haz desfilar a unas cuantas ricas herederas, ¿quieres? Me gustaría llevarme un par de ellas. Oye…, ¿debería ponerme los guantes? —No, no. Déjalos prendidos en tu magnífico porte, como los llevas ahora. —Gracias. ¿Supongo, viejo amigo, que voy bien así? Hace cuatro años que no me meto en un traje de noche. A Dick le quedaban cortos los pantalones y se los había anudado con la corbata blanca haciéndole una cinturilla. Lord Newhaven había reparado en ambos detalles antes de reconocerlo. —Lo bastante —dijo con presteza—. Bueno, ¿quién va a ser la afortunada mujer? El ojo de halcón de Dick se paseó por la multitud del segundo salón, ante cuya entrada se encontraba. —Esa —dijo—, la joven alta del vestido verde que está hablando con el obispo. —Tienes un ojo maravilloso para las herederas. Has escogido a la más importante de Londres. Es la señorita Rachel West. Dijiste que querías...



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