E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Sauce
Contreras Molina El cristo de San Damián
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-288-2651-8
Verlag: PPC Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 192 Seiten
Reihe: Sauce
ISBN: 978-84-288-2651-8
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Francisco Contreras Molina era misionero claretiano y catedrático de Sagrada Escritura. Enseñaba escritos joánicos en la Facultad de Teología de Granada. Autor de numerosos libros, su obra escrita se reparte entre los campos de la exégesis y la poesía. En PPC ha publicado: 'El Cristo de San Damián' (2005, 2ª ed.), 'Apocalipsis' (2005), 'La Virgen del Perpetuo Socorro' (2006), 'El Señor resucitado y María Magdalena' (2009) y, póstumamente, 'El cáncer me ha dado la vida' (2009) y 'Confesiones de un cura rural' (2010). Falleció en mayo de 2009.
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INTRODUCCIÓN
CONTEMPLAD EN EL ICONO A CRISTO, NUESTRA ALEGRÍA
Y NUESTRO TESORO. CONTEMPLADLO Y QUEDARÉIS RADIANTES
Esta invitación forma parte de un salmo que tratamos de proyectar sobre el Cristo de San Damián:
Contempladlo y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará...
Gustad y ved qué bueno es el Señor:
dichoso el que se acoge a él (Sal 34,6.9).
Quien contempla al Señor se impregna de resplandor (tal es la significación del verbo hebreo nahar); como Jerusalén, ciudad iluminada por una nueva aurora (Is 60,5). Ya no puede estar triste o avergonzado, como «eclipsado al irse el sol» (verbo hebreo hapar; Jr 15,9; Miq 3,7). Se siente libre de toda sombra, porque una nueva luz inunda su rostro y alegra su corazón.
El salmo incita a una experiencia profunda del Señor: verificar la aplicación de los sentidos, conforme a la doctrina del franciscano san Buenaventura. El gusto quiere decir discernimiento o sabiduría, y la sabiduría es el sabor de la fe. Se trata de una experiencia de fe sabrosa. Se nos exhorta a apreciar y paladear la bondad del Señor (Sal 25,7; 145,7). Y no solo la bondad, sino su hermosura, pues el adjetivo hebreo tob no significa solo “bueno”, sino también “hermoso”.
Nuestra contemplación constituye un acto de fe. Nos unimos a la confesión creyente de la Iglesia y recitamos lo que proclamamos en nuestro Credo: que Cristo fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Pregonamos por entero el misterio pascual de Jesucristo.
Nos asociamos también al momento que vive la Iglesia. ¡Qué oportunas resultan las palabras del papa Juan Pablo II en su carta apostólica Novo millennio ineunte, que se concentran en estas: «En el rostro de Cristo, ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría». Antes de remar mar adentro, la Iglesia necesita contemplar el rostro de Cristo para ser santa y realizar su misión:
Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ver”. ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle negado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo, ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8) (nn. 16.28).
En comunión con la Iglesia, hemos de contemplar el icono de San Damián. No es un Cristo impasible. No es un espectro ni un fantasma. No es solo una espléndida obra de arte para admirar sus proporciones y armonía. Dentro de la fe eclesial descubrimos a Alguien, un ser vivo, que está derramando su sangre caliente, que sufre pasión por todos nosotros, por ti, por mí... el Hijo de Dios, que nos ama tanto –en el presente– y que no puede dejar de amarnos –en el futuro–, que nos ha purificado de nuestras miserias y pecados, que ha hecho de nosotros seres a su imagen, llenos de belleza y dignos de ser amados, un pueblo libre, una dinastía de reyes y sacerdotes, para transformar este mundo y acercar a todos los hombres a la casa del Padre (cf. Ap 1,3-5).
Así, con acentos de arrebatado amor, rezaba santa Clara ante la imagen del Cristo de San Damián, tras contemplarlo durante muchos años hasta el momento de su muerte:
Dichosa, en verdad, aquella a la que se le ha dado gozar
de este sagrado banquete
y apegarse con todas las fibras del corazón a Aquel
cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales;
cuyo amor enamora, cuya contemplación reanima,
cuya benignidad llena, cuya suavidad colma,
cuyo recuerdo ilumina suavemente,
cuyo perfume hará revivir a los muertos,
cuya visión gloriosa hará dichosos
a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial:
él es esplendor de la gloria eterna,
reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancha.
Mira, pues, diariamente este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa constantemente en él tu rostro, para que puedas así engalanarte toda entera, interior y exteriormente, envuelta y ceñida con variedad de galas, y adornada, como corresponde a la hija y esposa amadísima del Rey sumo, con las flores y los vestidos de todas las virtudes. Pues bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar, con la gracia de Dios, en todo el espejo (Cuarta carta de santa Clara a Inés de Praga).
CONTEMPLAR LA BELLEZA DE AQUEL QUE NOS LLAMA
Como Dios en el monte Sinaí ha atraído a su pueblo –«Mirad que os he llevado sobre alas de águila y os he atraído hacia mí»–, así Jesús tira de nosotros desde la alta cruz: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Vamos presurosos a Cristo, porque él nos arrastra. En la cruz resplandece la luz de su amor expresado hasta el final o hasta la muerte. Mirando al Crucificado, tal como rezamos durante la eucaristía, «proclamamos la obra de su amor». Él es la belleza del amor crucificado, y la belleza seduce y arrastra. Belleza se dice en griego kalisté, proviene del verbo kaleo, que significa llamar. La belleza llama atrayendo: la suprema belleza, que es Cristo, nos seduce y atrae. Justamente Cristo es poimen ho kalos, «pastor bueno y hermoso» (Jn 10,1). Habla a sus ovejas y estas escuchan su voz. Es nuestro Pastor –«Pastor, que con tus silbos amorosos...»–, que no cesa de llamarnos.
Contemplamos el icono. Cristo posee irresistible poder de fascinación. Su imagen no resulta repugnante ni repulsiva. En absoluto puede aplicársele lo que afirma Isaías del Siervo de Yahvé: «Varón de dolores ante quien se vuelve el rostro» (Is 53,3). Al contrario, nuestra mirada se dirige con complacencia hacia él. En el icono –como tendremos ocasión de contemplar con frecuencia– se muestra pletórico de hermosura y dechado de belleza cautivadora. Nos invita a arrimarnos a él, a formar juntos un racimo de hermanos.
Todos sus gestos y postura son un reclamo para que nos acerquemos. Mantiene siempre los brazos abiertos y alargadas hasta la desmesura las dos manos, mantiene su mirada, asimismo acogedora; todo su cuerpo es puro ademán para el abrazo. Por tres veces nos dirige esta apremiante invitación: “Venid”. Como Jesús de Nazaret en su vida terrena, como Cristo resucitado en la gloria, como Señor y Dueño de la historia en la última aparición.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,28-30).
Melitón de Sardes, en su célebre homilía pascual, nos muestra el celo apasionado de la llamada de Jesús resucitado a todos los pueblos de la tierra. En él encontramos la gozosa plenitud de la salvación y de la vida:
Venid, pues, todas las familias de los hombres amasadas en el pecado y recibid el perdón de los pecados.
Porque yo soy vuestro perdón, yo la pascua de salvación,
yo el cordero inmolado por vosotros, yo vuestro rescate,
yo vuestra vida, yo vuestra resurrección,
yo vuestra luz, yo vuestra salvación,
yo vuestro rey. Yo os conduzco hasta las cumbres de los cielos.
Yo os mostraré al Padre, que existe desde los siglos.
Yo os resucitaré por mi diestra.
Por fin acontece la venida definitiva. Cristo, nuestro Rey y Señor, nos sitúa en un puesto de predilección, a su diestra, para recibir la posesión de su reino; quiere que reinemos con él eternamente. Solo nos pide una condición: tomar...