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E-Book, Spanisch, Band 129, 412 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Craveri Amantes y reinas
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19207-13-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
El poder de las mujeres
E-Book, Spanisch, Band 129, 412 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-19207-13-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
«Este impecable ensayo de Benedetta Craveri se lee como la gran novela erótica de la monarquía francesa de los siglos XVI-XVIII vista a través de las vidas de reinas y favoritas». Il Corriere della SeraCraveri narra con maestría la astucia y destreza con que reinas y favoritas crearon alianzas, repartieron favores y castigos, aparecieron y desaparecieron de la escena en el momento justo, para así definir el rumbo de la historia. La historia de mujeres como Gabrielle d'Estrées o Madame du Barry, Ana de Austria o María Antonieta, amantes y reinas que convirtieron su supuesta debilidad en un instrumento de dominio. Durante siglos se ha predicado que confiar a una mujer cualquier responsabilidad de gobierno sería «algo que repugnaría a la naturaleza [...], un trastocamiento del recto orden y de todo principio de justicia». Sin embargo, especialmente en la Francia del Antiguo Régimen, las mujeres se han arrogado ese poder, haciendo vanas en la práctica las leyes y las costumbres que se lo negaban. La más destacada de todas fue Catalina de Médicis, que durante treinta años logró mantener intacta la autoridad real. Pero junto a las reinas -y a menudo al mismo tiempo y en antagonismo con ellas- otras mujeres ejercieron, en los siglos anteriores a la Revolución, una enorme influencia sobre los equilibrios políticos internos y externos de la monarquía francesa: las poderosísimas amantes reales, quienes tuvieron que aprender a utilizar la astucia, a corromper, a castigar... y a salir de escena en el momento justo. Un recorrido imprescindible que reafirma, con el rigor y la destreza narrativa de Craveri, la repercusión y relevancia que ejercieron las mujeres en momentos tan convulsos como definitorios de la historia.
Benedetta Craveri (Roma, 1942), nieta del gran filósofo Benedetto Croce, es una estudiosa de la literatura francesa y de la sociedad del siglo XVIII. Siruela ha publicado Madame du Deffand y su mundo (2005), que recibió el premio Viareggio Rèpaci al primer ensayo y fue finalista del premio Giovanni Comisso; María Antonieta y el escándalo del collar (2007) y Los últimos libertinos (2018), finalista del premio Viareggio Rèpaci en 2016. La cultura de la conversación (2007) obtuvo los premios Saint-Simon y Mémorial de la ville d'Ajaccio.
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El poder de las mujeres
En 1586, el célebre jurista francés Jean Bodin no vacilaba en confinar a las mujeres a los márgenes de la vida civil, sosteniendo que «era preciso mantenerlas alejadas de todas las magistraturas, los lugares de mando, los juicios, las asambleas públicas y los consejos, para que se ocupen solamente de sus faenas mujeriles y domésticas». Agarrándose a una doble herencia cultural –la grecorromana y la judeocristiana–, el gran teórico de la soberanía del Estado absoluto moderno confirmaba una convicción tan antigua como la sociedad occidental. En toda Europa, en consideración a la debilidad intelectual, moral y psíquica inherente a su naturaleza, se excluía a las mujeres del poder; sólo los hombres eran ciudadanos de pleno derecho, sólo a los hombres les estaba permitido reinar. Costumbres y leyes no siempre habían sido tan desfavorables al sexo débil; no mucho tiempo antes, dentro del sistema feudal francés, las mujeres habían gozado de un trato menos punitivo. Hasta el siglo XIV, en efecto, en ausencia de cabeza de familia hacían las veces de tal y tenían la facultad de heredar títulos y feudos, gobernando sus tierras ellas mismas. Valga como ejemplo el caso de Ana de Bretaña, que, casada primero con Carlos VIII y después con Luis XII, y por tanto reina de Francia por dos veces, nunca había dejado de supervisar personalmente la administración del ducado que había llevado como dote a la corona francesa. De manera similar a las mujeres de la nobleza, también las de la burguesía y las del pueblo habían tenido en el pasado una mayor libertad de acción, empezando por el derecho a ejercer legalmente los oficios más variados, a practicar la caridad y la asistencia a los pobres en los hospitales y en las calles, a organizarse en comunidades y conventos de beguinas, dando vida a movimientos espirituales y fundando órdenes religiosas y monasterios. Al estar ligados a la sociedad feudal, estos márgenes de autonomía femenina se redujeron con el Renacimiento. En el transcurso del siglo XIV (dentro de un profundo cambio, que tenía sus raíces en el siglo anterior, en el modo de plantear la política y las instituciones, en el cual la noción de «res publica» fue sustituyendo progresivamente al concepto medieval de linaje, como la autoridad del rey a la del señor) empezó a abrirse camino una nueva concepción de la familia. Ésta aparecía ahora como el fundamento en el que se apoyaba el edificio del Estado moderno, aún más, era una especie de república a escala reducida, gobernada por el cabeza de familia y a modo de perfecto reflejo de la otra. Su estabilidad, su equilibrio y su autonomía eran por ello de vital importancia tanto para la esfera privada como para la pública, y los legisladores no escatimaron recursos sagaces para ponerla al abrigo de las posibles amenazas –la irracionalidad, la responsabilidad, la inconstancia– derivadas de la naturaleza femenina. Similar a un Jano bifronte, la mujer del siglo XVI mostraba, efectivamente, un rostro angélico y otro diabólico, podía inducir a la elevación espiritual o a la perdición moral; en todos los casos, representaba un enigma. Entre quienes se inclinaban por una concepción demoníaca de lo femenino se encontraba, por ejemplo, Jean Bodin, que en la Demonomanie des sorciers, publicada en 1580, acusaba a las hijas de Eva de perseverar en sus propósitos subversivos y de estar confabuladas con Satanás. En la guerra preventiva contra las insidias del sexo débil se consideraba necesario someter completamente a la mujer a la autoridad masculina y circunscribir su radio de acción a la esfera doméstica. De esta manera se sacrificaban en aras del orden familiar no sólo su libertad sino también su misma persona jurídica, ya que no tendría otra identidad que la de hija, esposa o viuda (solamente la viudez le garantizaría, por lo demás, una cierta autonomía civil). En su interpretación literal, la «incapacidad femenina» significaba que, sin la autorización de sus parientes masculinos o del rey, las mujeres apenas poseían una personalidad jurídica autónoma. Una esposa no podía, por ejemplo, disponer libremente de sus propios bienes, asumir un compromiso ni prestar testimonio. No obstante, allí donde el equilibrio de la institución matrimonial lo hacía necesario, se permitía a la esposa, a la madre y sobre todo a la viuda redactar documentos –testamentos, donaciones, legados– que eran en todo caso sometidos al control de las leyes. La defensa de la institución familiar no podía prescindir, sin embargo, de tutelar en cierto modo la dignidad de la esposa, puesto que el vínculo matrimonial la colocaba en el centro de la vida doméstica. Una mujer, por tanto, debía ser tratada con respeto y, en el plano material, estaba protegida por la comunidad de los bienes y por el douaire, una especie de renta o ingreso vitalicio que garantizaba su autonomía económica en caso de fallecimiento del marido. A cambio, juristas, moralistas y hombres de Iglesia coincidían en exigirle obediencia, modestia, castidad, parsimonia y discreción y no dejaban de preguntarse cuáles eran los métodos educativos más adecuados para desarrollar estas virtudes. Pero ¿cuál era el género de educación deseable? Débil y limitada, ¿era capaz la inteligencia femenina de acceder al orden racional? Y el saber ¿no corría el riesgo de alentar defectos congénitos en la naturaleza de las hijas de Eva como la curiosidad y el orgullo? La primera en alzar una voz de protesta fue, a comienzos del siglo XV, Christine de Pisan, la cual sostenía que bastaría con mandar a la escuela a las niñas para que su inteligencia se desarrollase tanto como la de sus coetáneos. Un siglo después, Montaigne, aun dando prueba de una actitud mucho más liberal que la mayor parte de sus contemporáneos hacia el sexo débil, seguía estando íntimamente convencido de la superioridad intelectual masculina y se limitaba a observar que el estudio de la historia o de la filosofía podía ayudar a las mujeres a soportar las injusticias y las prevaricaciones de las que eran víctima por parte de los hombres. No había, por el contrario, resignación sino amargura en el grito que lanzó en 1626 Marie de Gournay, su fille d’alliance, en el Grief des dames: «Afortunado tú, lector, si no perteneces a ese sexo al que, privado de la libertad, le están vedados todos los bienes, al igual que casi todas las virtudes. No podría ser de otro modo, puesto que le es negado el acceso a los cargos, a los empleos y a las funciones públicas, es decir, al poder, porque es en el ejercicio moderado de éste como se forman en su mayor parte las virtudes. Un sexo al cual, como única felicidad, como únicas y soberanas virtudes, se le dejan la ignorancia, la servidumbre y la facultad de hacerse pasar por estúpido, si este juego le complace». Dentro de la gran renovación espiritual promovida por la Contrarreforma, y aunque fuera en controversia con los protestantes que animaban a los fieles, sin distinción de sexo, a leer directamente los textos sagrados, la Iglesia católica se vio obligada a afrontar los problemas de la educación de las mujeres, elaborando una pedagogía inspirada en el culto mariano, que, de tratado en tratado, perseguía un único objetivo: neutralizar el elemento oscuro y demoníaco que se halla al acecho en la naturaleza femenina y, tomando como modelo las virtudes encarnadas por la Virgen María –la pureza, la dulzura, la caridad–, preparar a las muchachas destinadas a vivir en el mundo para realizar felizmente su vocación de esposas y madres cristianas. En la Francia del siglo XVI, sin embargo, el empeoramiento de la condición de la mujer en el plano jurídico y religioso coincidió con una primera e indiscutible afirmación de su prestigio intelectual. Siguiendo el modelo de De claribus mulieribus de Boccaccio, traducido en Francia a petición de Ana de Bretaña, esposa de Carlos VIII, nació también en Francia una tradición literaria, que habría de gozar larga fortuna, centrada en el elogio de la femme forte y de la femme savante. Se trataba de una literatura encomiástica, encaminada sobre todo a rendir homenaje a princesas y damas ilustres, de mano casi exclusivamente masculina; no obstante, su éxito fue testimonio de la existencia de un público femenino. Un público de lectoras pertenecientes a las élites aristocráticas y burguesas que exigían a la literatura, y de manera especial a la reflexión moral, a la poesía y a la novela, una imagen idealizada de la mujer en la que poder por fin reconocerse. Pero la verdadera novedad de este «renacimiento» a lo femenino la constituyó la entrada del sexo débil en la liza literaria. En la Edad Media había habido más de una escritora famosa, pero «nada, en sus discursos, dejaba traslucir la conciencia de una “especificidad”». A la inversa, a partir de la obra póstuma de Christine de Pisan, Le Tresor de la cité des dames, aparecida en 1497, el pequeño grupo de autoras cincocentistas –mencionaremos al menos los nombres de Pernette du Guillet, Louise Labé, Catherine y Madeleine des Roches y, al final del siglo XVI, Marie le Jars de Gournay– compartía un único proyecto, cuya intención no escapaba a sus contemporáneos: plantar cara al casi total monopolio masculino de la escritura y tomar directamente la palabra para hablar de modo más o menos velado de sí mismas, de sus gustos, de sus sentimientos, de sus aspiraciones más profundas. Desde un principio, sin embargo, las escritoras (con la salvedad de...