E-Book, Spanisch, 136 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
Cruz Ser sin tiempo
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-254-3862-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 136 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
ISBN: 978-84-254-3862-2
Verlag: Herder Editorial
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En el mundo actual la experiencia de la temporalidad ha sufrido una notable mutación, hasta el punto de que podría hablarse de un ocaso de la misma. Hemos perdido la experiencia de la duración, de la demora, que ha sido sustituida por la sucesión ininterrumpida de intensidades puntuales.
Según Cruz, todo ello es consecuencia del triunfo de un modelo de vida en el que el tiempo es un obstáculo, algo que se debe reducir al máximo hasta, de ser posible, hacerlo desaparecer. Así, de nuestro imaginario colectivo se ha eliminado la idea de los proyectos a largo plazo, quedando ocupado su lugar por el cortoplacismo más riguroso. Pero con un matiz importante: si el hombre contemporáneo se ha quedado sin ningún telos por el que apostar, ha sido precisamente porque dispone de demasiados, lo cual ha acabado por generar en él un atolondramiento esterilizador.
Manuel Cruz (Barcelona) es Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y director de lacolección 'Pensamiento Herder'. Ha sido profesor visitante en diversas universidades europeas y americanas, así como investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid). Autor de más de una veintena de títulos (algunos de ellos traducidos a otros idiomas) y compilador de casi idéntico número de volúmenes colectivos, ha sido galardonado con los premios Anagrama de Ensayo 2005 por su libro Las malas pasadas del pasado, Espasa de Ensayo 2010 por Amo, luego existo y Jovellanos de Ensayo 2012 por Adiós, historia, adiós. Su último libro se titula Una comunidad ensimismada (2014). Colabora habitualmente en la prensa española y argentina.
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¿EN QUÉ SE RECONOCE A UN FILÓSOFO? La filosofía no es más que nostalgia, la necesidad de sentirse en casa en cualquier sitio.
Entonces, ¿a dónde nos dirigimos? Siempre a casa. NOVALIS Una definición apresurada de filósofo, que al tiempo pudiera servir de respuesta tentativa a la pregunta que da título al presente capítulo, acaso podría ser la siguiente: «Filósofo es alguien a quien todo el tiempo le andan formulando la misma pregunta: “¿para qué sirve la filosofía?”». Cabría afinar más la definición, claro está, e incorporar matices que perfilaran mejor la idea, aunque fuera a costa de su contundencia. Así, también se podría enunciar esto mismo —intentando el difícil ejercicio de mirar de reojo, a la vez, a Jorge Luis Borges y a Thomas S. Kuhn— con más palabras: «Filósofo es alguien tenido por tal en su sociedad, que, en cuanto alcanza un determinado nivel de visibilidad o notoriedad pública, empieza a recibir sistemáticamente la pregunta «¿para qué sirve la filosofía?». Nada sustancial cambiaría en la versión extendida, salvo que, tal vez, permitiría comprender con facilidad el contenido de lo que se estaba intentando expresar. Posiblemente no constituya una definición de una gran potencia heurística, esto es, es posible que no sirva para avanzar en el conocimiento, descubrir aspectos insospechados de los asuntos que nos conciernen o proporcionar soluciones de ningún tipo a nuestros problemas más importantes. Pero sí posee valor descriptivo, como lo prueba el simple hecho de que, sin duda, los profesionales de la filosofía se reconocerán en la experiencia de haber sido reiteradamente preguntados en el sentido indicado. Y ya se sabe que con una buena descripción, tenemos buena parte de nuestras dificultades teóricas resueltas o, por lo menos, bien encaminadas hacia su resolución. Constatemos, por lo pronto, que, a pesar de su apariencia, la pregunta (en sus dos versiones) está lejos de ser obvia o trivial. Ni al más bisoño de los periodistas se le ocurre preguntarle al físico nuclear para qué sirve la física, al médico para qué sirve la medicina o al arquitecto para qué sirve la arquitectura. Y si alguien objetara que los ejemplos seleccionados son tendenciosos (y, en la misma medida, irrelevantes) porque en esos casos la aplicación práctica de tales saberes resulta del todo evidente, podríamos replicar aportando ejemplos análogos del ámbito de las humanidades. Ciertamente, no se le suele preguntar al historiador para qué sirve la historia, al novelista para qué sirven las novelas o al músico para qué sirve la música. Superando la mera perplejidad, ensayemos alguna hipótesis, aunque sea modesta, para intentar avanzar un poco. Podría ser que, en realidad, la pertinaz pregunta significara no tanto lo que manifiestamente declara como lo que subyace y no termina de enunciar, esto es, algo que quizá se parece más a esto otro: ¿de qué nos sirve la filosofía? Nótese al respecto que, con independencia de que el artista, por ejemplo, a menudo se soliviante y se rebele contra el uso (mercantil, especulativo, ornamental o como símbolo de prestigio) que la sociedad de consumo hace de sus obras, lo cierto es que esta parece saber qué hacer con ellas (y por eso no se interroga al autor por dicha cuestión), mientras que la pregunta con la que empezábamos este artículo parece indicar lo contrario respecto de los filósofos. Ahora bien, que nuestra sociedad no sepa muy bien qué hacer con la filosofía no prueba en modo alguno que esta no pueda servir de nada, sino más bien revela nuestra falta de destreza para servirnos de ella. En términos menos generales, el desinterés de nuestra sociedad por toda actividad que no guarde relación directa con la producción de beneficio económico desvela una severísima limitación conceptual y un empobrecimiento radical de los imaginarios colectivos hegemónicos, que probablemente nadie expresó con mayor tino que Antonio Machado en sus Proverbios y Cantares: «Todo necio confunde valor y precio». Pero esta primera aproximación al asunto (sobre la que se regresará al final del capítulo), centrada en la recurrente cuestión de la utilidad del discurso filosófico, soslaya aquello que tal vez deba centrar más nuestra atención: la naturaleza del discurso filosófico en cuanto tal o, si se prefiere, la especificidad de la tarea del filósofo. Delimitadas ambas dimensiones, acaso estemos ya en condiciones de abordar de verdad la pregunta que da título al presente parágrafo. La pregunta admite respuestas diversas y múltiples. Con todo, ahora se trata de plantear la cuestión anunciada de la manera más ordenada y clara posible. Empezaré por proponer una solución, que nos coloque en un raíl discursivo capaz de permitirnos clarificar el asunto. Una respuesta a la pregunta del título (¿en qué se reconoce…?) me la proporcionaba un familiar, con el que recuperé contacto tras largos años sin saber de él. En un mensaje de correo electrónico me refería que iba sabiendo de mí a través de los artículos que, de tanto en tanto, me leía en la prensa. Respecto a estos artículos, él —ingeniero de telecomunicaciones, por cierto— me escribía el siguiente comentario: «No los entiendo ni pá atrás, pero supongo que en eso consiste la filosofía». Yo me apresuré a apostillar el comentario con lo siguiente: «En efecto, querido primo, has acertado de pleno. Lo que caracteriza a un artículo de filosofía es que no se entienda —o, en su defecto, que se entienda lo menos posible—, pero que transmita al lector la sensación de que eso que no se está entendiendo es un asunto de una enorme profundidad e importancia». Bromas aparte, algo había en la percepción de mi pariente que no resultaba del todo equivocado. En efecto, uno de los rasgos más característicos de los profesionales de la filosofía es el lenguaje del que se sirven, la terminología que manejan con desenvoltura (repleta de seres, entes, trascendencias, contingencias, ontologías, gnoseologías y noúmenos de variado tipo): la jerga, en definitiva, en la que parecen confortablemente instalados. Retengamos, por tanto, este argumento, reservándolo, como dicen los chefs de cocina, para más adelante. Entretanto, podemos proponer nuestra propia respuesta, aquella con la que nos sentimos identificados en mayor medida. A mi entender, quien se dedica a la filosofía se caracteriza por una permanente preocupación por varios órdenes de problemas. En primer lugar, valdrá la pena mencionar aquellos relacionados con la propia tradición. Son los profesionales del saber filosófico quienes, en su mayoría —por no decir exclusivamente—, leen a Aristóteles, Descartes, Kant, Heidegger o Wittgenstein, y asumen como propias y urgentes las dificultades teóricas planteadas por ellos. Este primer rasgo no permitiría establecer una clara diferencia respecto a quienes profesan otras especialidades del conocimiento; también los libros de física nuclear son leídos exclusivamente por los físicos nucleares, los de microbiología por los microbiólogos, los de paleontología por los paleontólogos, los de botánica por los botánicos —por el contrario, no es el caso que solo los escritores o los profesores de literatura lean a Balzac, Proust, Joyce o García Márquez. Un segundo rasgo mucho más específico del discurso filosófico nos permitirá avanzar en el capítulo de las diferencias: quienes se dedican a la filosofía se reconocen también porque siempre andan preguntándose por el sentido de su propia actividad. En pocos saberes o discursos podemos observar esta permanente interrogación. Siguiendo el ejemplo anterior, los físicos nucleares no están todo el día dando la tabarra con la pregunta de qué es la física nuclear, los microbiólogos no formulan prioritariamente el interrogante de qué es la microbiología, como tampoco los paleontólogos o los botánicos. Con todo, estos dos rasgos no agotan la especificidad de la actividad filosófica propiamente dicha. Esta escrupulosa puntualización (el «propiamente dicha») da cuenta de que las dos características enunciadas hasta aquí valen para definir al historiador de la filosofía, al profesor de la disciplina y tal vez también al crítico de libros de esta materia, pero no son suficientes para delimitar al filósofo en cuanto tal. Este suma a los dos rasgos anteriores (en caso contrario, probablemente nos encontremos ante un mero charlatán, un especialista en la inane pirotecnia de las ideas) un tercero: la preocupación por determinados aspectos de lo real, de lo que ocurre. De manera ineludible, este tercer rasgo plantea la cuestión del particular tratamiento al que el filósofo somete esa realidad o esa experiencia que le preocupa. Entremos en el corazón de este capítulo haciendo una referencia clásica a la anécdota narrada por Platón:7 Tales de Mileto, absorto en la contemplación del cielo estrellado en sus paseos nocturnos, cayó un día en un pozo, con lo que provocó las risas de su joven criada tracia, que lo acompañaba.8 La anécdota ha dado pie a una abundantísima literatura, por lo general orientada a abogar por la teoría y señalar en qué forma el aparente despiste del filósofo encierra un interés por una realidad más importante, más auténtica, más profunda en fin. A menudo dicha reivindicación se ha acompañado, casi a modo de corolario, de un rechazo a tanto presunto realismo, a tanto supuesto tocar con los pies en el suelo, por lo general incapaz de ver más allá de las propias narices, confundiendo la proximidad a la realidad más inmediata con su conocimiento.9 Siendo...