E-Book, Spanisch, Band 27, 400 Seiten
Reihe: Literaria
D'Avenia ¡Presente!
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-1339-438-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 27, 400 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-438-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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¿Qué sucede cuando, al pasar lista en clase y pronunciar un nombre, la respuesta «¡presente!» se convierte en un gesto de adhesión decidida y valiente a la vida? Que la existencia de quien responde se pone de nuevo en marcha. Esto es lo que cree Omero Romeo, quien a sus 45 años, cinco después de haberse quedado ciego y abandonar la docencia, es admitido en un instituto como profesor suplente de Ciencias del último curso de Bachillerato, en una clase en la que han sido reunidos los diez «casos perdidos» de la escuela. El desafío parece imposible para él. Inventa una nueva forma de pasar lista, convencido de que, para salvar el mundo, hay que salvar cada nombre. Diez años después del libro revelación Blanca como la nieve, roja como la sangre, Alessandro D'Avenia vuelve a narrarnos una historia sobre el amor, la escuela y los jóvenes como solo sabe hacerlo alguien que vive ese mundo en primera persona. Una novela sobre lo que no se ve, porque quizá para ver de verdad es mejor cerrar los ojos y usar otros sentidos... La historia de Omero y sus muchachos destila la esencia de la relación entre un maestro y sus discípulos, una relación que les lleva a mirar el mundo con ojos nuevos y que puede ser el comienzo de un giro radical en sus vidas.
Alessandro D'Avenia, doctor en Letras Clásicas, es profesor de instituto, escritor y guionista. Su primera novela, Blanca como la nieve, roja como la sangre, fue llevada al cine en 2013, con el mismo título. Asimismo, ha publicado en castellano en estos años Cosas que nadie sabe (2013), El arte de la fragilidad (2017) y Lo que el infierno no es (2018), con la que ha obtenido el premio especial del presidente en el Mondello 2015. Sus novelas se han traducido a veinticuatro lenguas y solo en Italia han vendido más de dos millones de ejemplares.
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SEPTIEMBRE —No sabía que fuera ciego, ¿está seguro de que quiere aceptar el puesto por un año? Es lo que me ha preguntado el director del colegio el primer día de clase del nuevo curso, nada más sentarme frente a él y quitarme las gafas de sol. Solo podía imaginar su rostro consternado, alterado por alguna forma de compasión. Es demasiado pronto para tener una percepción clara de las masas, pero la suya sin duda es densa y huele a colonia y naftalina aunque está inmersa en el olor a moho y lejía del despacho. Su voz es seca, sin eco, corta las vocales finales de inmediato, como alguien acostumbrado a ir al grano. Siento el espacio que ocupan los objetos, su olor, su consistencia, su miedo y, a veces, su hambre. De los objetos emerge la cantidad exacta de vida que sus propietarios les transmiten, por los objetos puedes saber si las personas siguen vivas. —Corren tiempos oscuros para nosotros, los profesores. Silencio. No ha entendido la broma. Me pasa a menudo con las metáforas visuales que uso para restarle importancia a mi condición, quizá porque aún tengo miedo. Continúo: —No volvería a dar clase si no estuviera convencido. —¿Volver? —Lo había dejado. —Ya, pues no le ha tocado la mejor clase para un regreso. —También yo soy algo inoportuno. Uno más o menos. —Quedaron solo nueve. Después se ha incorporado una chica que está repitiendo. Hemos preferido mantenerlos juntos y no distribuirlos en las otras clases. —¡Eso es! Como se hace con un virus, se le aísla. —Como se hace con los grupos difíciles. Es un milagro que hayan llegado al año de la madurez1. —¡La madurez lo es todo, decía el rey! —¿Quién? —¡Lear, Shakespeare! «El hombre ha de sufrir /el dejar este mundo igual que el haber venido. /La madurez lo es todo». Ripeness is all. Lo repetía siempre mi profesora de inglés de bachillerato y nos explicaba que, en inglés, ripeness significa tanto «madurez» como «estar preparados». —Pero usted, ¿cómo va a dar la clase? —La vista está sobrevalorada. —No le sigo. —Desde la época de los griegos no hemos dejado de pensar que la vista es el sentido más noble. —¿Y no lo es? —¿Usted qué cree? —Bueno, nuestro conocimiento empieza siempre con la vista. —Un poco después de haber salido del seno materno. Pero durante esos nueve meses que pasamos en la oscuridad usamos otros sentidos. —¿Cuáles? —El olfato, el oído, pero, sobre todo, el tacto. El sentido más importante es el tacto. Cuando aún no veíamos nada, tocábamos todo y éramos tocados por todo. El destino del hombre está en sus manos. —Claro, a nosotros nos toca decidir qué hacemos con nuestra vida, pero ¿qué tiene eso que ver? —Debe tomarlo al pie de la letra: en las manos, en estas manos. Las manos dan forma al mundo en el que nos gustaría vivir. Con el uso que hacemos de nuestras manos, construimos la vida. Cuando nuestras manos empezaron a construir casas y tumbas, decidimos que el mundo sería o una casa o un cementerio. —Lo que sea. Usted era el último profesor de la lista para el puesto. ¿Acepta la suplencia? —Si no, no hubiera estado en esa maldita lista. —Quizá se lo ha pensado mejor. Ya sabe cómo va esto, no todos los que buscan trabajo aceptan cuando se les explica la situación. —Acepto, pero con dos condiciones. —Los nuevos no pueden tener muchas pretensiones, pero a lo mejor en su caso… —Gracias por su compasión, pero no soy ningún niño. Solo necesitaría tener las primeras horas y alguien que me acompañe para llegar a la clase. —Haré lo posible. Tocar el horario de un colegio es como pisar una serpiente venenosa. Pero, ¿qué hará con las pruebas y los exámenes? —Basta con escucharlos. —Me refiero a los exámenes escritos. —Como siempre: yo hago las preguntas y ellos escriben las respuestas. —¿Y cómo va a corregir?, ¿o a ver si copian?, ¿o si en las preguntas orales están leyendo? —Nadie le roba las monedas a un ciego a menos que esté desesperado, y en ese caso, es mejor dejarle. Haré que ellos me lean las respuestas. Esté tranquilo. No habrá ningún problema. —Eso espero. En esta clase ya ha habido suficientes. El año pasado, una suplente joven que les dio clase durante un mes, vino llorando y me dijo que se había equivocado de profesión. Nuestro único objetivo es llevarles a la madurez. —El mejor objetivo, ¿no cree? —Se lo acabo de decir. —La naturaleza ya se ocupará de que crezcan, pero nosotros tenemos que ocuparnos de que maduren… Ah, escuche, ¿puedo pedirle una última cosa? —¿Otra más? —¿Puedo tocarle la cara? —¿Qué? —Me gustaría hacerme una idea más precisa de usted. Es mi nuevo jefe y es importante que lo conozca. —Ya nos hemos conocido. —Entiendo su apuro, pero yo veo con los dedos. —¿Es necesario? —Sí. Tras una pausa de algunos segundos, siento el movimiento de su cuerpo que se acerca tímidamente hacia mí. Me levanto porque hay un escritorio en medio y extiendo con delicadeza las manos hacia sus hombros. Asciendo por su gordo cuello y las poso en su cara con mucho tacto. Advierto la contracción de los músculos de la mandíbula y la piel blanda de sus mejillas bien afeitadas. Las orejas son pequeñas, con los lóbulos pegados a la base. La nariz es blanda y un par de bigotes espesos enmarcan sus labios cerrados. Las ojeras pronunciadas, la frente arrugada se extiende sin límites. Está calvo y la cabeza tiene una irregularidad en el lado izquierdo, como si tuviera un chichón. Los rostros son como mapas, contienen la geografía del alma, lugares a los que hay que dar un nombre y una historia. El dolor, el cansancio, los miedos, el mal, el bien, la lluvia, los bofetones, las caricias, el viento, las plantas, el sueño, la felicidad: todo, día tras día, gesto tras gesto, esculpe y transforma la carne. La vista no puede percibir con precisión las imperfecciones y los detalles, porque tiene prisa por hacer inmediatamente una síntesis. Yo, por el contrario, analizo todos los detalles por separado, como un geógrafo, y solo después intento juntarlos. He llegado a la conclusión de que el tacto es más honesto que la vista, porque está libre de los prejuicios que tenemos en los ojos. Es paradójico, pero no vemos lo que tenemos delante. Puede que sea porque, por lo general, no queremos ver de verdad, sino más bien obtener una confirmación para lo que creemos ya saber y seguir ciegos ante lo que no nos conviene saber. Su piel se impregna de sudor y yo detengo mis dedos, los mantengo inmóviles en las mejillas, como hace una madre con su hijo: un rostro se desnuda solo cuando lo tocas durante mucho tiempo. Nada nos da más miedo que ser tocados por lo desconocido. Llaman a la puerta y el director se zafa de mí rápidamente. —¡Adelante! —grita. —Le he traído el café. —Gracias —responde seco y circunspecto. Siento el movimiento de un cuerpo no demasiado ágil, en cuyo paso se mezclan el olor del café recién hecho y un perfume de hombre con toques marinos en la superficie y geranio y limón en el fondo. Desde que soy ciego tengo también un olfato infalible. —Le presento al profesor Romeo, el nuevo de Ciencias. Lanzo la mano hacia adelante, más o menos hacia el lugar en el que me parece que se ha detenido. Me he vuelto a poner las gafas de sol, así que no sabe que soy ciego. —Buenos días, profesor. Yo soy Patricia, la levadura y la sal de este colegio. No se me ve, pero sin mí, todo sería anodino e insípido. Mi café es conocido en todos los pisos, despierta de los sueños más duros y prepara para las batallas más difíciles contra el aburrimiento y la ignorancia. Cuando quiera podrá tomar el suyo —me aprieta la mano. La suya es suave, pero marcada, al mismo tiempo, por algún callo, típico de quien repite siempre los mismos gestos. —Un placer, Romeo. «El nuevo». —¿Es usted quien se va a hacer cargo de mis chicos preferidos? Pobre profesora… qué desgracia. —¿Sus preferidos? —Sí, son chicos con tantos problemas que es imposible no quererlos. Los adoro. Necesitará un poco de paciencia al principio, pero solo hay que saber cómo abordarlos. —Ya me dirá cómo… Es más, podría llevarme usted a la clase por las mañanas —me quito las gafas para esclarecer la situación. —¡Dios mío! Perdóneme, profesor Romero. —Romeo, como el de Julieta, o como el gato de la versión italiana de Los aristogatos. Lo que usted prefiera. —No lo sabía. —No se preocupe, no es contagioso. ¿Me hará el honor de ser mi guía? —¡Por supuesto! ¡No hay nada que se me escape! Seré sus ojos. Pero, qué pena, es usted un chico muy guapo. —El profesor tiene 45 años. Los «chicos» están en clase. Gracias por el café, ahora tenemos que terminar nuestra entrevista —el director interrumpe bruscamente esta conversación idílica. —¿Puedo tomar yo también un café? No me ha dado tiempo esta mañana —pregunto, antes de que se vaya Patricia. —¡Por supuesto! ¿Con o sin azúcar? —Sin azúcar. Si no, no es café. —Me gusta usted, profesor...