E-Book, Spanisch, 300 Seiten
Davis 900 MILLAS
1. Auflage 2017
ISBN: 978-3-95835-252-0
Verlag: Luzifer
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Una novela de suspense sobre zombis, thriller de terror
E-Book, Spanisch, 300 Seiten
ISBN: 978-3-95835-252-0
Verlag: Luzifer
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
S. Johnathan Davis vive con su mujer y sus dos hijos en Atlanta, Georgia (EE. UU.). Para más información, visita la página: zombiebook.net (en inglés).
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Capítulo I
Me encontraba en otra reunión, rodeado por diez de las personas más indebidamente retribuidas e inútiles del planeta. Miré hacia abajo y, después de fijarme en el lento movimiento del segundero del reloj que había sobre la puerta, observé con asco cómo mi jefe devoraba otro pastelito de hojaldre glaseado. Fue entonces cuando apareció el primer mensaje.
Ninguna de esas personas llegaría a lo más alto, eso estaba claro. Aunque tenían unos Hummers carísimos y llevaban trajes de mil dólares, jamás tuvieron la oportunidad. Yo no fui siempre tan cínico; tenía el trabajo y el dinero. No conducía ningún Hummer, pero vestía un traje extremadamente bonito y me mantenía ocupado trabajando para llegar hasta la cima de la montaña corporativa.
«Tienes por delante unos tiempos grandiosos», solían decirme. Una incipiente estrella… pero nada de esto importaba.
Cuando apareció el mensaje, creía que se trataba de una broma. Todos nos miramos entre nosotros por un instante antes de soltar una carcajada cuando Josh, que estaba frente a mí, lo leyó en voz alta. Increíble, ¿no? El mensaje apareció como una alerta de la CNN en el teléfono inteligente de doscientos dólares de Josh.
Decía: «LOS MUERTOS SE LEVANTAN: QUÉDENSE EN CASA Y PONGAN LA TV».
Mi jefe se puso de pie; de la corbata se le desprendieron algunas migajas del pastelito de hojaldre. Luego empezó a dar tumbos y traspiés por la habitación con las manos en alto; entre gemidos y lamentos, decía que quería comerse los sesos de Josh.
—Vienen a por ti, Barbara. —Bromeó Josh haciendo una burda referencia a de Romero. Todo el grupo se estaba riendo, pero no era tan divertido.
Seguir al rebaño significaría nuestra propia muerte.
Josh me miró y dijo: «John, ¿puedes transmitir vídeos desde dentro del cortafuegos de la empresa?». Como sí podía hacerlo, me metí en CNN.com ignorando el hecho de que mi jefe estaba justo allí. ¿Por qué nos lo estamos tomando tan en serio?, pensé yo. La página web tardó un poco en aparecer. De hecho, tardó un buen rato. Después, escribí yahoo.com en el navegador web, que mostraba las típicas historietas mediáticas referentes a famosos, los deportes y las finanzas. No se decía nada de que los muertos se estuviesen levantando.
Llegamos a la conclusión de que habían pirateado la CNN, y el grupo soltó una fuerte carcajada por todo lo que estaba pasando.
Sin embargo, yo no me reí. No podía quitarme de la cabeza la pelea que había tenido por la mañana. «A 900 millas de distancia de tus problemas», me había dicho ella. A decir verdad, yo odiaba estas reuniones y odiaba aún más volar. Supongo que ya no tendría que preocuparme por eso nunca más y solo esperaba poder tener la oportunidad de disculparme.
Finalmente, dimos la reunión por concluida; hacía tiempo que nos habíamos olvidado del mensaje de alerta. Al salir de la sala de reuniones, noté una energía de preocupación en el ambiente, pero no sabía exactamente a qué se debía. La típica sensación de coma silencioso que era la tónica general en la oficina parecía haberse… bueno, roto. Había movimiento por todos lados; la gente estaba recogiendo los portátiles, las chaquetas y los bolsos de camino hacia los ascensores.
Yo me eché hacia adelante para escuchar a algunos empleados de mensajería que se habían apiñado alrededor del cubículo de oficina de algún empleado para ver una transmisión en vídeo que habían colgado en YouTube. Algún crítico gastronómico de lo más cabrón estaba retransmitiendo una crítica en un restaurante en el este de Manhattan. Era uno de esos sitios elegantones con mesas de caoba en el que los camareros iban vestidos de esmoquin con camisas de un blanco inmaculado. El crítico había subido un vídeo en el que un cabrón con pinta de abogado, perfectamente peinado con la raya al medio tras haber pagado cien dólares por su corte de pelo, se había metido en la boca un pedazo de ternera demasiado grande y se había caído muerto encima de la mesa.
El ordenador no tenía altavoces, pero se podía ver todo bastante bien. La tecnología había llegado verdaderamente a la cúspide de su esplendor antes de que todo empezara a derrumbarse.
Justo cuando algunos miembros del personal de servicio se pusieron alrededor del hombre, el tragón se levantó. Uno de los camareros había extendido la mano para darle algunos golpecitos en la espalda, momento en el que el abogado se giró rápidamente y le arrancó un pedazo de cuello de un bocado.
La sangre no es como aparece en las películas. Era oscura, casi de color negro rojizo, y fluía a borbotones por lo que quedaba del filete que había sobre la mesa.
El camarero cayó instantáneamente al suelo y formó un charco de color rojo que se expandía sobre las baldosas. Tenía todo el esmoquin salpicado de sangre y la camisa había perdido su reluciente blancor. En ese instante, se escuchó una titubeante risa entre los que estaban reunidos alrededor del cubículo, como cuestionando si lo que acabábamos de presenciar era real o no.
Luego se terminó el vídeo, pero pudimos ver al abogado corriendo hacia un grupo de mujeres que estaban sentadas llenas de espanto justo detrás de él. Al mismo tiempo, en la esquina inferior derecha del vídeo, donde se enfocaba principalmente el suelo, el camarero, cubierto de su propia sangre, se había levantado y miraba despiadadamente al tipo que manejaba la cámara.
Ahora, los mensajes empezaron a aparecer en avalancha por todos lados.
Cuando empezó, no era como en las películas. No eran cadáveres putrefactos que se movían con dificultad intentando salir a rastras de sus tumbas, ni tampoco un montón de gente paseándose en sus trajes de domingo, sino que todo este infierno empezó con las muertes que se producen a diario. Alguna vez leí que en Nueva York mueren cada día más de ciento cincuenta personas en atropellos de bicicleta, accidentes de tráfico, de viejas, etc., pero eso no importa ahora.
Este día, esas personas empezaron a levantarse y, bueno, al principio eran muy rápidas; ni siquiera había tiempo para que aparecieran las señales del rigor mortis. Por eso, cuando empezó todo esto, esos cabrones iban rápidamente de aquí para allá despedazando a todas las personas a las que cogían, quienes también se levantaban después para continuar despedazando a más gente. Se trataba de algún tipo de virus de rápida propagación o algo parecido que infectaba todo lo que entraba en contacto con la boca.
Durante el primer día, los que peor lo pasaron fueron los más débiles y lentos. Podemos decir que todo aquel que se acercara en moto hasta la tienda de alimentación porque le apetecía darse un festín… pues, bueno, estaba bastante jodido.
***
Sentí que el teléfono móvil me vibró en la pierna desde el bolsillo de mi traje. Pensé que le quedaba la mitad de la batería cuando lo desbloqueé con el dedo para contestar a la llamada.
—¿Sigues en Nueva York? —preguntó atacada mi mujer, Jenn.
—Sí. Parece que está pasando algo fuera. —Mi voz sonó algo extraña.
—Ay Dios, no. Está por todas las noticias.
—¿El qué?
—Los muertos están vivos, John. No saben ni cómo ni por qué, pero se están levantando y matando a otras personas. Ha empezado en Nueva York. Tienes que ir al aeropuerto inmediatamente. ¡Sal de la ciudad! ¡John! ¡John!
Aturdido por la noticia, le respondí que estaba al lado de la ventana de la oficina que daba a la calle. Había un coche panza arriba y gente corriendo por todos lados. Yo hacía todo lo posible por comprender lo que estaba pasando.
—No tiene buena pinta ahí abajo, Jenn. No… no creo que consiga llegar al aeropuerto.
—¡Entonces tienes que encontrar un coche o alguna forma de salir de ahí! —gritó ella, a lo que yo dibujé una mueca de dolor en mi rostro. Noté una repentina sensación de urgencia y agarré el teléfono todavía con más fuerza.
—Jenn, lo siento mucho —balbuceé—, por lo de esta mañana… nuestra pelea.
—Nada de eso me importa ahora, simplemente sal de…
La señal se cortó; yo empecé a dar golpecitos al teléfono intentando volver a llamarla, pero no tuve suerte. No hizo ni un tono de llamada; solo aire muerto. Era sorprendente. Todo empezaba a estar fuera de control y yo ni siquiera lo sabía.
Tras volver a centrarme en la oficina, me volví a meter el móvil en el bolsillo. Al mirar a mi alrededor me di cuenta de que en la planta no se movía nada. No había nadie que fuera al baño, que flirteara con sus secretarias o que intentara escaquearse para salir a fumar. El lugar estaba literalmente desierto.
Sin embargo, había una excepción: en la parte delantera de la oficina había alguien que seguía escribiendo en su ordenador; al teclear, sus pulsaciones resonaban en las paredes de la oficina, ahora ridículamente silenciosas.
Me fui corriendo hacia la recepcionista y le grité: «¿Qué estás haciendo? ¡Tienes que salir de aquí!».
—Estoy acabando...




