E-Book, Spanisch, Band 434, 288 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Davisson Post Un detective en Virginia
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-84-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Los mejores casos del tío Abner
E-Book, Spanisch, Band 434, 288 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-10183-84-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Los mejores casos de un detective legendario reunidos en un solo volumen
Un personaje único entre los detectives de ficción, una creación tan original como Sherlock Holmes.
«El tío Abner es la mayor contribución estadounidense a la novela detectivesca, solo superada por el Auguste Dupin de Poe».Howard Haycraft
«Un modelo estratosférico para los futuros escritores de novela policiaca».Ellery Queen
Al igual que las grandes ciudades, también las solitarias montañas de Virginia tienen sus misterios, sus tragedias, sus crímenes... Y para resolverlos hace falta un hombre sencillo, honrado, e impasible como el paisaje mismo. Así es el tío Abner, un justiciero que arroja luz sobre la oscuridad en cada uno de los extraños casos que ha de resolver. Antes de la guerra de Secesión, mucho antes de que Estados Unidos contara con un sistema policial propiamente dicho, el viejo Abner ya se enfrentaba, a lo largo de sus viajes por esa tierra salvaje de antebellum, a asesinatos y conflictos que su rectitud no le permitía ignorar.
Con una asombrosa intuición, una lógica impresionante y una aguda observación del comportamiento y las pasiones humanas, el tío Abner es el personaje más célebre de cuantos creó su autor, y sus aventuras -que servirían de inspiración al mismísimo William Faulkner para los relatos de Gambito de caballo- están consideradas hoy en día como uno de los textos fundacionales de la novela policíaca estadounidense.
Melville Davisson Post (1869-1930) nació y vivió en el condado de Harrison, en Virginia Occidental. Fue autor de más de doscientos relatos, la mayor parte dedicados a la ficción criminal. Los reunidos en esta antología, aparecidos por entregas en diversas revistas, fueron publicados por primera vez en forma de libro en 1918.
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El misterio Doomdorf
Los pioneros no fueron los únicos hombres que llegaron al otro lado de las grandes montañas de Virginia. Foráneos de toda procedencia vagabundearon por aquí tras las guerras coloniales. Los ejércitos extranjeros siempre están repletos de aventureros que deciden quedarse y echar raíces. Llegaron con Braddock y La Salle y cabalgaron hacia el norte desde México después de que sus numerosos imperios se vinieran abajo. Creo que Doomdorf atravesó los mares con Iturbide, cuando aquel desgraciado aventurero regresó para ser fusilado ante un paredón, pero no tenía sangre sureña. Procedía de alguna raza europea bárbara y remota. Eso resultaba evidente nada más verle. Era un hombre enorme, con una negra sotabarba y grandes manazas de dedos cuadrados y planos. Había encontrado una cuña de tierra entre la concesión de la corona a Daniel Davisson y un terreno de Washington. Era una parcela triangular expuesta a los elementos por los cuatro costados que no merecía la pena cercar. Y en efecto así había quedado; una simple roca emergiendo del río como base y el pico de una montaña como cima elevándose tras ella hacia el norte. Allí se instaló Doomdorf. Debía de traer consigo un cinturón de monedas de oro cuando llegó a caballo, pues contrató a algunos esclavos del viejo Robert Stuart para construir una casa de piedra en la misma roca y desembarcó muebles de una fragata amarrada en Chesapeake; y después plantó melocotoneros por toda la montaña, en las zonas del terreno donde las semillas conseguían arraigar. El oro se terminó, pero es bien sabido que al diablo nunca le faltan recursos. Doomdorf construyó un alambique de troncos y convirtió en licor los primeros frutos de su jardín. Viciosos y holgazanes de toda la región llegaron con sus cántaros de piedra y, cómo no, florecieron la violencia y los altercados. El Gobierno de Virginia estaba muy lejos y sus brazos eran cortos y débiles; pero los hombres que resistían a los salvajes al oeste de las montañas en las concesiones del rey Jorge, y que más tarde las defenderían del mismísimo rey, eran hábiles y obstinados. Tenían mucha paciencia, pero cuando se les acababa salían de sus campos dispuestos a vérselas con todo aquel que se les pusiera por delante, cual flagelo de Dios. Llegó el día en que mi tío Abner y el juez de paz Randolph cabalgaron a través de la brecha entre las montañas para vérselas con Doomdorf. El producto de su alambique, que albergaba por igual los aromas del edén y el aliento del diablo, se había vuelto intolerable. Una turba de negros borrachos había tiroteado el ganado del viejo Duncan y prendido fuego a sus almiares y toda la región estaba en pie de guerra. Cabalgaban solos, pero no tenían nada que envidiar a un ejército de hombrecillos. Randolph era vanidoso y arrogante y proclive a hablar de la forma más extravagante, pero en el fondo era un caballero y no conocía el miedo. Y como Abner no había nadie. Era un día de principios de verano y brillaba un sol de justicia. Atravesaron el retorcido espinazo de la montaña siguiendo el curso del río a la sombra de grandes castaños. Los caballos avanzaban en fila india, pues el camino era apenas un exiguo sendero. Más adelante, cuando la roca empezaba a elevarse, se distanciaron del río y, desviándose a través del melocotonar, llegaron a la parte trasera de la casa en la ladera de la montaña. Randolph y Abner desmontaron, desensillaron a sus caballos y los dejaron pastando, pues el asunto que debían tratar con Doomdorf no iba a resolverse en una hora. Después tomaron un sendero empinado que los condujo hasta la entrada de la casa. Había un hombre sentado a lomos de un gran caballo ruano rojizo en el patio pavimentado, ante la puerta. Era un anciano enjuto y demacrado. No llevaba sombrero y las palmas de sus manos descansaban sobre el borrén delantero de su silla de montar. Tenía la barbilla apoyada sobre el pecho y una expresión meditabunda en el rostro mientras el viento agitaba suavemente su voluminosa mata de pelo blanco. El enorme animal rojizo permanecía inmóvil como un caballo de piedra. No se oía ni un ruido. La puerta de la casa estaba cerrada. Los insectos zumbaban al sol. La sombra del jinete inmóvil se arrastraba lentamente por el suelo y pequeñas nubes de mariposas amarillas maniobraban a su alrededor como un ejército. Abner y Randolph se detuvieron. Ambos habían reconocido aquella trágica figura. Era un pastor de las colinas que predicaba las diatribas de Isaías como el portavoz de un gran señor belicoso y vengativo y como si el Gobierno de Virginia fuera la temible teocracia del Libro de los Reyes. El caballo estaba empapado en sudor y era evidente que el hombre cubierto de polvo había hecho un largo viaje. —Bronson —dijo Abner—, ¿dónde está Doomdorf? El viejo levantó la cabeza y bajó la vista hacia Abner sobre el borrén de la silla. —Sin duda —respondió—, estará reposando en su estancia de verano. Abner caminó hasta la entrada y llamó a la puerta cerrada. Poco después abrió una mujer de cara pálida y expresión atemorizada. Era menuda, de tez ajada y pelo rubio, cara ancha y rasgos foráneos, aunque no exenta de cierta delicadeza propia de la sangre gentil. Abner repitió la pregunta. —¿Dónde está Doomdorf? —Oh, señor —respondió ella con un extraño ceceo—, fue a acostarse en la habitación del lado sur de la casa después de comer, igual que siempre. Yo salí al jardín a ver si podía recoger algo de fruta madura —entonces dudó y su voz se convirtió en un ceceante susurro—, pero desde entonces sigue allí encerrado y yo no tengo permitido despertarle. Los dos hombres la siguieron por el pasillo y escaleras arriba hasta la puerta del dormitorio. —Siempre la cierra con llave cuando va a acostarse —dijo, y llamó tímidamente con las puntas de los dedos. No hubo respuesta y Randolph sacudió la manilla. —¡Sal de ahí, Doomdorf! —gritó con su voz estentórea. No se oyó nada más que el eco del grito entre las vigas de la techumbre. Entonces Randolph dio un empujón a la puerta con el hombro y la abrió por la fuerza. La luz del sol entraba a raudales en la habitación por las altas ventanas orientadas al sur. Doomdorf estaba tumbado en un sofá. Tenía una gran mancha escarlata en el pecho, y en el suelo, a su lado, había un charquito del mismo color. La mujer lo miró fijamente un instante y después gritó: —¡Al fin lo he matado! Y salió de la habitación corriendo como una liebre asustada. Los dos hombres cerraron la puerta y se acercaron al sofá. Habían matado a Doomdorf de un tiro. Había un gran orificio de borde irregular en su chaleco. Empezaron a buscar el arma homicida y no tardaron en encontrarla, una escopeta que reposaba sobre dos ganchos de madera de cornejo anclados a la pared. El arma había sido disparada hacía muy poco y aún había una cápsula fulminante recién detonada bajo el percutor. No había mucho más en la habitación. Una alfombra en el suelo, las contraventanas de madera abiertas, una gran mesa de roble y sobre ella una botella de cristal llena hasta el corcho con el licor de su propio alambique. El líquido era límpido y claro como agua de manantial, y de no ser por su intenso olor cualquiera habría pensado que se trataba de algún licor divino en vez del brebaje de Doomdorf. La luz del sol caía sobre él y bañaba la pared donde reposaba el arma que le había arrebatado la vida. —Abner —dijo Randolph—, ¡se ha cometido un asesinato! La mujer cogió esa escopeta de la pared y disparó a Doomdorf mientras dormía. Abner estaba de pie junto a la mesa, acariciándose la barbilla. —Randolph —respondió—, ¿qué trajo a Bronson hasta aquí? —Los mismos ultrajes que nos han traído a nosotros —dijo Randolph—. El viejo pastor lleva mucho tiempo predicando por las colinas en una cruzada personal contra Doomdorf. —¿Crees que la mujer mató a Doomdorf? —respondió Abner, sin dejar de atusarse la barbilla—. Bueno, vamos a preguntarle a Bronson quién lo asesinó. Cerraron la puerta, dejando al muerto en el sofá, y bajaron al patio. El viejo pastor había amarrado a su caballo y tenía un hacha en la mano. Se había quitado el abrigo y estaba arremangado hasta los codos. Se dirigía al alambique para destruir los barriles de licor, pero se detuvo cuando los dos hombres salieron y Abner le llamó. —Bronson —dijo—, ¿quién mató a Doomdorf? —Yo le maté —respondió el viejo, y siguió caminando hacia el alambique. Randolph soltó un juramento entre dientes. —¡Por todos los santos! —exclamó—. ¡No puede haberle matado todo el mundo! —¿Quién sabe cuántas personas habrán participado? —respondió Abner. —¡Dos han confesado! —gritó Randolph—. ¿Es posible que haya una tercera? ¿Le mataste tú, Abner? ¿Y también yo? ¡Eso es imposible, hombre! —Parece que lo imposible aquí es la verdad —respondió Abner—. Ven conmigo, Randolph, y te mostraré algo más imposible que esto. Volvieron a entrar en la casa, subieron las escaleras hasta la habitación y Abner cerró la puerta a sus espaldas. —Mira ese cerrojo —dijo—, está en el interior y no está conectado con la cerradura. ¿Cómo entró en esta habitación la persona que mató a Doomdorf, si el cerrojo estaba echado? —Por las ventanas —respondió Randolph. Solo había dos...