E-Book, Spanisch, Band 70, 78 Seiten
Reihe: Narrativa
De Cervantes Saavedra Don Quijote. Visión de Barcelona
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9897-442-3
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 70, 78 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9897-442-3
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Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616). España. Miguel de Cervantes Saavedra nació a mediados de 1547, en Alcalá de Henares, como cuarto de los siete hijos del cirujano Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas. Después, entre 1551 y 1556, su familia se trasladaría, sucesivamente, a Valladolid, Córdoba, Sevilla y Madrid, donde llevarían siempre una vida modesta y no exenta de dificultades. No se conocen referencias claras sobre la infancia y juventud de Cervantes, y tampoco sobre su formación. Es probable que estudiara en los colegios jesuitas de Córdoba y Sevilla, pero no en la universidad. Sí consta su contacto, a partir de 1566, con el catedrático de gramática y retórica Juan López de Hoyos, en Madrid, quien probablemente lo inició en el arte de la poesía y en la cultura renacentista y humanista de la época. Hacia 1569, tras algún lance callejero o de honor en el que debió herir a un tal Antonio de Sigura, Miguel de Cervantes marchó a Roma con la intención, sobre todo, de eludir a la justicia. Allí entró al servicio del cardenal Giulio Acquaviva y, poco después, trabajó como soldado en el tercio de Miguel de Moncada. Los motivos de este cambio de ocupación son, todavía hoy, un enigma. Los azares bélicos llevaron a Cervantes a la batalla de Lepanto (1571), a bordo de la galera Marquesa, perteneciente a la escuadra mandada por Juan de Austria. En esta batalla fue herido en la mano izquierda, la cual le quedó inútil. Después, tras unos meses de recuperación en Mesina, volvió a participar en las campañas de Bizerta y Túnez. En el prólogo de la segunda parte del Quijote, el mismo Cervantes refiere con orgullo su participación en la batalla de Lepanto, así como su herida y la compensación que obtuvo por su valor.
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Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la repostería de sus alforjas, y de ellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagose la boca, lavose don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados: no comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva; pero viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
—Come, Sancho amigo —dijo don Quijote—: sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado, y acoceado, y molido, de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera, que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.
—Desa manera —dijo Sancho—, sin dejar de mascar aprisa, no aprobará vuesa merced aquel refrán que dicen: «muera Marta, y muera harta»: yo a lo menos no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuesa merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes de estas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y díjole:
—Si tú, oh Sancho, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes, y es, que mientras yo duermo obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trescientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea, que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y negligencia.
—Hay mucho que decir en eso —dijo Sancho—: durmamos por ahora entrambos, y después Dios dijo lo que será. Sepa vuesa merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea; que cuando menos se cate, me verá hecho una criba de azotes, y hasta la muerte, todo es vida: quiero decir, que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir, y a seguir su camino, dándose prisa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien el huésped le dio la llave. Llevó las bestias a la caballeriza, echoles sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegose la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta.
—No es menester tanto —respondió Sancho—, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía.
Respondiole el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados.
—Pues mande el señor huésped —dijo Sancho— asar una polla que sea tierna.
—¡Polla, mi padre! —respondió el huésped—, en verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuesa merced lo que quisiere.
—Desa manera —dijo Sancho—, no faltará ternera, o cabrito.
—En casa, por ahora —respondió el huésped—, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
—Medrados estamos con eso —respondió Sancho—, yo pondré que se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos.
—Por Dios —respondió el huésped— que es gentil relente el que mi huésped tiene: pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, ¿y quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de pedir gallinas.
—Resolvámonos, cuerpo de mí —dijo Sancho—, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de discurrimientos.
—Señor huésped —dijo el ventero—, lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo: «comeme, comeme».
—Por mías las marco desde aquí —dijo Sancho—, y nadie las toque; que yo las pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.
—Nadie las tocará —dijo el ventero—, porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
—Si por principales va —dijo Sancho—, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle, que ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo.
Llegose, pues, la hora del cenar, recogiose a su estancia don Quijote, trajo el huésped la olla, así como estaba, y sentose a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
—Por vida de vuesa merced —señor don Jerónimo—, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que de él trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:
—¿Para qué quiere vuesa merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?
—Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan malo, que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
—Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.
—¿Quién es el que nos responde? —respondieron del otro aposento.
—¿Quién ha de ser —respondió Sancho— sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere; que al buen pagador no le duelen prendas?
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno de ellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:
—Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor de este libro que...




