E-Book, Spanisch, Band 25, 417 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
De La Parra / Bello / Blanco 3 Libros Para Conocer Literatura Venezoelana.
1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98594-149-0
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 25, 417 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
ISBN: 978-3-98594-149-0
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Venezoelana.
• Las Memorias de Mamá Blanca por Teresa de la Parra.
• Poesías por Andrés Bello.
• Venezuela heróica por Eduardo Blanco.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Ana Teresa de la Parra Sanojo (París, 5 de octubre de 1889-Madrid, 23 de abril de 1936), más conocida como Teresa de la Parra, fue una escritora venezolana.
Andrés de Jesús María y José Bello López (Caracas, 29 de noviembre de 1781-Santiago de Chile, 15 de octubre de 1865) fue un filósofo, poeta, traductor, filólogo, ensayista, político, diplomático y humanista venezolano nacionalizado chileno.
Eduardo Blanco (Caracas, 25 de diciembre de 1839 - Caracas, 30 de junio de 1912) fue un escritor y político venezolano autor de dos obras emblemáticas de la literatura venezolana.
Autoren/Hrsg.
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Vicente Cochocho
I
Las debilidades, deficiencias o imperfecciones de mi alma, como los de casi todas las almas, son bastantes numerosas, lo reconozco. Ellas me rodearon regocijadas y en tropel durante mi larga vida, tal cual rodea a una pastora su fiel rebaño de ovejas. Antes que conducirlas yo a ellas, me dejé conducir por ellas a través de los años con sumisión y dulzura. Encariñadas así con mi persona, ninguna llegó nunca a descarriarse: aquí van todas. Una debilidad que apenas, apenas, asomó su cabeza en mi rebaño, es aquella contagiosísima que designan hoy con esta palabra de origen anglosajón: esnobismo. No, yo no soy ni he sido esnob, sino acaso una que otra vez con indolencia y desgano. Como tal debilidad es al fin y al cabo una gran fuerza, el no ser esnob me desprestigió muchísimo en la consideración de las gentes, las cuales sólo buscan y exaltan al que bien sepa aplastarlos bajo el peso de una vanidad aparatosa y estéril. Por causa de tal inferioridad o desprestigio, junto a las debilidades, poco a poco, han venido sumándose los fracasos, los cuales me siguen también con cierta fidelidad y con regocijo un tanto irónico. Yo no los reniego. Salieron de mí espontáneamente. Al igual de mis hijos y mis nietos, son mi obra y son mi descendencia: ¡que me sigan siguiendo y que Dios los bendiga a todos! Este exordio es para decir a ustedes que siendo una anti esnob con la vida salpicada de modestos fracasos, no me avergüenzo de presentarme en público al lado de personas impresentables o mal vestidas. Acabo de hacerlo, sin que ustedes lo sepan, al encabezar este capítulo así: «Vicente Cochocho», quien, lo confieso sin embargo, andaba peor que mal vestido, puesto que casi no andaba vestido. Perdónenme. Piensen indulgentes que las personas más impresentables son generalmente las más interesantes. Yo creo que el cuerpo suele adornarse con detrimento del espíritu. Es una convicción cruel que profeso con tristeza, pues me duele muchísimo el pensar que la amable, la divina elegancia del cuerpo, es una ladrona linda y vil que para bien adornarse dejó el alma sin ropas ni pan, sumida en la miseria. Así, peor que mal vestido, simple peón de Piedra Azul, sin derechos de medianería, bueyes, rancho ni conuco, Vicente Cochocho fue uno de los amigos tutelares de nuestra infancia. Hace casi setenta años que sus pies descalzos, negros, cortísimos y abiertos en forma de abanico no hacen florecer el ramo de sus cinco dedos sobre el polvo de este mundo, pero su memoria querida y oscura, tan digna de la gloria, vive con honor en mi recuerdo. Aquí tiene su calle, su estatua y su mausoleo. Los mereció por su valor y virtudes, al igual de los más grandes de la Tierra. Sé muy bien que pasaré algún día, ¡también, pasan las ciudades!, entonces, y sólo entonces, sepultada entre mis ruinas su memoria morirá conmigo. Cochocho no era un apellido, era un apodo: Nuestro gran amigo tutelar Vicente ni calzaba zapatos ni calzaba apellido. Cochocho, perdónenme otra vez, quiere decir piojo, pero un piojo tan despreciable que ni siquiera se encuentra en el diccionario. Para dar con él hay que ir, según creo, a los llanos de Venezuela y buscarlo con paciencia entre la piel o crines del ganado, no sé bien. Yo nunca lo vi, pero a juzgar por su homónimo Vicente, quien llevaba tal nombre con la misma naturalidad, elegante con que ciertos grandes llevan sus títulos, un cochocho, debe ser, sencillamente, horrible. ¡Ah, mi querido Vicente, no te ofendas por esta deducción; en la paz de tu descanso acuérdate que fue tu arte y tu más alta gloria la de haber embellecido la fealdad! Vicente, que era grande por la bondad de su alma, no podía ser más pequeño en cuanto a estatura física. Apenas le llevaría unos cuatro o cinco dedos a Aurora, quien dicho sea con justicia, era alta para tener siete años. Ambas dimensiones, la del cuerpo y la del alma, lo acercaban a nosotras, que éramos pequeñas de tamaño y que siendo inocentes buscábamos la bondad naturalmente por consonancia o amor a la armonía. Una circunstancia imperiosa de orden material contribuía también a unirnos con Vicente: era la frecuencia del trato. El puesto «oficial», por decir así de Vicente Cochocho, era el de paleador de la acequia. Quiero decir con esto que cada dos semanas pasaba cuatro o cinco días metido en el barro hasta más arriba de las rodillas, con una pala en la mano, amontonando a uno y otro lado de la acequia grande cuanto sedimento hubiese depositado el agua de dos semanas. Como tal cosa tenía lugar lejos de la casa, durante ese lapso quincenal, Vicente se eclipsaba a nuestros ojos. Pero el resto del tiempo sus variados quehaceres quedaban adheridos a la casa y a sus dependencias. A veces, muy raras veces, emburraba caña en el trapiche. Había que verlo entonces empinándose en un tramo para poder alcanzar, al igual que los demás emburradores, la marcha lenta de los tres cilindros. Siempre alcanzaba y los cilindros, sin decir «muchas gracias» devoraban majestuosos la caña que con tanto esfuerzo les daba a comer Vicente. Pero, repito, esto no era frecuente. Quehaceres más de acuerdo con su estatura lo tenían oscilando casi siempre alrededor de la casa. Generalmente era Vicente quien ayudaba a limpiar la caballeriza y curaba los caballos y las vacas enfermas; era Vicente quien enviado por Mamá se subía a los árboles del huerto y cogía las frutas en sazón; era Vicente quien salía con el burro montaña arriba o callejón abajo a buscar leña, hojas de plátano para las hallacas, hojas de maíz para las hallaquitas, bejuco de cadena para mi pelo, legumbres, aguacates, papelones o cualquier cosa que se necesitara de improviso en la cocina. Era Vicente quien remendaba puertas y alambrados en el corral de las gallinas; quien cazaba de noche los rabopelados, quien armado de una azada y una pala cavaba un hoyo en el huerto o en el jardín, si es que Papá deseaba sembrar una planta nueva; era Vicente quien gobernando las aguas a semejanza de Neptuno, con los pies apoyados a uno y otro borde de la represa, levantaba la compuerta y, como quien desata una fiera, desataba el espléndido tumulto del chorrerón y, era por fin Vicente, quien, en cuclillas, adherido al piso, lo mismo que su homónimo al ganado, con el cuchillo puntiagudo que solía llevar en la cintura, arrancaba pacientemente las briznas de hierba que crecían obstinadas por entre las piedras, lajas y ladrillos de los corredores y patios de Piedra Azul. Cuando Vicente Cochocho deshierbaba las lajas recogido en cuclillas, verlo desde lejos, era lo mismo que ver un sapo en el momento en que ya va a saltar. En su cabeza chata y cordial se aliaba humildemente el indio con el negro, cada cual en su puesto, con mucha mansedumbre y sin nunca dirigir malevolentes su alianza contra el blanco. El pelo de la cabeza, donde mandaba el negro, era un mullido colchón lanudo, mientras que el bozo, dominado por el indio, era tan ralo, tan tieso, tan poca cosa, que nosotras le decíamos con cariño (esto era original de Violeta): «Vicente Cochocho, bigotes de cucaracha». Según parece, Vicente, quien al igual de los sapos y de los cochochos, no tenía a simple vista edad ninguna, era viejo. Sus piernas cortas y torcidas siempre en trato íntimo con la tierra y agua, siempre desnudas hasta la rodilla, siempre salpicadas de barro, no daban impresión de suciedad o descuido, ni podían inspirar asco. ¿Son sucios los helechos que besa la corriente y espolvorea la tierra? ¿Dan asco las raíces que se arrastran al nivel del suelo entre el polvo hermano y la lluvia santa? Pero Evelyn, que entendía las cosas de otro modo, había declarado que Vicente era un ser inmundo digno del mayor asco, que siendo él, ya de por sí, un piojo, debía tener la cabeza cundida de ellos, y que, por consiguiente, no debíamos acercarnos a su persona en ninguna forma y bajo ningún pretexto. Inútil es decir que nuestra adhesión a Vicente Cochocho, espoleada así por la persecución y realzada por el atractivo inmenso de lo prohibido, tomaba incremento a todas horas. ¿Qué vale en efecto un amor que no se contraría, y qué una amistad por la cual no se ha luchado? Al distinguir de lejos a Vicente cavando en el jardín o en cuclillas, deshierbando el patio, corríamos todas y lo rodeábamos de cerca con pasión. Entonces, el más mínimo de sus movimientos, la menor de sus palabras, interesantes ya de por sí, amenazados por la intervención policial de Evelyn, adquirían un sabor y un precio extraordinario. En el fondo, hoy lo comprendo, la guerra a muerte que Evelyn declaraba diariamente a nuestro querido Cochocho tenía por base un complicado y personal odio de raza. Por eso era encarnizada y sin tregua, Evelyn, que tenía tres cuartos de sangre blanca, maldecía con ellos su cuarto de sangre negra. Como no le era posible maltratar su negro en ella, le pasaba poderes a Vicente y lo maltrataba en él. A cada instante trataba de empañar el prestigio de Cochocho en el ánimo de prosélitas, o sea, en nuestros ánimos, pero sin éxito ninguno, mejor dicho, con resultados inversos. No perdía ocasión. Si una de nosotras se había derramado en el vestido un plato de sopa o una taza de chocolate, Evelyn, desesperada, contemplaba un instante a la manchada y la reprendía así: —Por atolondrada y por no poner cuidado está ahora sucia: ¡como Vicente Cochocho! Bajo el chocolate o la sopa, nuestro amor a Vicente subía de dos a tres grados. Si tenía lugar una de esas acciones reprochables que indican falta de cortesía o cultura, al punto, encarándose con la culpable, Evelyn interrogaba sarcástica: —Eso tan lindo, eso tan precioso, ¿lo aprendiste, no es verdad, con el señor don Vicente Cochocho? Nuestro...