De La Roche | La fortuna de Finch | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 509, 424 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

De La Roche La fortuna de Finch

Saga de los Whiteoak 3
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19553-87-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Saga de los Whiteoak 3

E-Book, Spanisch, Band 509, 424 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19553-87-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



«Celebrada por sus compatriotas Alice Munro y Margaret Atwood, Mazo de la Roche fue una pionera que revolucionó la novela canadiense».José María Guelbenzu, Babelia La querida Adeline se ha ido, pero su espectro sigue rondando por las habitaciones de Jalna y sus últimas palabras resuenan aún en los pasillos de la finca. Finch es muy consciente de ello: pronto cumplirá veintiún años y tendrá por fin acceso a la herencia de su abuela. El espinoso asunto y el recuerdo de la consternación de su familia ante la apertura del testamento lo persiguen por doquier. Sin embargo, en un intento de superar la crisis, sus tíos y hermanos le organizan una gran fiesta de aniversario, al final de la cual Finch sorprende a todos proponiendo a los más mayores un viaje a Inglaterra, la patria de los Whiteoak, la tierra donde todo comenzó y moran recuerdos e historias legendarias que hacen que esos lugares resulten entrañables incluso para los más jóvenes del clan. Después de la travesía transatlántica, los Whiteoak disfrutarán de una breve estancia en Londres, donde Finch quedará deslumbrado por las nuevas perspectivas del viejo mundo. Pero será en casa de su tía Augusta, en la campiña de Devon, donde le espere la verdadera sorpresa: la prima Sarah -una huérfana criada por su tía, refinada y amante de la música-, por quien se sentirá inmediatamente atraído. Mientras tanto, en Canadá, el pequeño Wakefield descubre su inclinación poética y las relaciones entre Renny y Alayne dan un giro inesperado. Tanto que, a su regreso, Finch encontrará una familia muy cambiada... Tras Jalna y El juego de la vida, llega la tercera entrega de la saga de los Whiteoak, la obra maestra de ese icono de la literatura canadiense del siglo XX que es Mazo de la Roche. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

Mazo de la Roche (Newmarket, 1879-Toronto, 1961) fue una escritora canadiense mundialmente famosa por su saga de los Whiteoak, dieciséis volúmenes que narran la vida de una familia de terratenientes de Ontario entre 1854 y 1954. La serie vendió más de once millones de ejemplares, se tradujo a decenas de idiomas y fue llevada al cine y a la televisión. Con la publicación de Jalna (1927), su autora se convirtió en la primera mujer en recibir el sustancioso premio otorgado por la revista estadounidense The Atlantic Monthly, que la consagraría en adelante como una verdadera celebridad literaria.

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II
Las dos mujeres Mientras los hombres de la familia se habían reunido a la luz del quinqué en la habitación de Ernest, las dos mujeres y el hermano menor, Wakefield, un muchacho de trece años, estaban sentados en el salón, abajo, en la penumbra del crepúsculo vespertino. Las ventanas de esa estancia daban al sudoeste, de modo que una remolona claridad hacía que sus ocupantes aún se distinguieran. Finch les había estado tocando el piano antes de verse arrastrado al piso de arriba por esa atracción que un grupo de Whiteoaks charlando entre ellos siempre ejercía sobre cualquiera de sus miembros que se hubiese quedado fuera del círculo. —No sé por qué ha tenido que irse —protestó Pheasant—. Con lo agradable que era oírlo tocar mientras anochece. Había acercado su silla a la ventana todo lo posible para aprovechar hasta el último rayo de luz porque estaba tejiendo un diminuto jersey para Mooey. Con la cabeza de pelo corto y castaño casi colgando del esbelto cuello sobre la labor, más que ver ya solo tentaba los puntos que iba dando con las agujas. —Por lo de siempre —repuso tranquila Alayne—. No pueden despegarse, es asombrosa la fascinación que sienten unos por otros. —Entonces, al caer en la cuenta de que Wakefield estaba acurrucado en un orejero, en la oscuridad de un rincón, añadió con tono de forzada intrascendencia—: Nunca he conocido una familia tan unida. El muchacho, con su voz clara y aguda de niño precoz, le preguntó: —¿Has conocido muchas familias, Alayne? Tú eres hija única y casi todos los amigos de los que hablas son hijos únicos. No creo que puedas saber cómo son otras familias numerosas. —No seas descarado, Wake —lo reprendió Pheasant. Pero él insistió. Había levantado la cabeza y las miraba, con su carita redonda y pálida, desde la sombra del sillón. —No, en serio. No entiendo cómo Alayne puede saber nada, en realidad, sobre la vida de las familias numerosas. —Sé todo lo que necesito saber —replicó esta con cierta aspereza. —¿Todo lo que necesitas saber para qué, Alayne? —Pues para entender a esta familia en concreto. Sus peculiaridades y sus formas. Wake estaba sentado como los indios, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas al frente, y empezó a mecerse suavemente cambiando el peso de una nalga a otra a medida que el aburrimiento daba paso a la diversión. —Pero, Alayne, yo no creo que las peculiaridades de una familia sean lo único que debas entender cuando tienes que vivir en ella como tú tienes que vivir con nosotros, ¿no, Alayne? —Wakefield, no deberías nombrar a la persona con la que hablas tan a menudo. —¿Quieres decir que no debería nombrarte porque hablo contigo muy a menudo? —No, quiero decir que no deberías nombrarme tan a menudo cuando hablas conmigo. —Entonces, ¿por qué no dices lo que quieres decir, Alayne? —¡Wakefield! —¡Ahora eres tú la que repite mi nombre todo el rato! De hecho, ya no dices nada más. ¿No te parece muy poco razonable? Pheasant hacía unos ruiditos ahogados. Alayne contuvo las ganas de discutir con su cuñado pequeño. —Tal vez —asintió—. ¿Tú qué crees que debería entender ya que debo vivir con vosotros? Sin dejar de mecerse, el muchacho contestó: —Pues por qué nos tenemos tanto cariño y por qué no podemos estar separados. Eso es lo que deberías entender. —A lo mejor tienes la amabilidad de explicármelo. Wake se soltó las manos y estiró los dedos. —A mí me resulta imposible explicarlo. Lo noto dentro, pero no puedo explicártelo. ¿Tu intruición femenina no te dice nada? En ese momento, Alayne le perdonó su precocidad, su insolencia, solo por aquel exquisito error. Se echó a reír de buena gana. Pheasant, sin embargo, que era poco más que una niña ella misma, no vio nada gracioso en el término. —Me parece una palabra muy buena —repuso—. Suena a una de esas expresiones de la psicología. —Lo que no sé —continuó Alayne, que ya estaba cansada de tener al chico allí— es por qué no subes a reunirte con los demás. ¿Cómo puedes ser feliz apartado de ellos? —No soy feliz —dijo el otro con voz triste—, solo estoy matando el tiempo. Iría como una bala, pero es que ahora mismo no me hablo con ninguno. —¿Y eso? ¿Qué ha pasado? —Cosas. Detesto hablar de viejas riñas y rencillas pasadas. Creo que ya se me está pasando, a lo mejor subo. Sin embargo, no parecía tener ninguna prisa por marcharse; le encantaba la compañía de las mujeres. A su manera, manteniendo bastante las distancias, quería a sus dos cuñadas. Respetaba a Alayne, pero se pirraba por provocarla para discutir. A Pheasant la trataba con condescendencia y la llamaba «chiquilla» o incluso «mujercita». Su delicada salud lo obligaba a quedarse dentro de casa cuando hacía tan mal tiempo, de modo que se pasaba las horas hilando las distintas relaciones de la familia, atento y sensible a todo lo que ocurría a su alrededor. Era feliz, aunque se sentía solo. Estaba llegando a esa edad en la que empezaba a temer que no lo entendían. La penumbra se iba transformando en oscuridad y Pheasant se levantó para encender la rechoncha lamparita que había en la mesa de centro. —Enciende mejor las velas —le rogó Alayne—. Vamos a cambiar un poco esta noche. —¡Sí, eso! —exclamó Wakefield—. A lo mejor nos anima. Un torrente de carcajadas les llegó desde la habitación del tío Ernest. —Qué bien se lo están pasando —dijo entonces el muchacho, un poco arrepentido. Alayne también se había levantado. Se acercó a él y le revolvió el pelo. —¿Seguro que no se te ha pasado lo suficiente el enfado para subir con ellos? —Aún no. Además, me gusta la luz de las velas. Y a la luz de las velas, pensó su cuñada, le gustaba él. Se recreaba en la clara palidez de su rostro y en las profundidades de sus ojos castaños como una caricia deliberada. Favorecía también a Pheasant, que —sentada ahora bajo los brazos plateados del candelabro— irradiaba una especie de trémula serenidad mientras repasaba con aquellas manos finas y jóvenes los puntos del jerseicito rojo. Alayne empezó a pasearse nerviosa por la habitación, fijándose en cada objeto, en los más mínimos detalles de aquello que ya conocía de memoria, hasta que cogió una figurita de porcelana y la sostuvo entre las manos como si quisiera absorber parte de su frío sosiego. Vio su imagen reflejada en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea y la examinó a hurtadillas, preguntándose si su aspecto habría desmejorado o no durante el último año. A veces pensaba que sí. Y si era el caso, o si estaba desmejorando ahora, no le sorprendía. Suficientes trances para desgastar la aterciopelada lozanía de cualquier mujer en la flor de su juventud. Su primer matrimonio, el desastroso matrimonio con Eden. Su infidelidad. La tortura de su frustrado amor por Renny. La separación. El regreso a Nueva York y los rigores de su trabajo allí. Su segunda estancia en Jalna para cuidar de Eden durante su enfermedad. El devaneo de Eden con Minny Ware. Su divorcio. Su boda con Renny la última primavera. ¡Todo aquello en cuatro años y medio! ¡Normal que hubiese cambiado! Aunque… ¿Había cambiado? Eso era lo que intentaba descubrir en el espejo. Sin embargo, le parecía imposible asegurar nada a la luz de las velas. Era demasiado favorecedora. Wakefield, por ejemplo, que a menudo tenía un aspecto cetrino con la luz natural, lucía ahora una piel blanca y tersa como el pétalo de una flor y las pestañas de Pheasant proyectaban una encantadora sombra ojival sobre su mejilla. Se acercó un paso más, fingiendo interés en la labor de su cuñada, pero los ojos volvieron al escrutinio, casi melancólico, de su propio reflejo. Vio el centelleo de la luz de las velas sobre la claridad de su cabello, cómo bañaba sus pómulos y las marcadas curvas de sus labios. No, no se estaba echando a perder, pero sin duda se había convertido en una mujer. Ya no había ingenuidad infantil en aquel rostro cuyas facciones había heredado de los antepasados holandeses de su madre. Se dijo que la expresión más notable de su semblante era de terquedad. También revelaba entereza, pero no paciencia. Intelectualidad subordinada a la pasión. Esa capacidad para apasionarse que podría anegar todo lo demás le parecía injertada en su personalidad original —o en el concepto primigenio que tenía de sí misma, en todo caso—, como una especie nueva de árbol capaz de dar flores y frutos exóticos injertada en un árbol corriente. Llevaba casi diez meses casada con Renny y no entendía mejor que antes cuál era el verdadero concepto que su marido tenía de la vida y del amor. ¿Qué pensaba? ¿O actuaba guiado solo por el instinto? ¿Qué pensaba en realidad de ella, ahora que la tenía? A Renny no le gustaba analizarse a sí mismo. Ahondar en las profundidades de sus deseos, de sus creencias, y extraer el mineral de su egoísmo para que ella lo inspeccionara le habría resultado abominable. Y al parecer tampoco sentía curiosidad por ella más allá de lo primitivo. Su ensimismamiento era inmenso. ¿Acaso esperaba que, ahora que la tenía uncida a su lado, galopase por la vida sin cuestionarse nada, husmeando el aire limpio, paciendo en los amplios pastos y volviendo por la noche a la oscura intimidad de su mutua pasión? Él no tenía ni pizca de su infatigable anhelo por ver...



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