E-Book, Spanisch, 488 Seiten
Reihe: Impedimenta
Deakin Diarios del bosque
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19581-11-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 488 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-19581-11-2
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Un delicioso clásico del autor de los «Diarios del agua»: libro de viajes, de paseos bajo las copas de los árboles, que se lee como una plácida novela de aventuras. «Entrar en un bosque es acceder a un mundo distinto en el cual nos transformamos». Con estas palabras nos invita Roger Deakin a adentrarnos en Diarios del bosque, un libro que bulle con esa curiosidad de la que se nutre la vida. Un texto que desvela el bosque -y también la madera, ese «quinto elemento»- como parte de comunidades mucho más grandes, repletas de historias con un amplio e inolvidable elenco de artesanos, artistas, granjeros, mimbreros o recolectores de nueces, así como de plantas, bardas, pájaros y polillas. Deakin recorre así no solo su Inglaterra natal: su viaje lo lleva hasta bosques de los Pirineos, Australia o Asia Central, en un intento de rozar con su escritura el duramen de una fascinación y un amor por la madera, el árbol y el bosque al alcance de muy pocos.
Roger Deakin (Watford, 1943) fue uno de los protegidos de Kingsley Amis en la Universidad de Cambridge y muy pronto empezó a producir y dirigir documentales, entre ellos dos de la BBC sobre la restauración de su caserío en Suffolk. Su obra «Diarios del agua» (1999; Impedimenta, 2019) donde narra su recorrido por las islas británicas a nado, inspiró otro documental e inauguró la práctica del «wild swimming» en el Reino Unido. Deakin murió en 2006 de un tumor cerebral, y póstumamente se publicaron «Diarios del bosque» (2007; Impedimenta 2023), inspirado en sus excursiones por los bosques más antiguos del mundo, y «Notes from Walnut Tree Farm», una selección de sus diarios de campo.
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INTRODUCCIÓN Durante un año, viajé por el país como un anfibio, a nado por la naturaleza, sumergido literalmente en el paisaje y los elementos, sobre todo en el elemento primario, el agua, en un intento de descubrir por mí mismo esa «tercera cosa» sobre la que D. H. Lawrence reflexionaba en su poema con idéntico título. El agua, escribió, es algo más que la suma de sus partes, algo más que dos partes de hidrógeno y una de oxígeno. En la escritura de Diarios del agua, el relato de mis divagaciones, nadar fue una metáfora de eso que Keats llamó «participar de la existencia de las cosas». Ahora me ha parecido lógico zambullirme en lo que Edward Thomas llamó «el quinto elemento»: el elemento madera. Mientras nadaba en el río Helford, donde los robles estiran sus ramas a ras del agua para sumergirlas con cada marea alta, o en Dartmoor, mientras remontaba con el apurado salmón la corriente abrupta y arbolada del río Dart, capté la lógica del soberbio Entre los bosques y el agua, de Patrick Leigh Fermor. En los bosques se da una sensación intensa de inmersión en el baile de sombras chinescas de las profundidades frondosas, y ese subibaja de la savia que anuncia las estaciones no es sino una marea, igualmente influenciada por la luna. A través de los árboles vemos y oímos el viento: los pueblos de las tierras boscosas saben distinguir las especies de árboles por el sonido que hacen al viento. Si Diarios del agua trataba el elemento agua, Diarios del bosque trata el elemento madera tal y como se da en la naturaleza, en nuestras almas, en nuestra cultura y en nuestras vidas. Entrar en un bosque es acceder a un mundo distinto en el cual nos transformamos. No es accidental que en las comedias de Shakespeare las personas se internen en las arboledas para crecer, aprender y cambiar. Es adonde viajas para encontrarte, a menudo, y paradójicamente, tras perderte. En La espada en la piedra, Merlín envía al bosque al futuro rey Arturo, todavía un niño, para que se valga por sí mismo. Allí, Arturo se duerme y sueña, como un camaleón, que la suya es la vida de los animales y los árboles. En Como gustéis, el duque Mayor, desterrado, se marcha a vivir al bosque de Arden como Robin Hood, y en Sueño de una noche de verano, la metamorfosis mágica de los amantes tiene lugar en un bosque «a las afueras de Atenas» que, salta a la vista, es un bosque inglés, repleto de las hadas y los duendes de nuestro folklore. En la pared de mi estudio tengo clavado un fotograma de El pequeño salvaje, de Truffaut. En él se ve a Victor, el niño asilvestrado, trepando por una maraña de ramas en los frondosos bosques caducifolios de Aveyron. La película continúa siendo, para mí, una de las piedras de toque cuando pienso en nuestra relación con el mundo natural: un recordatorio de que no estamos tan lejos como nos gusta creer de nuestros primos los gibones, que se columpian como ángeles por el dosel del bosque, a una velocidad tan temeraria que casi vuelan como las aves tropicales a las que envidian e imitan con sus cantos nupciales en las copas de los árboles al amanecer. Empecemos por donde empecé yo: mi madre se apellidaba Wood. Y el tercer nombre de mi padre era Greenwood:[1] Alvan Marshall Greenwood Deakin. Mi bisabuelo tenía sus almacenes madereros en Walsall: los Wood de Walsall. De modo que pertenezco a la tribu Wood, y, si bien he leído muchas veces Los habitantes del bosque, de Thomas Hardy, la historia de Marty South, Giles Winterbourne y Grace Melbury siempre me conmueve más que cualquier otra de cuantas conozco. Soy un habitante del bosque; la savia corre por mis venas. Mi bisabuelo por parte de padre fue Joseph Deakin, a quien, con veinte años, el gobierno de Lord Salisbury incriminó y encarceló en 1892 por haber sido uno de los anarquistas de Walsall. Fue bibliotecario en la prisión de Parkhurst, en la isla de Wright, donde continuó su educación autodidacta con la ayuda de William Morris, George Bernard Shaw, Edward Carpenter, Sidney y Beatrice Webb y otros socialistas tempranos. Fue un leal defensor del espíritu emboscado de la libertad democrática, y siempre que pienso en él lo incluyo en la tradición del proscrito, en la de Robin Hood. En Suffolk, donde vivo, he empezado a clarear el bosque que planté hace veinte años. Ahora es hogar de una familia de zorros, los ciervos descansan en él y este año descubrí con orgullo algunas trampas para conejos colocadas con disimulo: mis primeros furtivos. El bosque ha madurado. Una vieja senda y kilómetro y medio de bardas antiguas rodean mis campos. Cuando llegué a Suffolk hace treinta años, encontré la casa estilo Tudor de mi granja bordeada de robles y dediqué un año a reformarla con mis propias manos. La casa estaba tan ruinosa que acampé en el jardín mientras trabajaba y, cuando por fin me instalé, los animales y las plantas, tan habituados a entrar y salir a sus anchas a través de los agujeros en los muros, no abandonaron la costumbre. Las golondrinas siguen anidando en la chimenea, los murciélagos vuelan por las habitaciones del piso de arriba durante las noches de verano, cuando las ventanas están abiertas de par en par, y el recuento de las patas de las arañas de la casa alcanzaría varios centenares. Durante la reforma, incluso tuve un coche con bastidor de madera de fresno, un Morgan Plus Four. Más tarde construí un cobertizo de madera, con vigas y estacas de roble, sin usar clavos. Dentro tengo un torno y un taller en el que a veces hago muebles y torneo madera, sobre todo en forma de cuencos. Durante un tiempo me gané la vida fabricando y reparando sillas, que vendía en un puesto en Portobello Road. Más tarde, trabajé para Amigos de la Tierra por la defensa de las ballenas, los bosques y las selvas, y fundé Common Ground, que todavía hoy lucha por los antiguos huertos de frutales y las seis mil variedades de manzanos registrados en nuestras tierras. Para los chinos la madera es el quinto elemento, y Jung consideraba los árboles un arquetipo. No hay mejor indicador de las alteraciones en el mundo natural que estos majestuosos organismos. Son nuestros barómetros, para el tiempo y los cambios de estación. Nos indican la época del año. Los árboles tienen la capacidad de ascender hacia los cielos y conectarnos con el firmamento, de aguantar, de renovarse, de dar frutos y de arder para calentarnos durante el invierno. No sé de nada más elemental que el fuego de leña que resplandece en mi chimenea, nada que encienda mi imaginación y mis pasiones tanto como sus llamas. Para Keats, el crepitar apacible del fuego era el susurro de los dioses del hogar «que sostienen / su imperio apacible sobre almas fraternales». En gran parte del mundo todavía se cocina con fuego de leña, y la inmensa mayoría de la madera mundial se destina a las chimeneas. Los «occidentales» han olvidado cómo se enciende un fuego de leña, o su equivalente de carbón, del mismo modo que han perdido el contacto con la naturaleza. Aldous Huxley escribió sobre D. H. Lawrence: «Sabía cocinar, coser, remendar un calcetín y ordeñar una vaca, cortaba leña con eficacia y tenía buena mano para los bordados, jamás se apagaba un fuego que hubiese encendido él y el suelo que hubiese fregado siempre quedaba reluciente». Al arder, la madera libera la energía de la tierra, el agua y la luz del sol que la hicieron crecer. Cada especie expresa su carácter en sus particulares hábitos de combustión. El sauce arde igual que crece, muy deprisa, y chisporrotea como fuegos artificiales. El resplandor del roble es de fiar, sólido y duradero. Un fuego de leña en la chimenea es un pedacito de sol en casa. Cuando Auden escribió «Ninguna cultura es mejor que sus bosques», sabía que, al haber perdido de modo negligente más bosques que cualquier otra nación europea, los británicos suelen mostrar un interés proporcionalmente mayor por los árboles y los bosques que aún conservan. Los bosques, como las aguas, han sido víctimas de las autopistas y del mundo moderno, y han acabado por parecer el subconsciente del paisaje. Se han convertido en los guardianes de nuestros sueños, de la libertad emboscada, la niñez en el bosque, asilvestrada, de nuestros yoes, de Guillermo el Travieso y sus proscritos, de Richmal Crompton. Conservan la alegría de la Alegre Inglaterra, de los arcos hechos con una vara de tejo, de Robin Hood y su banda de forajidos. Pero también son los repositorios de historias antiguas, de los mitos islandeses de Ygdrasil, el Árbol de la Vida; de la «Batalla de los árboles», de Robert Graves; y de los mitos de La rama dorada, de sir James Frazer. Los enemigos del bosque son siempre los enemigos de la cultura y de la humanidad. Diarios del bosque es la búsqueda de esa magia residual de los árboles y los bosques que todavía nos toca muy cerca de la superficie de nuestra vida cotidiana. Los seres humanos dependemos de los árboles tanto como de los ríos y del mar. Nuestra estrecha relación con los árboles es física además de cultural y espiritual: es, literalmente, un intercambio de dióxido de carbono por oxígeno. En el interior de un bosque, caminas sobre algo muy parecido al lecho marino, levantas la vista hacia el dosel de hojas como si fuese la superficie del agua, los haces de luz solar que filtrados descienden y lo motean todo. Los bosques poseen una riqueza ecológica propia y unos pueblos propios, los habitantes del bosque, que viven y trabajan en ellos y en torno a ellos. Un árbol es un río de savia; a través de las raíces que serpentean bajo el agua...