E-Book, Spanisch, Band 1, 514 Seiten
Reihe: Noviembre de 1918
Döblin Burgueses y soldados
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-350-4621-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Noviembre de 1918
E-Book, Spanisch, Band 1, 514 Seiten
Reihe: Noviembre de 1918
ISBN: 978-84-350-4621-3
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En esta primera entrega de la obra Noviembre de 1918, buena parte de la tensión narrativa que genera Döblin reside en el acusado contraste entre los esfuerzos del líder espartaquista Karl Liebknecht por movilizar al proletariado contra el poder establecido y, por otra parte, los pactos que el dirigente de la asamblea de los representates del pueblo intenta establecer con los altos mandos militares.Un auténtico fresco del ambiente social y político de un episodio decisivo en la historia de Alemania, la revolución de 1918, que precipitó el cambio desde la monarquía del Reich alemán a la República de Weimar. Esta es la primera vez que se traduce esta obra de Alfred Döblin, autor de Berlín Alexanderplatz, al español. El ciclo completo de la obra Noviembre de 1918 se estructura del siguiente modo: Primera parte, Burgueses y soldados; segunda parte, vol I: El pueblo traicionado y vol.II: El regreso de las tropas del frente; y la tercera parte, Karl y Rosa.
Alfred Döblin (Szezecin, Polonia, 1878-Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor de Berlin Alexanderplatz.A raíz de la toma del poder por los nazis en en 1933, Döblin emigró a Francia y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, Noviembre 1918 (1950), antes de regresar a Francia en 1951. Noviembre de 1918, es una trilogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados (I) El pueblo traicionado (II-1) El regreso de las tropas del frente (II-2) Karl y Rosa (III)
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Domingo, 10 de noviembre de 1918 Volvió la vista hacia la habitación con un leve movimiento de cabeza. El hombre estaba sentado en su silla, junto a la mesa; las muletas junto a él, la gorrilla en el cráneo pelado, el periódico abierto ante sí. Se limpiaba las gafas de montura de acero y examinaba la gris luz matinal que entraba por la ventana del patio. Ella dijo: –Puedes encenderte la luz. Él contestó: –Está bien así. Luego, ella cerró la puerta a sus espaldas. Ya no llovía, pero el patio estaba lleno de charcos. En el zaguán, junto a la pared, donde estaba oscuro como boca de lobo, ella se arremangó el vestido, tanteó con un pie y se puso los pesados zuecos de puntiaguda madera. Echó a andar con estrépito de carraca. El hombre limpió su pequeña pipa de madera, olfateó una vieja lata de té y extendió unas briznas de tabaco sobre el periódico. Quebró pieza a pieza las toscas virutas, y fragmentó algunas hojas grandes. Luego lo comprimió todo en la cazoleta, echó los restos de tabaco del papel en la pipa y la encendió. Cuando hubo dado las primeras caladas, cogió la pipa con la mano izquierda y, como todas las mañanas, al oír los pasos de su mujer en la calle, dijo para sí mismo: –Bueno, es 10 de noviembre –y siguió fumando tranquilamente. El periódico era del día 8; hacía ya algunas semanas que el pastor evangélico que vivía enfrente se lo daba, aunque sólo de vez en cuando. Con los brazos abiertos, el hombre se puso a la tarea y estudió los anuncios domésticos, las ventas de mobiliario, los anuncios del mercado de frutas y verduras... Movía un poco los labios. A veces se interrumpía, leía otra vez, y, en voz alta, decía: –Reinetas pequeñas, dos cincuenta... Oh, es mucho. Dio un par de graves caladas y miró hacia la ventana; frunció el ceño: probablemente su mujer ya estaba en la plaza del depósito de agua, que sin duda sería una ciénaga; había que pavimentarla, pero quién tenía dinero para eso en medio de una guerra. Siguió leyendo la lista de precios de las distintas clases de manzanas. Y era cierto: su mujer estaba atravesando justo en ese momento la plaza del depósito de agua. Llevaba el pardo paraguas de tamaño familiar sujeto bajo el brazo izquierdo, un brazo que apretaba al mismo tiempo contra el pecho los picos del gran pañuelo negro que se había puesto sobre la cabeza y los hombros. Tan sólo veía con un ojo por una rendija. Su brazo derecho sostenía un cubo de madera en el que había una ancha paleta también de madera. Se acercó al andamiaje que había a la salida de la plaza; hacía años que la obra estaba parada, los cuervos tenían su cuartel general en las vigas, y desde allí volaban hacia el bosque y las calles que llevaban a los cuarteles. Se apartó los flecos del pañuelo del rostro para ver si los cuervos seguían sobre el andamiaje. Y cuando los buscó y no encontró nada, se apresuró, pues ésa era la señal: iban de camino. En el largo y bajo edificio de la escuela que había en el cruce de calles había reclutas. El gran portón del patio estaba cerrado. Se oían gritos, fuertes voces de hombre. La mujer, que acababa de bajar de la acera delante del colegio, escuchó. Frunció el ceño con desaprobación, pero no se detuvo. Aunque a punto estuvo de hacerlo. Allí estaban ya los cuervos; cubrían toda la rambla que había delante de la escuela; picoteaban y graznaban, y entre ellos revoloteaban los grises gorriones, y todos se dedicaban a su botín, como si fuera un campo de centeno. Pero el preciado botín era el estiércol de caballo que ella necesitaba para su huertecillo. La mujer, todavía disgustada con los gritos de los jóvenes soldados, esos niños maleducados, ya había dejado que el paraguas se deslizara hasta su mano izquierda; un golpe de viento hinchó el pañuelo que la cubría, el nudo en el pecho se soltó, pero la anciana apenas le prestó atención. Golpeó con el paraguas a los cuervos, que alzaron el vuelo con furioso graznido: ya conocían a aquella anciana. Los gorriones se alzaron en una nube y se posaron, a regañadientes y expectantes, en la canalera del tejado de la escuela. Abajo, en la calzada, la anciana, a la que el viento desgreñaba las ropas, se anudó fuerte el pañuelo ante el pecho, apoyó el paraguas en el bordillo y dejó el cubo a su lado. Maldijo la bandada de cuervos, que esparcía el estiércol de caballo por la rambla; maldijo su insaciable apetito y empezó a llenar el cubo. Los cuervos se mantuvieron a respetuosa distancia. Cuando terminó de dar sus paletadas y se incorporó trabajosamente, los pequeños ladrones, los gorriones, ya volvían a estar junto a los gordos cuervos, picoteando y armando ruido. La anciana metió la paleta en el cubo y recogió el paraguas. Se dirigió con el cubo lleno hacia la garita, junto a la ancha escalera del colegio, pero se detuvo asombrada. Buscó. Quería darle el cubo al joven centinela, como todas las mañanas, para que se lo guardase hasta el mediodía, cuando regresara del trabajo. Sin embargo, el muchacho no estaba. Dentro seguían gritando sin cesar tras el portón cerrado, las voces eran ya bramidos. La anciana, con el cubo en la mano, estuvo a punto de llamar a la puerta y pedir silencio. Ya estaba allí con su expresión furiosa y el paraguas alzado, a punto de golpear la puerta, cuando nuevos y airados gritos la asustaron; se volvió y se fue indignada. Para dar rienda suelta a su ira, atravesó entre maldiciones la bandada de pájaros y enfiló hacia la larga y silenciosa calle de los cuarteles. En una esquina de esa calle la esperaba todas las mañanas un capitán de artillería ciego, que se levantaba igual de temprano y daba un paseo prefijado en torno a varios bloques de casas. Conocía exactamente el número de pasos que iba de un cruce a otro, daba siete de una longitud exacta, con el fino bastón de paseo en la mano derecha tendido frente a él como una antena, le daba a la mujer la llave de su casa y entonces ella entraba y le hacía café, antes de dirigirse al hospital militar. La larga y recta calle estaba vacía; la anciana avanzó bajo su pañuelo contra la tempestad. De vez en cuando, apartaba los flecos para orientarse. La calzada estaba inundada de agua. Allí estaba el capitán, alto y tieso como era, con un abrigo negro de invierno y el ala del negro sombrero flexible levantada sobre la frente, de modo que ofrecía a la luz su rostro estrecho y muy blanco, con su mandíbula erguida y las profundas arrugas del cuello. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha; sólo oía por la izquierda; el mismo cañonazo que había reventado demasiado pronto en el campo de tiro y le había costado los ojos le había destruido también el oído derecho. En la ciudad, contaban que los miembros de su batería odiaban al capitán, y que su gente había disparado demasiado pronto para perjudicarlo. Sus blancos globos oculares centelleaban inquietos. Oyó a la mujer con sus zuecos y, con su peculiar aire castrense, gritó: –¡Señora Hegen! Ella llegó hasta él con estrépito de carraca, le dio los buenos días e hizo el habitual movimiento hacia su mano izquierda, en la que sostenía la llave. Pero él la sujetó. –¿Tiene tiempo esta tarde? –¿Esta tarde? ¿Por qué? –Tiene que decirme si tiene tiempo. Siempre era testarudo, pero ella también. –Parece que hoy no quiere tomar café. Deme su llave. Él no se la dio. –Si no tiene tiempo esta tarde, tendré que pensar en otra cosa. La anciana le miró; hoy todos tenían tonterías en la cabeza, hacía ya once años que iba a casa del capitán. –Tengo que hacer el equipaje –explicó el capitán al no oírle decir nada. Ella reflexionó. –¿Cuándo quiere que vaya? –A las dos. –Bien. Sólo entonces él le dio la llave, y se separaron como siempre sin una palabra, él en dirección al depósito de agua, ella a casa del capitán para hacer café. Las puertas del patio de la escuela se abrieron, el griterío resonó en la calle y en la acera de enfrente se congregó una pequeña multitud; los jóvenes soldados formaron en el patio; algunos fumaban cigarrillos, ninguno de ellos llevaba armas. A la cabeza aparecieron varios con fusiles. Ruidosos y sin marcar el paso, remontaron la calle del colegio por entre los charcos hacia la pequeña ciudad, que aún dormía. Tras ellos, camiones y automóviles salieron del patio, llenos de soldados que gritaban y cantaban, agitando gorras y brazaletes rojos; entre ellos había barbudos reservistas. Bajaron en la otra dirección la larga avenida hacia el aeródromo. * * * En el hospital militar, cerca del aeródromo, en una habitación individual de la zona reservada a cirugía, yacía un piloto. En la placa colgada a los pies de su cama ponía, en latín: «tiro en el vientre». Se despertó con los ojos muy abiertos. La alta enfermera vestida de blanco que empujaba el traqueteante carrito de los vendajes junto a su cama, al lado de la ventana, se inclinó sobre él: –¿Se encuentra mejor hoy, mi teniente? Él trató de sonreír, y ella se sobresaltó. Tenía profundas arrugas en torno a la boca, la nariz afilada, un hálito azulado sobre el rostro. Habló con lentitud, en tono desvaído: –Gracias..., muy bien, enfermera. Movía la cabeza de un lado a otro, sus dedos jugaban. –¿Quiere beber, mi teniente? ¿Tiene sed? Le traeré algo. Oh, Dios. Fue a la sala principal, donde la enfermera jefe apuntaba la...