E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: Ensayo
El abogado secreto
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-121914-1-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Historias sobre las leyes y cómo se quebrantan
E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-121914-1-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
The Secret Barrister. Reino Unido Es el seudónimo de un abogado penalista que, desde el anonimato, expone la situación de la justicia penal en el blog The Secret Barrister, que es el origen de este libro. Su punto de partida es que el conocimiento y la comprensión de las leyes debería ser un bien compartido por la sociedad en general. Explica: 'No he venido a criticar la ley, sino a alabarla. Sin embargo, nuestras leyes actuales tienen muchos defectos, de procedimiento, de fundamento y también de cultura. Que algo sea legal no lo convierte en justo; si unos pocos años en la primera línea del derecho penal te enseñan algo, sin duda es eso. En ocasiones me limitaré a decir: 'Así es la ley' y dejaré sin respuesta la cuestión más profunda de lo que es la justicia fundamental, para que otros saquen sus propias conclusiones. Pero el 'Así es la ley' no argumenta en sí la justicia de una sentencia... pues las leyes y la justicia difieren'. Escribe regularmente para The Times, New Stateman, iNews, Esquire, Counsel Magazine y Solicitors Journal. También ha escrito artículos para The Sun, The Mirror y Huffington Post. En 2016 y 2017 fue nombrado Blogger Independiente del Año en los Editorial Intelligence Comment Awards. En 2018 lo nombraron Personalidad Jurídica del Año en los Premios de la Sociedad de Derecho.
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INTRODUCCIÓN
Mi alegato de apertura
-¿Es esa su defensa, señor Tuttle?
Silencio. Antes de mirarme, el señor Tuttle busca a su novia en la tribuna del público. Es un vistazo fugaz, nada más, pero espero que haya durado lo bastante para que el jurado tome nota. Vuelvo mínimamente la cabeza para observar a la mujer que ocupa el extremo de la primera fila. Ella lo ha notado: se cruza de brazos. Es un gesto que repiten varios miembros del jurado. El anciano de la americana azul marino y pantalón beis da un codazo al barbudo con camisa a cuadros de su izquierda, y se miran con expresión conspiratoria.
El lenguaje corporal no es favorable al señor Tuttle.
Hinca los dedos a ambos lados del estrado, en busca de una respuesta adecuada que no existe. Se ruboriza y mueve los pies mientras parece observar con añoranza el banquillo de los acusados, como si se arrepintiese de haber decidido abandonar la seguridad de su caja de metacrilato para desplazarse unos largos cinco metros y declarar en su propia defensa. Tenía que hacerlo, claro está. Es prácticamente imposible asumir la propia defensa sin dar su versión jurada de por qué impartió justicia a puñetazos con el vecino. Pero es evidente que si el señor Tuttle pudiese retroceder en el tiempo, se plantearía muy seriamente ejercer su derecho a guardar silencio.
Las puertas dobles de mi derecha se abren con un chirrido. El ujier entra con su portapapeles, seguido de una marabunta de estudiantes de Derecho a la que indica silenciosamente que tome asiento en la tribuna del público. Solo hay algo que a los abogados les gusta más que tener público: tener un público impresionable. De modo que aguardo a que se apretujen en los estrechos bancos de roble del rincón del fondo a la derecha. La prolongada pausa en que el señor Tuttle sopesa cómo responder a mi pregunta semirretórica ayuda a incrementar el suspense. Lo disfruto. Lleno lentamente mi vaso con agua de la jarra y bebo despreocupadamente.
Entonces advierto que todas las miradas de la sala se vuelven hacia un estudiante rezagado que ha conseguido golpear con su bolsa a la compañera del señor Tuttle mientras trepaba para ocupar el último espacio libre de la primera fila.
La mujer masculla unos improperios más que audibles mientras el estudiante se aparta. La secretaria del tribunal, que hasta entonces ha estado tecleando en su ordenador, levanta la vista y se la queda mirando.
—¿Qué? ¡Me ha dado en la puta cara! ¡Casi me saca un ojo!
—¡Chist! —susurra la secretaria, levantando un brazo entogado hacia el ujier, que corretea obedientemente por la tribuna para soltar otro chist absolutamente superfluo.
Miro a la jueza, de quien espero alguna amonestación por todo aquel alboroto; pero su señoría la jueza Kerrigan QC sigue recostada en su silla, con la mirada perdida en un punto fijo del techo. El observador no iniciado podría interpretarlo, muy erradamente, como un indicio del tedio de la jueza ante las maneras pedestres de un bebé de veintitantos que pretende emular la impía trinidad de los Jeremy Paxman, Clarkson y Kyle presumiendo de su ventaja intelectual sobre el perplejo señor Tuttle. Quizá esta impresión se vea reforzada, también equivocadamente, por el hecho de que durante los 26 minutos previos de laborioso interrogatorio su señoría ha estado cabeceando con los ojos cerrados, antes de recuperar la compostura con un discreto resoplido.
Pero yo sé lo que ocurre en realidad. La Ilustre Jueza, atónita ante mis aptitudes oratorias, sin duda está redactando mentalmente la elogiosa carta que enviará al director de mi asociación profesional en cuanto concluya el juicio: «La abogacía tiene un nuevo paladín. Se inicia una era dorada de la Justicia».
Ahora que todos están quietos y callados, puedo reanudar el combate. Una vez más, el señor Tuttle busca con la mirada a su novia para armarse de valor.
—No encontrará la respuesta entre el público, señor Tuttle —comento, dirigiéndole una sonrisa odiosa—. Se trata de una pregunta muy sencilla. Lo que ha dicho es lo que pide al jurado que crea, ¿verdad?
Es una frase pésimamente formulada y del todo inapropiada. Las preguntas de los contrainterrogatorios deben orientarse exclusivamente a aclarar los hechos, no a brindar una oportunidad a la abogacía para que haga sus comentarios. Es en el alegato final donde dejamos claro lo ridículos que nos parecen los argumentos de la otra parte. Y es evidente que el señor Tuttle le pide al jurado que crea lo que dice, pues de lo contrario no lo habría dicho. Pero me siento bien, es mi primer juicio con jurado y de momento nadie me ha interrumpido. Así que aguardo la respuesta del señor Tuttle.
El acusado dirige otro rápido vistazo al público.
—Sí —responde, ya sin el menor rastro de su inicial actitud desafiante.
—¿Cuánto mide usted, señor Tuttle?
—No sé.
—¿Diría que metro ochenta y cinco, aproximadamente?
—Puede.
—¿Y cuánto pesa?
Lo que responda es irrelevante. El señor Tuttle es, tirando a poco, grande como un camión cisterna, y además ha tenido la amabilidad de ponerse una ceñida camisa blanca de manga corta que muestra con maravilloso efectismo cada centímetro cuadrado de sus bíceps tatuados y anabolizados. Con estas preguntas pretendo simplemente subrayar el quid de la cuestión de una vez por todas.
Mientras farfulla cálculos aproximativos, me aliso la toga. Luego me vuelvo hacia el jurado con una falsa mueca de perplejidad y observo a la mujer de brazos cruzados. Nos miramos. Ella enarca una ceja. Sabe adónde quiero ir a parar.
—Entonces… —prosigo, mirando directamente al jurado para maximizar mi aparente incredulidad—, ¿le está diciendo a este jurado que su vecino ciego que anda con muletas le golpeó primero?
Me vuelvo lentamente hacia él y pronuncio estas tres últimas palabras con toda la lentitud que permite el melodrama. Una risita audible a mi izquierda me indica que el señor Tuttle está acabado.
Ya no hay nada que el acusado pueda decir para que su situación parezca menos ridícula. Si fuese un combate de boxeo, en este punto lo sacarían del cuadrilátero para evitar que se hiciese más daño. Ninguna respuesta puede mejorar su situación. Según qué respuesta, sin embargo, podría no solo rematarlo, sino servirlo en bandeja entre los agradecidos vítores de la acusación. Y el señor Tuttle no nos defrauda.
—No pasó como usted hace que parezca, ¿vale?
Alegría máxima. Oigo el bufido contenido del ayudante de la Fiscalía sentado en los bancos de enfrente. Mi contrainterrogatorio, como consta pulcramente en el cuaderno azul oficial encaramado en mi atril, iba a acabar con esa última y trabajadísima pregunta. Pero ahora el señor Tuttle no solo ofrece al jurado una versión implausible, sino que encima intenta escurrir el bulto. Si hay algo peor que un mentiroso, es el mentiroso que miente sobre su mentira. Por lo que me doy el capricho de hacer un bis.
—¿No es como yo lo hago parecer?
—No.
—A ver, el señor Martins es ciego, ¿verdad?
—Sí.
—Y sabemos que anda con muletas, ¿no?
—Sí.
—¿Y dice que él le golpeó primero?
—Sí.
—De acuerdo. Intentémoslo de nuevo. ¿Me está diciendo que un hombre ciego con muletas le golpeó primero?
—Humm… Sí.
—Bien.
Mientras hago una pausa para decidirme por una conclusión elegante, oigo que alguien escribe frenéticamente en un extremo del banco de la defensa, el largo banco de madera que ocupa la parte delantera de la sala, justo delante de la jueza: el defensor de Tuttle, el señor Rallings, un hosco abogado con 40 años de profesión a sus espaldas, garabatea con furia en un pedazo de papel y me lo arroja. Hasta ese momento Rallings ha hecho lo posible por mantener cara de póquer mientras su cliente activaba alegremente una granada tras otra y se las embutía debajo del pantalón. Ahora, en cambio, se revuelve en su asiento.
Cojo el papel. Esto es desconcertante. ¿Por qué una nota, en mitad de mi contrainterrogatorio? ¿He hecho algo mal? ¿Me está señalando que he dicho algo que viola una norma esencial de la etiqueta en los tribunales? Me pongo como un tomate, presa del pánico. No llevo mucho tiempo en esto. No sé lo que hago. Soy virgen en los tribunales; no, un bebé, un zigoto. ¿Qué pecado mortal habré cometido? La he pifiado. Fijo. No sé qué demonios habré hecho, pero la expresión en la marchita cara de Rallings —ese rictus entre engreído y hostil— me dice todo cuanto necesito saber. Me he dejado llevar por el mito de mi propia genialidad, a saber cómo lo he echado todo a perder. He volado demasiado cerca del sol con unas alas forjadas de falsa confianza en mis exiguas capacidades. He tirado mi carrera por la borda perdiendo un juicio imperdible, y en esta arrugada página din A5 gris...