E-Book, Spanisch, Band 319, 516 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Erdrich El descapotable rojo
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16638-45-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
y otras historias
E-Book, Spanisch, Band 319, 516 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16638-45-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Louise Erdrich (Little Falls, Minnesota, 1954) es novelista, poeta y escritora de libros para niños; desciende de emigrantes franceses y alemanes y de nativos americanos de la tribu ojibwe, y esta diversidad cultural heredada de sus antepasados se refleja vivamente en su creación literaria. Actualmente vive en Minneapolis, Minnesota, donde es propietaria de la librería independiente Birchbark Books. Su novela La casa redonda, ha sido galardonada con el premio más prestigioso de las letras estadounidenses, el National Book Award.
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El descapotable rojo
Yo fui el primero de la reserva en conducir un descapotable. Y, por supuesto, era rojo, un Oldsmobile rojo. Era dueño de ese coche junto con mi hermano Stephan. Ambos éramos los dueños hasta que sus botas se llenaron de agua en una noche ventosa y él me compró mi parte. Ahora Stephan es el propietario de todo el coche, y su hermano pequeño Marty (es decir, yo) va caminando a todas partes.
¿Cómo logré ganar el dinero suficiente para comprar mi parte en un primer momento? Mi único talento ha consistido siempre en saber ganar dinero. Tengo ese don, algo nada habitual en un chippewa y todavía menos en mi familia. Desde siempre he tenido esa peculiaridad, y todo el mundo lo reconoce. Por ejemplo, fui el único crío al que dejaron pasar a las dependencias de la American Legion1 de Rolla para limpiar botas, y una Navidad vendí estampas religiosas puerta a puerta para la misión. Las monjas dejaron que me quedara con un porcentaje. Así que, una vez que empecé, parecía que cuanto más ganaba, más fácil me venía el dinero. Todo el mundo me jaleaba. Cuando cumplí quince años, conseguí trabajo fregando platos en el Joliet Café, y fue entonces cuando tuve mi primer golpe de suerte.
Muy pronto me ascendieron a camarero; luego la cocinera de comidas rápidas renunció y me contrataron para ocupar su puesto. En menos de lo que canta un gallo llegué a gerente del Joliet. El resto es historia. Estuve dirigiendo el negocio durante un tiempo. Rápidamente me convertí en copropietario y, por supuesto, ya no hubo forma de pararme. No pasó mucho tiempo hasta que todo fue mío.
Cuando el Joliet llevaba ya un año siendo mío, ardió. El negocio entero. Yo solo tenía veinte años. Lo tenía todo y todo lo perdí, visto y no visto; pero antes de perderlo, habían venido a cenar todos y cada uno de mis parientes, así como los parientes de mis parientes, y también me había comprado ese Oldsmobile rojo al que me he referido, junto con Stephan.
¡Recuerdo la primera vez que lo vimos! Os contaré cómo fue esa primera vez. Alguien nos había llevado a Winnipeg y ambos teníamos dinero. No me preguntéis por qué, ya que ninguno de los dos había hablado de coches ni de nada, simplemente llevábamos todo nuestro dinero encima. El mío era en efectivo: un enorme fajo de billetes. Stephan tenía dos cheques: la paga de una semana extra por su despido y el talón habitual de la fábrica de cojinetes de joyas.
El caso es que estábamos caminando por Portage, visitando la ciudad, cuando lo vimos. Allí estaba, aparcado, real como la vida misma. De verdad, parecía estar vivo. Acudió a mi cabeza la palabra «descanso», porque el coche no estaba parado, aparcado o lo que fuera, sin más. El coche descansaba, sereno y resplandeciente, con un cartel de SE VENDE en la ventanilla izquierda delantera. Entonces, antes siquiera de que nos lo pensáramos un poco, el coche pasó a ser nuestro y nuestros bolsillos quedaron vacíos. Teníamos el dinero justo para la gasolina de vuelta a casa.
Fuimos a un montón de sitios en ese coche Stephan y yo. Cobré algo de dinero del seguro por el incendio y estuvimos todo un verano viajando de acá para allá. No podría decir todos los lugares a los que fuimos. Salimos hacia el río Little Knife River y Mandaree en Fort Berthold, y de algún modo aparecimos en Wakpala y, después, no sé cómo, en Montana en la reserva de los Rocky Boys, y eso que no había pasado ni la mitad del verano. Hay quien se fija en los detalles cuando viaja, pero nosotros no nos preocupamos por esas menudencias y simplemente vivimos el día a día de un lado para otro.
Lo que sí recuerdo es que había un lugar con sauces; en cualquier caso, me tumbé bajo esos árboles y me sentí a gusto. Tan a gusto. Las ramas descendían a mi alrededor a modo de una carpa o un establo. Y silencioso, era silencioso, aunque había un baile lo bastante cerca como para verlo. Aquel día, el aire no era demasiado sofocante ni soplaba demasiado fuerte. Cuando la tierra se levanta y envuelve a los bailarines de esa manera, me siento bien. Stephan se había dormido. Más tarde, despertó y seguimos el viaje. Nos hallábamos en alguna parte de Montana, quizá en la reserva Blood; podría ser cualquier sitio. En fin, fue allí donde conocimos a la chica.
Tenía todo el pelo recogido en moños alrededor de las orejas, fue lo primero en que me fijé. Estaba junto a la carretera con un brazo extendido, así que nos detuvimos. Era bajita, tanto que su camisa de leñador resultaba cómica en ella, como un camisón. Llevaba vaqueros y unos mocasines adornados, y sujetaba una pequeña maleta.
—Sube —dijo Stephan. Y la chica se sentó entre los dos.
—Te llevaremos a casa —dije—. ¿Dónde vives?
—Chicken —respondió.
—¿Y eso por dónde queda? —le pregunté.
—En Alaska.
—Vale —dijo Stephan. Y arrancamos.
Fue llegar y no querer marcharnos nunca. Allí el sol no se pone del todo en verano y las noches se parecen más a un suave crepúsculo. Puede que dormites a veces, pero antes de darte cuenta ya estás de nuevo en pie, como un animal en la naturaleza. Nunca se siente la necesidad de dormir profundamente ni de olvidarse del mundo. Y allí todo crece. Donde solo hay tierra o musgo, al día siguiente todo son flores y hierbas altas. La familia de la chica se encariñó con nosotros. Nos dieron de comer y nos abrieron las puertas de su hogar. Plantamos nuestra tienda junto a su casa y los niños entraban y salían de allí tanto de día como de noche.
Una noche, Suzy (la chica tenía otro nombre muy largo, pero la llamaban por el diminutivo, Suzy) vino a vernos. Nos sentamos en círculo en la tienda y hablamos de todo un poco. Para aquel entonces la oscuridad se había vuelto más profunda y el frío incluso más intenso. Le dije a Suzy que ya era hora de que nos marcháramos. Se puso de pie en una silla y dijo:
—Nunca habéis visto mi pelo.
Era cierto. Se había subido a una silla, y sin embargo, cuando se soltó los moños, el pelo llegó hasta el suelo. Abrimos los ojos como platos. Era imposible imaginarse la cantidad de pelo que tenía cuando lo llevaba recogido tan pulcramente. Entonces, Stephan hizo algo gracioso. Se acercó a la silla y le dijo:
—Súbete a mis hombros.
Ella le obedeció y su pelo alcanzó más allá de la cintura de Stephan, que se puso a dar vueltas y vueltas, de modo que la cabellera flotaba de un lado a otro.
—Siempre quise saber cómo sería tener una bonita y larga melena —soltó Stephan.
Nos echamos a reír. Era una imagen graciosa verlo hacer eso. A la mañana siguiente nos levantamos y nos despedimos.
Adonde la hierba es más verde, como quien dice. Bajamos por Spokane y cruzamos Idaho y luego Montana, y muy pronto nos encontramos echando una carrera al mal tiempo bordeando la frontera con Canadá a través de Columbus, Des Lacs. Después entramos en el condado de Bottineau y enseguida estuvimos de vuelta en casa. Aquel verano hicimos la mayor parte del viaje sin poner la capota del coche ni una sola vez. Y resultó que llegamos a casa justo a tiempo de que el Ejército le recordara a Stephan que se había alistado.
No me extraña que el Ejército se alegrara tanto de contar con Stephan, que lo convirtió en un marine. Además estaba hecho como una letrina de ladrillo. Nos gustaba meternos con él y decirle que en realidad lo querían por su nariz de indio. Tenía una nariz grande y afilada como un hacha, una nariz como la de Tomahawk Rojo, el indio que mató a Toro Sentado y cuyo perfil aparece en todos los carteles de todas las carreteras de Dakota del Norte. Stephan se marchó al campo de entrenamiento, estuvo en casa por Navidad, y lo siguiente que supimos de él fue por una carta suya escrita desde el otro lado del océano. Era 1968, y estaba destinado en Khe Sanh. Le escribí varias veces. Le daba noticias del coche. La mayor parte del tiempo estaba sobre unos bloques de madera en el patio o medio desmontado, porque aquel largo viaje lo había estropeado bastante aunque, todo hay que decirlo, se portaba de maravilla cuando lo necesitábamos.
Transcurrieron al menos dos años antes de que Stephan regresara a casa. No quisieron recuperarlo durante un tiempo, supongo, así que se quedó con nosotros después de Navidad. Durante esos dos años, yo había puesto el coche a punto y estaba casi como nuevo. Siempre pensaba en él como su coche, mientras estaba fuera, aunque cuando se marchó, me dijo:
—Ahora es tuyo.
Y me lanzó las llaves.
—Gracias por la llave de repuesto —le contesté—. La guardaré en tu cajón por si acaso la necesito.
Se echó a reír.
Cuando volvió a casa, sin embargo, Stephan no era el mismo, y añadiré que el cambio no fue para bien. Tampoco cabía esperar que cambiase a mejor, lo sé. Pero estaba callado, muy callado, y no podía quedarse quieto sentado tranquilamente en ningún sitio; siempre estaba moviéndose de un lado para otro. Yo recordaba las veces en que nos quedábamos sentados durante tardes enteras, sin mover un músculo, tan solo cambiando nuestro peso de un lado a otro, charlando con quienquiera que se sentara con nosotros y mirando a nuestro alrededor. Entonces él siempre soltaba alguna broma, pero ahora era imposible hacerlo reír, o cuando se reía, parecía más el sonido de un hombre ahogándose, un sonido que helaba la risa en la garganta de aquellos que lo rodeaban. Terminaron por dejarlo solo la mayor parte del tiempo y no se les podía reprochar. Era un hecho, Stephan se mostraba...




