Erdrich | Huellas | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 537, 412 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Erdrich Huellas


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-27-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 537, 412 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-10183-27-8
Verlag: Siruela
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«Lo que confiere a Huellas su resonancia es la extraordinaria capacidad de Erdrich para crear, no una aproximación al pasado, sino algo que parece una evocación viva y palpitante del mismo». The Guardian «Louise Erdrich es una escritora poseída por la grandeza». Times Literary Supplement Situada en Dakota del Norte en los primeros años del siglo XX, cuando los pueblos indios luchaban por mantener lo que quedaba de sus tierras, Huellas es una historia de pasión y desasosiego construida alrededor de Fleur Pillager, que ha roto todas las reglas que gobiernan a las mujeres ojibwe, pero a la que siguen respetando por su fuerza y su clarividencia. Cuando Nanapush, uno de los ancianos de la tribu, la salva de una enfermedad que la medicina occidental no puede curar, se ponen en marcha una serie de acontecimientos que empujarán a la tribu hacia nuevos límites de resistencia. Traicionados por sus opresores y sumergidos en luchas internas, los indígenas disminuyen también a causa de la enfermedad, tanto física como espiritual. Huellas combina mito, historia, amor y tragedia para contar la memoria de una cultura que cae y seguirá cayendo, como la nieve.

Louise Erdrich (Little Falls, Minnesota, 1954) es novelista, poeta y escritora de libros para niños; desciende de emigrantes franceses y alemanes y de nativos americanos de la tribu ojibwe, y esta diversidad cultural heredada de sus antepasados se refleja vivamente en su creación literaria. Actualmente vive en Minneapolis, Minnesota, donde es propietaria de la librería independiente Birchbark Books. Su novela La casa redonda, ha sido galardonada con el premio más prestigioso de las letras estadounidenses, el National Book Award.
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CAPÍTULO 1


Invierno de 1912



Sol del pequeño espíritu


Nanapush

Empezamos a morir antes de la nieve y, como la nieve, seguimos cayendo. Era sorprendente que hubiera todavía tantos de nosotros por morir. Lo que bajó del norte en 1912 nos parecía imposible a los que habíamos sobrevivido a la enfermedad moteada del sur, a la larga lucha en el oeste hasta que llegamos al territorio Naduissioux, donde firmamos el tratado, y luego al viento del este que trajo el exilio entre una tolvanera de papeles del gobierno.

Pensábamos que seguramente, para ese momento, el desastre ya habría perdido la fuerza, que la enfermedad ya se habría llevado a todos los anishinabe que la tierra podía contener y sepultar.

Pero la tierra no tiene fin y tampoco la suerte, ni tenía fin en un tiempo nuestro pueblo. Nieta: eres la hija de los invisibles, los que desaparecieron cuando descendió la nueva plaga junto con el primer duro castigo del invierno. «Consunción», la llamaba el joven padre Damien, quien ese año reemplazó al sacerdote que sucumbió a la misma devastación de su rebaño. Esa enfermedad era diferente de la viruela y de la fiebre porque venía despacio. Sin embargo el resultado era igualmente fatal. Entre tus parientes, familias enteras yacían postradas y sin aliento. Los clanes disminuían en la reserva, donde estábamos obligadamente muy juntos. Nuestra tribu se destrenzaba como una gruesa cuerda deshilachada en ambos extremos, porque tanto caían los viejos como los jóvenes. Uno a uno se borró mi familia y solo quedó Nanapush. Y entonces, aunque no había vivido más de cincuenta inviernos, me consideraron un anciano. Había visto bastante para serlo. En esos años había visto más cambios que en los cien más cien anteriores.

Muchacha, vi tiempos que no conocerás.

Fui el guía de la última cacería de búfalos. Vi matar al último oso. Atrapé al último castor cuyo pelaje pasaba de dos años. Leí en voz alta las palabras del tratado del Gobierno y me negué a firmar las escrituras que nos arrebataban nuestros bosques y el lago. Derribé con el hacha el último abeto más viejo que yo y salvé a la última Pillager.

A Fleur, a la que no quieres llamar madre.

La encontramos una fría tarde al final del invierno, en la cabaña de tu familia cerca del lago Matchimanito, adonde tenía miedo de ir mi compañero Edgar Pukwan, de la policía tribal. Rodeaban el agua los robles más altos y los bosques habitados por los espectros y los Pillager, que conocían las maneras secretas de curar y de matar, hasta que su arte los abandonó. Mientras arrastrábamos nuestro trineo hasta el claro vimos dos cosas: la chimenea de latón, sin humo, que sobresalía del techo, y el agujero vacío, en la puerta, de la cuerda que la retenía desde el interior. Pukwan no quería entrar; temía que los espíritus insepultos de los Pillager lo agarraran por el cuello y lo convirtieran en un . De modo que fui yo quien rompió la piel bien raspada que servía de ventana. Yo me dejé caer al suelo en el silencio maloliente. Y también fui yo quien encontró al anciano y a la anciana, tus abuelos, al hermano pequeño y a las dos hermanas, fríos como piedras y envueltos en mantas grises de caballo, los rostros vueltos hacia el oeste.

Asustado como estaba, paralizado por sus formas inertes, toqué cada uno de los bultos en la oscuridad de la cabaña y deseé a cada espíritu buen viaje en el camino de los tres días, el camino de los viejos tiempos, tan recorrido por nuestro pueblo en esa época mortal. Luego algo se agitó en un rincón. Abrí la puerta de par en par. Era la hija mayor, Fleur, de unos diecisiete años en aquel entonces. Tenía tanta fiebre que había arrojado a un lado las mantas y estaba acurrucada contra la fría cocina de leña, temblando y con los ojos muy abiertos. Era tan salvaje como un lobo enfurecido, una chica alta y huesuda cuyas bruscas explosiones de energía y de gruñidos sordos aterrorizaban a Pukwan. De modo que fui yo quien la ató con dificultad a los sacos de provisiones y las tablas del trineo. La envolví en mantas que también até.

Pukwan nos retuvo, convencido de que debía cumplir las instrucciones de la Agencia al pie de la letra. Clavó con cuidado la señal oficial de cuarentena y luego, sin sacar los cuerpos, trató de quemar la casa. Pero aunque arrojó varias veces queroseno contra los troncos e incluso inició un fuego de astillas y corteza de abeto, las llamas se achicaban y encogían y se convertían en volutas de humo. Pukwan maldecía y se desesperaba atenazado entre sus obligaciones oficiales y su miedo a los Pillager. Este último triunfó. Finalmente dejó caer sus astillas y me ayudó a llevar a Fleur por el sendero.

Y así dejamos cinco muertos en Matchimanito, congelados detrás de la puerta de la cabaña.

Algunos dicen que Pukwan y yo deberíamos haber hecho lo que correspondía y haber enterrado en seguida a los Pillager. Dicen que la inquietud y la maldición de las aflicciones que afectaron a nuestro pueblo en los años siguientes fue obra de los espíritus insatisfechos. Yo sé cuál es la realidad y nunca he tenido miedo de hablar. Nuestras dificultades se debían a nuestra vida, al alcohol y a los dólares. Nos atropellábamos por el cebo que nos ofrecía el Gobierno y nunca bajábamos la vista ni veíamos cómo a cada paso nos arrebataban la tierra bajo los pies.

Cuando a Edgar Pukwan le llegó el turno de arrastrar el trineo, salió como si lo persiguieran los demonios, haciendo saltar a Fleur sobre los pozos como si fuera un tronco, y en dos ocasiones la dejó caer en la nieve. Yo seguía al trineo, animaba a Fleur con canciones y le gritaba a Pukwan que tuviera cuidado con las ramas ocultas y las cuestas engañosas, y finalmente logré llevarla a mi cabaña, una cajita repleta de cosas que dominaba el cruce de caminos.

—Ayúdame —grité mientras cortaba las cuerdas, sin tocar siquiera los nudos. Fleur jadeaba con los ojos cerrados y sacudía la cabeza de un lado a otro. De su pecho brotaban ruidos, se esforzaba por respirar y me echó los brazos al cuello. Débil todavía por mi propia enfermedad, vacilé, caí, y me debatí por entrar en la cabaña con esa chica tan fuerte. No me quedaba aire para maldecir a Pukwan, que miró todo y se negó a tocarla, se volvió y desapareció con el trineo lleno de provisiones. No me sorprendió ni me dio mucha pena lo que me dijo luego el hijo de Pukwan, también llamado Edgar y también de la policía tribal: su padre había vuelto a casa, se había arrastrado hasta la cama y no había probado alimento desde ese momento hasta que exhaló el último aliento.

En cuanto a Fleur, cada día mejoraba con pequeños cambios. Primero pudo enfocar la vista y la noche siguiente su piel estaba fresca y húmeda. Tenía la cabeza despejada y una semana más tarde recordaba lo que le había sucedido a su familia: que habían enfermado repentinamente y muerto. Con su memoria volvió la mía, solo que demasiado nítida. Yo no estaba preparado para pensar en la gente que había perdido ni para hablar de ellos, aunque lo hicimos, cuidadosamente, sin dejar que se perdieran sus nombres en un viento que pudiera llegar a sus oídos.

Temíamos que nos escucharan y no descansaran, que volvieran compadecidos de nuestra soledad. Se sentarían en la nieve del otro lado de la puerta y esperarían hasta que nos reuniéramos con ellos de puro afligidos. Entonces todos haríamos juntos el viaje hasta el pueblo del fin del camino, donde la gente juega día y noche sin perder su dinero, come sin llenarse el estómago y bebe sin perder la cabeza.

La nieve se retiró lo suficiente para que fuera posible cavar la tierra con picos.

Como policía tribal, el hijo de Pukwan estaba obligado por los reglamentos a prestar ayuda para enterrar a los muertos. De modo que una vez más recorrimos el oscuro camino de Matchimanito, ahora con el hijo y no con el padre. Pasamos el día abriendo la tierra hasta que hicimos un hoyo suficientemente grande y profundo para sepultar hombro contra hombro a los Pillager. Luego los cubrimos y construimos cinco casitas de tablas. Yo grabé toscamente con el hacha la marca de su clan, cuatro osos y una marta, y luego Pukwan Junior se echó al hombro los picos y palas del Gobierno y se marchó por el sendero. Yo me quedé junto a las tumbas.

Les pedí a los Pillager, como había pedido a mis propios hijos y mujeres, que nos dejaran y no volvieran. Les ofrecí tabaco y fumé una pipa de sauce rojo en honor del anciano. Les dije que no acosaran a su hija por haber sobrevivido, ni a mí por haberlos encontrado ni a Pukwan Junior por irse demasiado pronto. Les dije que lo sentía, pero que ahora debían abandonarnos. Insistí. Pero los Pillager eran tan obstinados como el clan Nanapush y no se alejaban de mis pensamientos. Creo que me siguieron hasta mi casa. A lo largo de todo el sendero, justamente más allá del límite de mi visión, titilaban finos como agujas, sombras atravesando la sombra.

El sol se había puesto cuando regresé, pero Fleur estaba despierta, sentada en la oscuridad como si supiera. No se movió para encender el fuego, no me preguntó de dónde venía. Tampoco se lo dije, y a medida que pasaban los días hablábamos menos todavía, siempre con grandes precauciones. Sentíamos tan cerca los espíritus de los muertos que finalmente dejamos de hablar.

Eso empeoró las cosas.

Sus nombres crecían dentro de nosotros, subían hasta nuestros labios, nos abrían los ojos en mitad de la noche....



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