E-Book, Spanisch, 421 Seiten
Espejo Cuentos reunidos
1. Auflage 2025
ISBN: 978-607-16-8726-5
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 421 Seiten
ISBN: 978-607-16-8726-5
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Beatriz Espejo, nacida en el Puerto de Veracruz, es escritora y ha sido investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores y de El Colegio de México. Entre los reconocimientos que ha obtenido se encuentran el Premio Nacional de Periodismo (1983), el Premio Nacional de Narrativa Co li ma (1993), el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí (1996), la Medalla al Mérito Literario Yucatán (2000) y la Medalla Bellas Artes (2009).
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RUMPELSTILTSKIN TUVO LA CULPA. Ese condenado duende con nombre de quince letras que parecía trabalenguas tuvo la culpa. Cobraba precios altos por los favores; aunque eso sí, era de una sola pieza en lo referente a cumplir promesas. Las cumplía aunque se lo llevara el diablo y zapateara de rabia en coléricos arrebatos. Rumpelstiltskin es parte de la literatura universal; pero tengo su apelativo escrito siete veces, número cabalístico, en una hoja que arranqué de alguna libreta para acordarme cómo se llamaba aquel diminuto vestido con jubón verde yerba, cinturón de dorada hebilla, zapatos puntiagudos y gorra colorada y picuda que se arrancaba a la menor provocación y la azotaba contra el suelo entre las florecillas del campo temerosas por sus corolas no fuera a pisotearlas en otro berrinche. Lo veo desde las ilustraciones del cuento que yo hojeaba y leía mi madre. En esas épocas remotas todavía no sabía leer. Y todavía ignoro por qué me simpatizaba aquel tipo que se escondía bajo hongos gigantescos para que nadie pudiera encontrarlo, empeñado como estaba en quitarle el primogénito a la princesa. Me parecía más simpático que la patética niña empeñada en calentarse con una cajetilla de cerillos apagados uno tras otro por las ráfagas del viento nórdico en noches invernales o la sirena que sacrificaba su cola debido a sus arrebatos amorosos o la preguntona Caperucita culpable de que le abrieran la barriga al lobo con hambre tan voraz que hasta se había comido de un bocado a la decrépita abuela que seguramente olía como las sábanas de la cama donde yacía confinada tras largas enfermedades o el mentiroso pastorcillo a quien ya nadie creyó cuando de veras se le apareció la mala suerte. Rumpelstiltskin tuvo la culpa de mi afición por los cuentos. Claro que yo no sabía que los cuentos son unos taimados y no sólo divierten sino dicen más de lo que dicen. Abarcan poco y aprietan mucho, imponen leyes difíciles de cumplir, desechan sin el menor remordimiento todo lo inservible a sus propósitos y se ufanan de que las cosas complicadas parezcan fáciles. Aparte está aquello del tono, el ritmo, la habilidad para atrapar la atención desde el principio, el lenguaje que jamás debe parecer de merolico sino el de un prosista con la suficiente destreza para adecuarse a cada asunto respetando el propio estilo. Y como si esto fuera poco los resultados finales dependen de ayudas divinas, de un elfo musitante, de un vínculo con la casualidad, un soplo desde lo alto para que florezca a veces de manera milagrosa una planta bien cuidada.
Además el gineceo. Esa serie de mujeres dispuestas a recordar me llenaban la cabeza con sus historias. Mientras me trenzaban el cabello, trenzaban la urdimbre de sus sueños y los sueños de todas ellas se quedaron junto pidiéndome que los contara. Este contacto estrecho me hacía aprender más sobre las tradiciones culturales e historias familiares y me daban un sentido de pertenencia. Tampoco esas mujeres sabían que los escritores somos mentirosos, y si conservamos señas de identidad las sometemos a los caprichos de la fábula, la decantación del tiempo y la implacable esclavitud de las palabras. Yo gozaba escuchando las palabras de esas buenas conversadoras y solía contemplarlas mientras se prendían algún broche al hombro, se afanaban en labores de cocina y entretenían sus ocios formando corrillos en torno suyo, y no las olvido. Por eso la señora Nina piensa que a cierta edad, después de asistir o sufrir las consecuencias de un entierro, se siente que el panorama se despuebla para dejarnos solos en escenarios vacíos esperando la caída del último telón con un aterrador sentimiento de invalidez, con la certidumbre de estar en la primera fila de la nada; pero entonces aquellas mujeres que ocupaban cuartos y corredores de mi casa competían por la manzana de Afrodita y cada una se pensaba la más hermosa y para probarlo ponían sus conquistas sobre el tapete de mi credulidad y me hablaban de sus momentos felices o terribles, de sus pasiones y sus desencantos. Habían conocido el amor, los deseos y la concupiscencia y hasta las consecuencias de normas represivas imperantes en su generación. Casi ninguna rompió con lo establecido y sufrieron las consecuencias; sin embargo, reflexiono sobre el asunto y admito que una de mis tías fue la oveja negra del rebaño y que mis dos abuelas se tomaron ciertas libertades; pero esas cosas entraron al túnel de los misterios. Pasaban por alto como si no hubieran sucedido y si nunca me las confiaron a mí, siempre dispuesta a presenciar sus ires y venires, menos las sacaban a relucir durante los coloquios generales.
Mi abuela tenía rostro de dolorosa emergiendo del incendio, sus ojos hundidos revelaban que no fue sencillo parir siete hijos vivos y dos muertos, ni haber perdido su caudalosa hacienda en tiempos convulsionados por el agrarismo y el inquilinato, ni dejar el espiritismo en el que creía y al que renunció sin explicación alguna, ni padecer cáncer de mama. Mientras escribo la veo claudicante leyendo el periódico con su lupa, ocupando una banca del jardín. Y algo en torno suyo, algo absolutamente indefinible pero evidente, dejaba claro que su bandera acabó siendo la tristeza. Quizás por eso inspiró uno de mis cuentos más logrados, “El Faisán”, donde la convierto en heroína anónima como tantas matronas que enfrentaron desarmadas los avatares de la viudedad. Mis tíos se encantaron con el texto. Jamás se dieron cuenta de que según sucede puse mucho de mi cosecha. Me alegro de no haberlos desengañado porque hoy que buscaba una fotografía para la solapa de este libro me enfrenté al hecho contundente de que todos han seguido el camino de su madre.
Mi otra abuela, Orfelina, alta, rubia y frondosa como la definía su marido, soltaba carcajadas sonoras, monedas acuñadas en su optimismo imbatible, y se divertía a más no poder con las películas de vaqueros. El sol cayendo a raudales sobre praderas interminables donde cabalgaban jinetes que encarnaban una gesta heroica, indios acechándolos en lo alto de las cumbres dispuestos a cortarles de raíz el cuero cabelludo y rubias con pestañas postizas que hacían pan de elote y aromático café y limpiaban escrupulosamente cabañas perdidas en el desierto, llenaron mi infancia de expectativas. A falta de mejores criterios no me daba cuenta de que los apaches defendían sus derechos. Me hicieron creer que cualquier cosa, hasta empresas descomunales, se consigue con obstinarse, que los malos reciben su castigo y los buenos su recompensa. La experiencia me ha enseñado la falacia de esta idea; sin embargo me emocionaba con esta abuela que buscaba funciones dobles en cines de barrio y daba grandes zancadas hasta llegar a la taquilla antes que nadie. La recuerdo bajándose del camión para encontrarnos en la calle durante una tarde azul, en compañía de mi tía apodada Moza, a la usanza yucateca para las hijas pequeñas. Traían el sol a contraluz y parecían caminar por un pasadizo nimbado del que seguramente nunca escaparon. Sus respectivas personas fueron más disfrutables que literarias y hasta la fecha no escribí nada haciéndolas protagonistas. En cambio Ana me inspiró un relato reciente. Apareció rezagado. Toco un tema que me inquieta, la doble moral burguesa, errores que se cometen al disfrazar los hechos, ponerse una venda en los ojos y dar a las convenciones importancia inmerecida. Y como suele suceder me permití licencias. El noviazgo al que me refiero con Martín Dihigo, uno de los grandes peloteros de fama internacional que han jugado en México, ocurrió antes de mi nacimiento y por tanto no pude presenciar lo sucedido ni ser testigo y confidente de mi tía. Sin embargo conservo la atmósfera en que debieron de desarrollarse los acontecimientos y adapté la situación a lo que procuré narrar y me pinté como realmente era, una mirona con cámaras fotográficas escondidas en la conciencia. Y concuerdo con Chejov en aquello de hablar de la propia aldea para llegar a lo universal; sin embargo mantengo dos veneros, la provincia mexicana y las ciudades del mundo.
Aunque desde Muros de azogue me referí a una parentela que arrastro como cola de un traje de novia en el que están pintados múltiples retratos, se trata de un recurso literario. Alienta la fantasía, permite jugar a las cajas chinas que esconden sorpresas dentro. Ha sido usado con óptimos resultados por muchos escritores. Pienso en Robert Louis Stevenson y Las nuevas mil y una noches, libro sorprendente donde los príncipes y visires aparecen y desaparecen, saltan bardas audazmente y se vinculan en aventuras descabelladas y fascinantes, habitados por un humor inglés de quien se ríe sin mover una ceja, se burla de sí mismo y de los demás e inventa situaciones absurdas con la intención aparente de hacer reír a la vez que encubre una crítica brutal sobre las costumbres y la almidonada moral victoriana.
En realidad muchos protagonistas de Muros no existieron. El tío Manuel es tan enloquecido como toda su historia mítica. Y el tío Jesús está basado en un pintor notable, Chucho Reyes, capaz de trazar en papeles frágiles gallos y Cristos insuflados por una gracia inimitable. Lo conocí en silla de ruedas y cuando había olvidado los avatares de su movida y escandalosa existencia tan original como sus dibujos en seguida le otorgué una rama de mi árbol genealógico. Salvo algunos cuentos autobiográficos narrados en primera persona, otro de El cantar del pecador titulado “Marichú”, que me puso en bandeja de plata mi entrañable tía Chía, y quizás alguno más con la desfachatez de conservar nombres...