E-Book, Spanisch, 112 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
Esposito / RobertoEsposito Institución
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-254-4708-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 112 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
ISBN: 978-84-254-4708-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Nunca como hoy, en la crisis que golpea al mundo entero, han sido tan necesarias las instituciones nacionales e internacionales para hacer frente a la emergencia sanitaria, económica, social y política. Sin embargo, nos han parecido varias veces inadecuadas, si no responsables de lo sucedido. ¿Por qué? Esta desconfianza no nace ahora, sino que es el resultado último de una interpretación represiva de las instituciones, que ha encontrado su culminación en su oposición a los movimientos. Frente a ella, Roberto Esposito presenta una lectura claramente diferente, original y provocadora, que valora el proceso instituyente como una práctica innovadora. Nos invita, además, a repensar radicalmente la relación constitutiva de la institución con la política y la vida.
Roberto Esposito es profesor de Filosofía Teórica en la Scuola Normale Superiore de Pisa. Es uno de los más prestigiosos centros universitarios de Italia. Ha publicado numerosos libros, entre los cuales destacan Comunidad, inmunidad y biopolítica (Herder, 2009), Desde el exterior. Una filosofía para Europa (2016), Política y negación. Para una filosofía afirmativa (2018), Pensamiento instituyente. Tres paradigmas de ontología política (2020) e Immunitas. Protección y negación de la vida (2020).
Autoren/Hrsg.
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I. El eclipse
1. De la pandemia Esta es la trama profunda que la pandemia del coronavirus ha estado a punto de romper con inesperada violencia. Sobre su fenomenología se ha escrito mucho con intenciones y argumentos que no es el caso repetir aquí. Donde hay que dirigir la atención es a la relación entre aparición del virus y repuesta de las instituciones. Si logramos levantar la mirada de las profundísimas heridas que la pandemia ha impreso en el cuerpo del mundo, la tarea que ahora se perfila es la de instituir de nuevo la vida o, más ambiciosamente, la de instituir una vida nueva. Se trata de una urgencia que precede a cualquier otra necesidad de tipo económico, social, político, porque constituye el horizonte, material y simbólico del que todas las demás ganan sentido. Tras haber estado durante meses desafiada y por momentos dominada por la muerte, parece que la vida reclama un principio instituyente que sea capaz de restituirle intensidad y vigor. Pero no es posible llevarlo a cabo sin plantear antes una pregunta fundamental sobre el modo en que, particularmente en Italia, las instituciones han respondido al desafío del virus. Para mantenernos equilibrados en nuestro juicio es preciso evitar generalizaciones y distinguir y articular los diversos planos del discurso. Es cierto que, en el esfuerzo por contener el mal, por parte de las instituciones regionales, nacionales e internacionales, no han faltado aspectos negativos hasta tal punto que incluso puede sostenerse que, en determinados momentos, son los que han prevalecido. No podemos pasar por alto las deficiencias, insuficiencias y retrasos que han caracterizado las primeras intervenciones, que posiblemente hayan producido daños irreparables no solo en el plano social, sino en otras muchas áreas, como en la salud. A este déficit de eficacia se ha añadido a veces un exceso de invasión en los modos de vida privados, también cuando esto no era indispensable, con costes políticos, económicos y sociales bastante relevantes. El desplazamiento de los límites, entre legislativo y ejecutivo, en favor de este último, determinado por el uso, no siempre necesario y a veces arbitrario, de decretos de urgencia, en algunos momentos ha llegado a amenazar el mismo tenor democrático de sistemas políticos que se han mostrado impacientes en su intento, inevitablemente perdedor, de seguir e igualar la eficacia de los procedimientos más drásticos activados por regímenes autoritarios. En las siguientes oleadas de la pandemia, todavía en curso, han parecido aún más evidentes ciertos errores de cálculo y negligencias, cuyos efectos podrán medirse en los próximos meses. Por no hablar del espantoso número de víctimas, superior al de países europeos comparables con el nuestro. Dicho esto, es oportuno platearse la pregunta por el papel de las instituciones, pero invirtiendo los términos: ¿cómo habríamos soportado el ataque del virus sin ellas? ¿Qué habría sucedido, aquí y en otras partes, si no hubiera habido un marco institucional que orientara nuestros comportamientos? Si miramos las cosas con esa perspectiva hay que reconocer que la aportación de las instituciones ha demostrado ser, durante bastante tiempo, el único recurso disponible. No me refiero solo a las administraciones regionales y nacionales, sino a todas las instituciones presentes en los territorios agredidos por el virus —desde organismos sociales hasta asociaciones profesionales y ONG— que han constituido la última línea de resistencia frente a la pandemia. Si el virus no ha desbordado todos los límites y se ha propagado a sus anchas ha sido esencialmente gracias a ellas. Es cierto que, como se ha dicho, se ha actuado en estado de emergencia y, por tanto —aunque ambos conceptos no sean superponibles— de excepción respecto de la normalidad institucional. Pero, en todo caso, se ha tratado de un estado no prolongable de manera indefinida, sucesivamente legitimado por el Parlamento. Y, sobre todo, provocado no por una voluntad soberana de extender el control sobre nuestras vidas, sino más bien por una mezcla de necesidad y contingencia del todo imprevisible y muy diferente de un proyecto que buscara esclavizar a la población. Como dicen los juristas, entre las fuentes primarias del derecho, además de la costumbre y la ley escrita, está la necesidad. Es evidente el papel que, en el caso que nos ocupa, ha jugado una trágica contingencia, con la consecuente necesidad de mantenerla a raya. Y es verdad que proclamar el estado de emergencia, y acordar la repuesta al mismo, es siempre una decisión subjetiva de quien tiene la facultad de hacerlo. Pero, en el caso del que hablamos, es difícil negar el grado de objetividad de una situación que, en su génesis y en sus efectos, tiene muy poco de voluntaria y programada. De igual modo es innegable que, en nuestros regímenes intensamente biopolíticos, la sanidad ha devenido una cuestión directamente política en la intersección inquietante entre politización de la medicina y medicalización de la política. Como es evidente que la sensibilidad ante la salud ha aumentado claramente si la comparamos con cualquier otro tipo de sociedad precedente. Pero no parece que eso sea un mal. Que el derecho a la vida sea considerado la premisa indiscutible en la que se fundan todos los demás establece una conquista de la civilización que ya no permite volver atrás. En todo caso, el actual régimen biopolítico no debe confundirse con un sistema centrado en torno a la soberanía, de la que constituye una modificación profunda. Imaginar que nos encontramos a merced de un poder ilimitado, dispuesto a dominar nuestras vidas, no respeta el hecho de que hace tiempo que la centralidad de la decisión ha explotado en mil fragmentos, en gran parte autónomos respecto de los gobiernos nacionales y de los ubicados en espacios transnacionales. Por tanto, puede decirse que en Italia las instituciones, en general y con todos los límites mencionados, han resistido el desafío de la enfermedad y han activado sus anticuerpos inmunitarios. Por supuesto que sabemos que toda reacción inmunitaria corre el riesgo, si se intensifica más allá de un cierto umbral, de provocar una enfermedad autoinmune. Es lo que sucede cuando la sociedad está expuesta a un exceso de desocialización. El problema de nuestros sistemas políticos es siempre el de encontrar un equilibrio sostenible entre comunidad e inmunidad, protección y comprensión de la vida. La fuerza, pero también la ductilidad, de las instituciones se mide por la capacidad de adecuar el nivel de defensa a la amenaza real, y evitar subestimar tanto como agigantar la percepción. Durante estos meses, las instituciones han sido el blanco de polémicas promovidas desde perspectivas a menudo tan opuestas que se anulan entre sí. Han sido criticadas por exceso y por defecto de decisión. Han sido acusadas por unos de reprimir ilegítimamente las libertades individuales. A otros les han parecido incapaces de gobernar con mano firme tanto comportamientos individuales como colectivos. Por supuesto, no pretendo poner en duda la legitimidad de tales críticas; tampoco, en más de un caso, su fundamentación. Pero no hay que perder de vista que incluso la más áspera de las críticas a las instituciones no puede desarrollarse si no es desde su interior. ¿Qué otra cosa son los medios de comunicación, sitios web, periódicos, escritura y lenguaje sino instituciones? Ciertamente, son distintas de las políticas y a veces en explícita contradicción con ellas. En cualquier caso, el conflicto no solo no debe ser ajeno a las instituciones democráticas, sino que debe ser un presupuesto de su funcionamiento. La lógica de la institución —o, mejor, de lo que en estas páginas llamaremos «praxis instituyente»— implica una continua tensión entre interno y externo. Lo que está fuera de las instituciones, antes de que ello también se institucionalice, modifica el dispositivo institucional precedente —desafiándolo, ampliándolo, deformándolo—. La dificultad en reconocer esa dialéctica nace de un doble presupuesto erróneo que constituye el objetivo polémico de este libro: por un lado, la tendencia a identificar las instituciones con el Estado; por otro, la tendencia a considerarlas en términos estáticos, de «Estado», y no en un continuo devenir, cuando, en realidad —como enseñan los maestros del institucionalismo jurídico— hay instituciones no solo extraestatales, sino antiestatales, como los movimientos de protesta dotados de alguna forma de organización. Estas expresan una energía instituyente que también las instituciones deberían mantener viva para «movilizarse» y, en ciertos aspectos, superarse. 2. Instituciones y movimientos Esta doble exigencia de institucionalización y movilización se ha mantenido ensombrecida sobre todo entre las décadas de 1960 y 1970, cuando se afirmaba una rígida contraposición entre instituciones y movimientos. Si recorremos con una mirada de conjunto el debate de los últimos decenios, veremos que se divide en dos polaridades aparentemente irreconciliables, en franca oposición radical de una con otra. Por un lado, la reiterada propuesta de un modelo conservador de institución, refractario a toda transformación; por otro, una proliferación de movimientos antiinstitucionales irreductibles a la unidad de un proyecto común. El resultado de tanta divergencia ha sido una disociación cada vez más definida entre política y sociedad. A una lógica institucional cerrada en sí misma, incapaz de hablar al mundo social, se ha opuesto una nube de protestas diversas, incapaces de solidificar en un frente políticamente incisivo. Es sintomático de esa...