E-Book, Spanisch, Band 60, 504 Seiten
Reihe: Literatura Reino de Cordelia
Field Desde que el mundo existe
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18141-55-3
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 60, 504 Seiten
Reihe: Literatura Reino de Cordelia
ISBN: 978-84-18141-55-3
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Traducida hasta ahora en España como 'Almas borrascosas', para aprovechar el título de la adaptación cinematográfica dirigida en 1947 por Robert Siodmak, 'Desde que el mundo existe' (1935) convirtió a Rachel Field en la primera persona ganadora del National Book Award, el galardón literario más importante de Estados Unidos. Además de la historia de amor entre un rico heredero y la hija de un ama de llaves, argumento central de la película, la novela narra también el ocaso de una saga naviera de la costa de Maine (Nueva Inglaterra), al no ser capaz de adivinar el empuje del vapor, auténtica bestia negra de las goletas y navíos industriales de vela. Ese error cometido por el patriarca de la familia, el comandante Fortune, tendrá un impacto terrible sobre las personas y la naturaleza de toda la región, contado con una autenticidad encomiable que resulta apasionante.
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Capítulo I
NUNCA ME HAN MOLESTADO los recuerdos ajenos. Desde niña siempre me gustó escuchar cuando alguien hablaba del pasado. Mi madre decía que le resultaba extraño en alguien tan joven. Pero creo que incluso entonces ya adivinaba lo que ahora tengo muy claro, aunque mi habilidad con las palabras no me permita expresarlo bien: que no hay nada que resulte tan agradable como la alegría recordada ni tan amargo como la desesperación que ya no puede hacernos daño. Para mí el pasado es semejante a una de esas caracolas que en la costa de Maine solían adornar las repisas de las chimeneas de los hogares marineros.
En el salón de de los Fortune había dos de esas caracolas. Rissa, Nat y yo nunca nos cansábamos de escuchar el desgastado estruendo del mar que aún batía en aquel vacío acanalado y rosa. Eso es para mí el pasado: una caracola vacía, procedente del grandioso mar de los tiempos, que cada uno de nosotros puede acercarse al oído para ahogar el clamor más ruidoso del presente. Tal vez resulte una idea demasiado infantil y descabellada para las gentes de ahora. Quizás lo digo porque llevo demasiado tiempo a solas con mis recuerdos, esos compañeros agradables y amargos a la vez.
De no haber sido por la familia Fortune, seguramente mi historia sería otra y no la pondría por escrito, sino que se la contaría a mis hijos o puede que a mis nietos junto a mi propia lumbre. Porque todos en algún momento repasamos nuestras vidas, todos decimos: «Si mi madre no hubiese llamado a esa puerta… Si mi padre hubiera seguido el camino de la derecha, en lugar del de la izquierda… Si el vendedor ambulante hubiese llegado una hora más tarde… Si no hubiese llevado el vestido de muselina rameada con la banda a juego al Festival de la Fresa, ¿qué otra clase de criatura podría haber sido?». No creo que exista nadie tan estúpido o tan inteligente como para no haber dedicado ni un solo minuto a tan inútil pasatiempo. Desde hace unos años me dedico a él cada vez más y suelo repasar los hechos, muy banales, que me trajeron aquí, a Little Prospect, y me unieron desde niña a los Fortune y a sus comportamientos complicados y altivos.
Sé lo que dicen de ellos en el pueblo… y de mí. Pero con el paso del tiempo dirán cada vez menos, a medida que nuevos rostros desplacen a los de antes, como las casas de los veraneantes desplazan a las granjas y los caseríos de Little Prospect. Por ese motivo, y porque solo quedo yo de los tres que crecimos juntos en lo alto de la colina, en de los Fortune, debo poner por escrito la verdadera evolución de nuestras vidas en las páginas en blanco de los libros mayores y de registro del comandante Fortune, que no están completos. Es posible que se hubiese enfadado de saber el uso que se les iba a dar tantos años después de haber anotado los nombres de sus hijos con la pluma y el corazón repletos de esperanza. Pero ya está por encima de todo eso y las páginas que dejó sin llenar constituyen un legado tan oportuno como cualquier otro. No sé quién leerá mis palabras en estos tiempos que corren, tan ajetreados. Desde luego no los niños de Little Prospect, que habrán escuchado los cotilleos de sus madres y sus tías sobre Kate Fernald y su forma de venir a menos. Ni siquiera Sadie Berry —que me acogió y me consiguió trabajo en la oficina de Correos— imagina lo que hago aquí a solas, noche tras noche, en mi habitación del piso de arriba. Casi nunca sube las empinadas escaleras y por eso no ha visto la mesa junto a la ventana que da al Noroeste, para aprovechar hasta el último rayo de luz que se demora sobre el estrecho de Nobble Head y poder seguir escribiendo. No sabe que cuando cierro la puerta mi mente retrocede veinte, treinta y hasta cuarenta años de una sola vez y vuelvo a ser joven. Así regresamos a los horizontes que dejamos atrás hace tiempo. Así renacemos, vivimos y nos apoyamos en nosotros mismos, como los brotes de parra virgen descienden por su propio tallo cuando no hay nada más alto a lo que agarrarse.
El reloj de bronce y mármol —que parece un miembro de la realeza visitando a un pariente pobre— dará enseguida la hora desde mi cómoda de pino. Entonces se abrirá una puerta oculta en medio de la esfera dorada y saldrán las figuritas esmaltadas de dos leñadores que comparten un tronzón y harán como si serrasen un tronco invisible.
«Papá dice que así matan el tiempo», me contó Nat una vez mientras los mirábamos en el salón que daba al Este. No podía empezar a escribir sin mencionar el reloj porque siempre marcará el principio de todo para mí, aunque viví diez años antes de ver por primera vez sus exactas figuritas y de oír sus tenues campanadas, que parecían proceder de lo más hondo de un pozo profundo.
Antes viví tierra adentro, en una zona resguardada y montañosa en la que aún seguiría si mi padre no hubiera olvidado su chaqueta el día que llevó su último cargamento de manzanas al lagar situado a nueve millas de nuestra granja. Se la dejó en el último momento y por casualidad. Cuando mi madre la vio sobre el amarradero de los caballos, él ya estaba demasiado lejos para que yo lo alcanzara corriendo y a mediodía empezó a llover a cántaros. Casi era de noche cuando mi padre regresó a casa, calado hasta los huesos. Ninguno de los remedios a los que recurrió mi madre consiguieron hacerle entrar en calor, ni las friegas de mostaza, ni las piedras calientes, ni el ponche humeante. Vino el médico y también los vecinos, pero no hubo forma de ayudarlo. En una semana estaba en la tumba y mi madre y yo solas en la granja, con el invierno a las puertas y más ganado y trabajo del que una mujer y una niña de diez años podían sacar adelante.
Aquel año, y el anterior, la cosecha había sido pobre y los gastos del entierro se tragaron los pocos ahorros que quedaban. Los vecinos se hicieron cargo del caballo, las vacas y los cerdos, pero lo que nos dieron a cambio no era suficiente para pasar el invierno, de manera que cuando el primo que mamá tenía en Little Prospect escribió diciendo que le había conseguido un empleo como ama de llaves en la mansión de los Fortune, que ellos llamaban , nos pareció casi un milagro. Todos nuestros vecinos estuvieron de acuerdo y se volcaron en ayudarnos a partir. A pesar de su tristeza, mi madre se alegraba de tener una oportunidad como aquella. Nunca le había gustado la solitaria granja a la que mi padre daba tanta importancia y, aunque derramó algunas lágrimas cuando llegó el momento de vender los muebles a quien quisiera quedárselos, recuperó el ánimo al verse en el tren conmigo, rodeadas de maletas y con dos viejos baúles en el furgón de equipajes.
Ser el ama de llaves de una mansión como la del comandante Fortune no suponía venir a menos. Él nos había enviado el dinero para un tren que nos dejaría a diez millas de nuestra meta y el primo Sam decía en su carta que no era un hombre entrometido y que no parecía probable que volviera a casarse, de manera que mi madre podría hacer las cosas a su antojo en . Mamá pensó que allí yo tendría más oportunidades, porque había una escuela cerca a la que podía asistir y además estaban los dos hermanos Fortune, un niño y una niña que eran de mi edad. Cabía pensar que aprendería buenos modales de ellos, desde luego mejores que en la granja, entre animales y ninguna comodidad.
Recuerdo que me habló de todo eso durante la mayor parte del viaje mientras yo veía pasar por la ventanilla del tren campos marrones, lagunas heladas y bosques de noviembre. No estaba muy segura de querer tener comodidades y me daba pavor conocer a aquellos dos Fortune. No me sentía a gusto con otros niños, era tímida y vergonzosa porque mis únicos compañeros de juegos habían sido las gallinas, los cerdos y los terneros que llegaban con la primavera y se marchaban en la carreta del carnicero más o menos cuando yo empezaba a considerarlos mis mascotas de ojos tiernos. Aquel tren carreta avanzaba despacio y traqueteando porque en aquellos tiempos los trenes rápidos aún no cruzaban el campo, y el viaje resultaba largo y con paradas en toda clase de apeaderos de mala muerte. Yo permanecía pegada al cristal helado de la ventanilla mientras mi madre dormitaba o se despertaba para volver a decirme que no debía ser tímida ni aislarme, ahora que iba a tener dos compañeros de juegos. Según ella, de los Fortune era la mansión más grande y elegante al este de Portland y uno de los lugares más famosos de la costa. De pequeña solía ir a Little Prospect y no había olvidado su cúpula y sus columnas blancas, que asomaban por encima de los bosques de píceas, sobre un risco elevado.
Me contó que de ellos se decía: «Los Fortune siempre suben, como la levadura». Hace ya muchos años que no oigo ese dicho y pronto no quedará nadie que lo recuerde. Otro dicho que me contó aquel día fue: «No hay...




