E-Book, Spanisch, Band 46, 272 Seiten
Reihe: Impedimenta
Fitzgerald El inicio de la primavera
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-17115-64-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 46, 272 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-64-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Corre el mes de marzo de 1913 y la convulsa ciudad de Moscú se prepara para la llegada de la primavera. En el ambiente se percibe una transformación dramática, pero en el número 22 de la calle Lipka, hogar del impresor inglés Frank Reid, ese cambio será aún más evidente y decisivo. Una noche, tras regresar a su casa, Frank descubre que su esposa se ha marchado de la ciudad llevándose a sus tres hijos. Pronto aparecerá en la vida del impresor una mujer sencilla, una especie de dríade por la que Frank acabará por sentirse hechizado. Y así, acompañado de su contable, Selwyn Crane, devoto seguidor de Tolstói, y de Volodia, un misterioso estudiante que irrumpe en la imprenta con extrañas intenciones, Frank tendrá que dilucidar qué motivos mueven a los demás a comportarse de forma a veces extraña, a veces irracional. Una nueva obra maestra de Penelope Fitzgerald, autora de la aclamada La librería, y un ejemplo apasionante de sutileza y potencia narrativa.
Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916. Era la hija del editor de Punch, Edmund Knox, y sobrina del teólogo y novelista Ronald Knox, del criptógrafo Dilly Knox y del estudioso de la Biblia Wilfred Knox. Fue educada en caros colegios de Oxford. Durante la segunda guerra mundial trabajó para la BBC. En 1941 se casó con Desmond Fitzgerald, un soldado irlandés, con el que tuvo tres hijos. Durante algunos años vivió en una casa flotante en el Támesis. Autora tardía, Penelope Fitzgerald publicó su primer libro en 1975, a los cincuenta y ocho años, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones. En 1977 publicó su primera novela, The Golden Child, una historia cómica de misterio ambientada en el mundo de los museos. A lo largo de los siguientes cinco años publicó cuatro novelas vagamente autobiográficas, que la consagraron como una de las figuras más importantes de la nueva narrativa inglesa, comparable a Iris Murdoch o A. S. Byatt. Con La librería (1978) fue finalista del Booker Prize, premio que finalmente consiguió con su siguiente novela, A la deriva (1979). Siguieron Human Voices (1980) y At Freddie's (1982). En este punto, Fitzgerald declaró que ya estaba cansada de escribir sobre su propia vida, y se decantó por la novela que desvelaba hechos y acontecimientos del pasado, desde un punto de vista histórico. La primera de ellas sería Inocencia (1986), desarrollada en la Italia de los años 50 y que narraba la historia de amor entre la hija de un aristócrata arruinado y un médico comunista. En 1988 publicó El inicio de la primavera, que tiene lugar en el Moscú de 1913, protagonizada por un pequeño impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa. Siguieron La puerta de los ángeles (1990) y La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis. Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000.
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En 1913, ir de Moscú a Charing Cross con escala en Varsovia costaba catorce libras, seis chelines y tres peniques, y suponía dos días y medio de viaje. En el mes de marzo de 1913, la esposa de Frank Reid, Nellie, inició ese periplo desde el número 22 de la calle Lipka, en la zona de Jamovniki, y se llevó a sus tres hijos con ella, es decir, a Dolly, a Ben y a Annushka. Annushka (o Annie) tenía dos años y nueve meses, y seguramente le iba a dar mucho la lata, más que los otros dos juntos. Sin embargo, Dunyasha, la empleada que cuidaba de los niños en el 22 de la calle Lipka, no se marchó con ellos. Dunyasha debía de estar al tanto de todo, pero Frank Reid no. Y fue al regresar a su casa, directamente de la imprenta, cuando se enteró de lo sucedido gracias a una carta que, como le dijo Toma, su sirviente, le había llevado un mensajero. —¿Dónde está? —preguntó Frank mientras recogía la carta. Era la letra de Nellie. —Ya se ha ido. Pertenece al Gremio de Mensajeros, y no se le permite quedarse a descansar. Frank se dirigió a la parte trasera de la casa, torció a la derecha y entró en la cocina, donde se topó con el mensajero, que había dejado su gorra roja en la mesa, frente a él, y estaba bebiéndose un té con la cocinera y su ayudante. —¿De dónde has sacado esta carta? —Me llamaron para que viniera —dijo el mensajero poniéndose de pie—, y me la entregaron. —¿Quién te la dio? —Su esposa, Elena Karlovna Reid. —Esta es mi casa y yo vivo aquí. ¿Para qué iba a necesitar mi mujer mandarme un mensajero? A esas alturas ya habían entrado en la cocina el limpiador de zapatos, al que llamaban el Pequeño Cosaco, la lavandera, que iba todas las semanas sin excepción, la doncella, y Toma. —Le dijeron que se la entregara en su oficina —dijo Toma—. Pero hoy ha regresado usted a casa antes de lo habitual y se me ha adelantado. Frank había nacido y crecido en Moscú, y, aunque era tranquilo y poco expresivo por naturaleza, sabía que había determinados momentos en que su vida debía quedar expuesta ante los ojos de los demás como si estuviera subido a un escenario. Así que se sentó junto a la ventana, a pesar de que eran las cuatro y ya había anochecido, y abrió la carta delante de todos. No recordaba haber recibido más de dos o tres cartas de Nellie en todos los años que llevaban casados. No había sido necesario, ya que casi nunca se separaban y, además, ella hablaba mucho. Aunque últimamente no tanto, quizá. Leyó lo más despacio que pudo, pero la carta solo constaba de unas pocas líneas, en las que le decía que se marchaba. No mencionaba nada acerca de volver a Moscú, y él llegó a la conclusión de que no había querido decirle lo que le ocurría realmente. Al final de la página le pedía que no creyera que existía la menor amargura en lo que le contaba, y que esperaba que él recibiera la noticia con el mismo espíritu. Decía también algo acerca de que se cuidase. Todos se quedaron mirándole en silencio. Como no deseaba decepcionarles, Frank dobló el papel cuidadosamente y volvió a meterlo en el sobre. Luego miró hacia el umbrío patio, donde la pila de leña para el invierno había quedado ya reducida a la cuarta parte de lo que fue alguna vez. Las lámparas de aceite de los vecinos brillaban aquí y allá al otro lado de la valla trasera. Gracias a un acuerdo con la compañía eléctrica de Moscú, Frank había instalado su propia iluminación de veinticinco vatios. —Elena Karlovna se ha marchado —dijo—, y se ha llevado a los tres niños. No sé cuánto tiempo estará ausente. No me ha dicho cuándo va a volver. Las mujeres comenzaron a llorar. Debían de haber ayudado a Nellie a preparar su equipaje, y se habrían quedado con la ropa de invierno que no cabía en los baúles, pero sus lágrimas eran auténticas, y traslucían verdadero dolor. El mensajero estaba todavía de pie junto a él, con su gorra roja en la mano. —¿Le han pagado a usted ya? —le preguntó Frank. El hom-bre dijo que no. A los del gremio se les pagaba según unas tarifas fijas, que suponían de veinte a cuarenta kopeks, pero en aquel caso no sabía si había hecho algo o no para merecer tal pago. El encargado del patio y de los animales entró también en la cocina, cubierto de grasa y de serrín, y acompañado del inconfundible aroma del frío. Tuvieron que contárselo todo de nuevo, a pesar de que también él debió de haber ayudado a cargar el equipaje de Nellie. —Lleven un poco de té a la sala de estar —dijo Frank, y le dio al mensajero treinta kopeks—. Cenaré a las seis, como de costumbre. La idea de que los niños no se encontraran allí, de que Dolly y Ben no regresarían de la escuela y de que Annushka no estaba ya en la casa, lo asfixió. Esa misma mañana tenía tres hijos y ahora ya no tenía ninguno. Era incapaz de precisar cuánto iba a echar de menos a Nellie, incluso cuánto la echaba de menos ya. Decidió dejar aquello a un lado, y juzgar las consecuencias más tarde. Llevaban tiempo considerando la idea de hacer un viaje a Inglaterra, y Frank, con ese propósito, había preparado los pasaportes de la familia en la comisaría local y en el departamento central de policía. Posiblemente, fue al firmar su pasaporte cuando a Nellie se le debió de meter aquella idea en la cabeza. Aunque, ¿cuándo había permitido Nellie que se le metiera cualquier tipo de idea en la cabeza? Desde que fuera creada por el padre de Frank en Moscú en la década de 1870, la empresa Reid se había dedicado a importar y montar maquinaria destinada a la impresión. Para complementar la actividad, había adquirido una imprenta más bien pequeña, y ese era el único negocio con el que contaba Frank en ese momento. Con la planta de montaje ya no había nada que hacer, puesto que los alemanes y la competencia que suponía la posibilidad de importar directamente eran demasiado fuertes. Pero la imprenta Reid iba bastante bien, y además contaba con la clase de responsable que resultaba razonablemente eficaz para llevar la contabilidad de una empresa como aquella. Aunque tal vez la palabra «razonable» no fuera la más adecuada para describir a Selwyn. No tenía esposa y parecía no sufrir por ello. Era un seguidor de Tolstói, más ferviente aún si cabe desde la muerte de este, y por si fuera poco escribía poesía en ruso. Frank daba por hecho que la poesía rusa hablaba sobre todo de abedules y de nieve, y lo cierto era que en los últimos versos que Selwyn le había leído, había bastantes abedules y había también bastante nieve. Frank se dirigió al teléfono. Marcó dos veces y pidió que le pusieran con la imprenta Reid. Tuvo que repetir la orden. Mientras tanto, entró Toma con un samovar, el pequeño, que seguramente era el más adecuado para el dueño de la casa ahora que se había quedado solo. El agua acababa de romper a hervir y lanzaba un ligero sonsonete cargado de agradables promesas. —¿Qué hacemos con las habitaciones de los niños, señor? —preguntó Toma en voz baja. —Cierra las puertas y déjalas como están. ¿Dónde está Dunyasha? Frank sabía que podía hallarse en cualquier lugar de la casa, tratando de pasar inadvertida como una perdiz en su agujero, para que nadie pudiera echarle la culpa de nada. —Dunyasha quiere hablar con usted. Ahora que no están los niños, quiere saber en qué va a consistir su trabajo. —Dile que esté tranquila. —Frank pensó que hablaba como el caprichoso amo de un contingente de siervos. Que él supiera, nunca les había dado motivos para que sus criados se preocuparan por la estabilidad de sus empleos. La llamada por fin llegó, y la tranquila y meditabunda voz de Selwyn respondió en ruso: —Te escucho. —Mira, no quiero interrumpirte esta tarde, pero ha ocurrido algo inesperado. —No pareces tú, Frank. Dime, ¿qué ha sucedido? ¿Se trata de algo alegre o de algo triste? —Yo diría que de algo bastante sorprendente. Pero si he de elegir, diría que es más bien triste. Toma salió al vestíbulo un instante, diciendo algo sobre los cambios que había que llevar a cabo a partir de ese momento, y luego se retiró a la cocina. Frank continuó: —Selwyn, es Nellie. Ha regresado a Inglaterra, creo. Y se ha llevado a los niños. —¿A los tres? —Sí. —¿Y no podría ser que quisiera ver a…? —Selwyn vaciló un instante, como si le resultara muy difícil encontrar las palabras adecuadas para referirse a las relaciones humanas más corrientes—. ¿No será que quiere visitar a su madre? —No me ha dicho ni una palabra en ese sentido. Además, su madre ya había muerto cuando nos conocimos… —¿Su padre, entonces? —Solo tiene un hermano. Y vive donde siempre, en Norbury. —¡En Norbury, Frank! ¡Y además, huérfano! —Bueno, también yo soy huérfano, si nos ponemos así. Y tú también lo eres. —Ya, pero yo tengo cincuenta y dos años… Selwyn contaba con una buena dosis de sentido común, algo que ponía de manifiesto en el trabajo y también, de la manera más inesperada, en las ocasiones más dispares, cuando parecía casi imposible. Ahora decía: —No tardaré mucho. Estoy terminando de verificar que los salarios que pagamos concuerdan con nuestros cálculos. Me dijiste que querías que lo hiciera con más frecuencia. —Y quiero que lo hagas con más frecuencia. —Cuando acabe, ¿por qué no cenamos juntos, Frank? No quiero ni pensar en que...