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E-Book, Spanisch, Band 101, 352 Seiten

Reihe: Impedimenta

Fitzgerald Inocencia


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15979-21-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 101, 352 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-15979-21-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



La joven Chiara Ridolfi acaba de salir del colegio inglés en el que ha pasado su infancia. Al llegar a Florencia, donde viven su padre y su tía, descendientes de una antigua familia de nobles italianos ahora venida a menos, se enamora perdidamente del doctor Salvatore Rossi, un hombre recio, hecho a sí mismo y con una inmensa conciencia de clase. Pero a partir de su primer encuentro, en un concierto para violín de Brahms, el mundo parece confabularse para que sientan que todo se interpone en su camino. El carácter de ambos, insegura ella e inflexible él, ayuda a hacer de su vida algo insoportable. Hasta que alguien decide adoptar una medida sorprendente y extrema, fruto de una peculiaridad ancestral del temperamento familiar. Penelope Fitzgerald, autora de 'La librería' y 'El inicio de la primavera', vuelve con una novela inteligentísima y tremendamente seductora, que nos recuerda a una comedia de Shakespeare y que crea un universo real y completo, casi tangible, en el que es posible encontrar un auténtico prodigio tras cada esquina.

Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916. Era la hija del editor de Punch, Edmund Knox, y sobrina del teólogo y novelista Ronald Knox, del criptógrafo Dilly Knox y del estudioso de la Biblia Wilfred Knox. Fue educada en caros colegios de Oxford. Durante la segunda guerra mundial trabajó para la BBC.

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1

Cualquiera que pase por delante de la villa de los Ridolfi, La Ricordanza, podrá reconocerla de inmediato. Solo tiene que levantar la mirada y contemplar las estatuas de piedra colocadas en la parte más elevada de los muros que circundan la propiedad. Todo el mundo las conoce como «los enanos». Se ven mejor desde el lado derecho de la carretera que lleva a Val di Pesa. No se trata de enanos en sentido estricto ya que representan cuerpos adultos de menos de un metro treinta, patológicamente pequeños, pero bien proporcionados. Como los terrenos de la villa se inclinan en brusca pendiente hacia el suroeste, desde la carretera no puede verse nada de lo que queda al otro lado de los muros, salvo los tejadillos y los ademanes de los enanos, suspendidos en la espaciosa aguada azul del cielo. Algunos de aquellos ademanes resultan acogedores y hospitalarios, como si los enanos estuvieran invitando a entrar al viandante. Otros, sin embargo, sugieren justo lo contrario. Hay a la venta postales coloreadas de la villa, pero las estatuas no son las mismas que aparecen en los grabados antiguos, y ni siquiera son las mismas que las de las antiguas postales. Quizá hayan reemplazado algunas de ellas por otras nuevas. En 1568, el propietario de La Ricordanza era, claro está, un Ridolfi de baja estatura. Se había casado con una mujer también pequeña, con quien tuvo una hija, nacida después de muchos embarazos fallidos; la niña también resultó ser pequeña. Al parecer, no se trataba de la única familia que por aquella época se encontraba en esa situación o en una situación parecida. Estaban, por ejemplo, los Valmarana de Monte Berico, a las afueras de Verona. En su caso, la hija de la casa era enana y, para que no supiera jamás lo diferente que era del resto del mundo, solo permitieron que en Villa Valmarana entraran enanas que jugarían con ella y que se encargarían de cuidarla. En La Ricordanza, por su parte, el conde Ridolfi hizo llamar a un médico de acreditada reputación académica, Paolo della Torre, que había ejercido su profesión en Torre da Santacroce. Paolo le respondió por carta. En ella le aseguraba que si a los Valmarana les estaba funcionando tan bien su estrategia era porque había una gran cantidad de enanos en los dos pueblos de los alrededores. Los viajeros que pasaban por aquella zona solían desviarse de su trayecto para ir a ver si se topaban con alguno de los enanos y, en caso de que no apareciera ninguno, el conductor se ofrecía a bajar de su asiento e ir a sacarlos él mismo de sus casas para que los turistas pudieran verlos. En aquella época no se sabía que los habitantes de Monte Berico padecían una enfermedad pulmonar y que la baja concentración de oxígeno en la sangre era la causante de un alto índice de enanismo. «Pero estas gentes no serían las más adecuadas para servir a su señoría —añadía Paolo en su carta—. Y yo le aconsejaría, además, que no se lamentara en ningún caso por no tener más enanos en La Ricordanza. En lo que respecta al linaje o a la raza, hay que recordar que, en palabras de Maquiavelo, la Naturaleza implanta en todo una energía oculta que aporta su esencia a lo que de ella brota, haciéndolo similar a sí misma. Podemos descubrir la gran verdad de estas palabras en el propio limonero, cuya más insignificante ramita, aun en el caso de que el árbol tenga la mala fortuna de revelarse infecundo, sigue manteniendo la fragancia que constituye el alma del limón.» Dicha carta era reveladora, y muy educada, pero completamente inútil. Con gran dificultad, y tras muchas consultas, Ridolfi examinó todos los casos declarados que pudo de familias de constitución pequeña y, así, para cuando su única hija cumplió los seis años, ya disponía de todo un séquito adecuado a su situación: una institutriz pequeña, un médico pequeño, un escribano pequeño, etcétera. Todo a su medida. La niña nunca salía de la villa e imaginaba que en el mundo solo había personas de menos de un metro treinta de estatura. Para entretenerla mandaron traer de Valmarana a un enano (a un verdadero enano, no a una persona pequeña), pero la iniciativa no tuvo ningún éxito. Ella le compadecía al pensar en lo mal que lo debía de pasar al darse cuenta de que, como enano, era diferente a todos los que vivían en La Ricordanza. Un día, al querer hacerla reír a toda costa, el enano se cayó y se abrió la cabeza, lo que hizo que la niña gritara con tanta angustia que se vieron obligados a prescindir de él. Los Ridolfi sufrían por tener que engañar a su hija de aquella manera. Pero el engaño, en gran medida, resulta cada vez más fácil con la costumbre. Toda la propiedad había sido, por supuesto, ampliamente acondicionada, aunque hoy en día solo se conserve una de aquellas excepcionales escaleras que atravesaban los jardines, con sus diminutos peldaños de hierba y mármol. En cuanto a las estatuas, no se debían a ningún escultor local, a pesar de la cantidad de canteras que había por los alrededores. Tal cometido le fue encargado a un artista completamente desconocido, del que ciertas autoridades pensaban que había sido prisionero de guerra turco. Por aquel entonces, el conde Ridolfi supo de una niña también pequeña, una niña ilegítima pero de buena familia, que vivía a una distancia considerable de La Ricordanza, en Terracina, y lo dispuso todo para que la niña se mudara a vivir con ellos. Afortunadamente, la pequeña había nacido muda o, al menos, cuando llegó a La Ricordanza era incapaz de hablar. Por tanto, resultaba imposible que pudiera contarle a la joven heredera cómo eran los seres humanos que había visto fuera de los muros de la villa. Todo el cuidado y todas las atenciones de la pequeña niña Ridolfi eran ahora para Gemma da Terracina. Dado que no pudo lograr que su nueva amiga emitiera sonido alguno —algo que hasta la mayoría de los pájaros enjaulados podían hacer—, quiso renunciar a estudiar latín y griego y, en todo caso, pidió que nunca volvieran a leerse sus lecciones en voz alta. En cuanto a la música, este era un asunto si cabe más grave. Los Ridolfi disponían de un organista particular, que tocaba un instrumento en miniatura, situado en el salotto, que parecía casi de juguete y cuyos sonidos aún resultan tan nítidos como los de un pájaro. Cualquiera que lo haya visto, a buen seguro no podrá olvidarlo en su vida. Debió de suponer un auténtico sacrificio tener que silenciar aquel órgano, y probablemente se trató de un esfuerzo bastante inútil, puesto que no había prueba alguna de que Gemma fuera sorda. En cualquier caso, menos de doce meses después, Gemma comenzó a crecer a un ritmo notable, como si su cuerpo se hubiera propuesto compensar aquellos ocho años que llevaba de retraso. Para la primavera siguiente, le sacaba ya una cabeza al médico de la familia, que vivía con el capellán y el escribano en unas dependencias construidas especialmente para ellos sobre la capilla. El médico, tras ser consultado, poco pudo aportar. Pensó en administrarle a Gemma aceite de enebro para impedir el crecimiento y, más tarde, cuando aquello falló, llevó a la práctica un antiguo remedio atribuido a Plinio, quien afirmaba que los comerciantes griegos solían frotar un bulbo de jacinto sobre las esclavas jóvenes a fin de evitar que les creciera el vello púbico. Los Ridolfi empezaron a temerse que su médico fuera un poco tonto. Angustiados, buscaron por todas partes a alguien que les pudiera ofrecer algún consejo mejor. Una vez más, el veredicto de della Torre les resultó de poca utilidad. Otra carta de las suyas, ahora desde la Biblioteca Nazionale, señalaba que era una locura, en última instancia, tratar de revertir las tendencias de la Naturaleza. «No se preocupen tanto —añadía—, por todo ese asunto de la felicidad de su hija.» También se produjo cierto intercambio de pareceres entre Ridolfi y su hermano, el cardenal arzobispo de Florencia, que no aludió en absoluto a la Naturaleza, pero advirtió que la felicidad humana debe dejarse en manos del Cielo. «Por supuesto —admitió el conde—. Y así lo haré en todo lo que a mí respecta. Pero seguro que estoy en mi derecho de consagrarme al auxilio de los demás. ¿Qué mejor tarea puede existir en el mundo?» Lo cierto era que su hija no estaba en absoluto preocupada por su propia suerte, sino por la de su amiga únicamente. Ella pensaba que, al final, si Gemma tenía que salir de nuevo al mundo, donde nadie medía más de metro treinta de altura, la tratarían como a un monstruo. Y además, para colmo, era muda e incapaz de explicarse. Toda la situación resultaba cruelmente embarazosa. La niña se acostumbró a caminar unos pasos por delante de Gemma para lograr que sus sombras parecieran igual de largas. El conde estaba seguro de que jamás el Cielo ni la Naturaleza habían otorgado a nadie, y menos a un niño, un corazón tan compasivo como el de su hija. Resultaba imposible, impensable incluso, separarla ahora de Gemma, así que se vio obligado a prometerle a su hija que cualquier cosa que se le ocurriera para ayudar a la pobre Gemma en su desesperada situación la llevarían a cabo, fuera lo que fuera y costase lo que costase. Por aquel entonces la niña estaba a punto de cumplir los ocho años, edad en que la mente empieza a operar de manera lógica, sin albergar más dudas acerca de lo aprendido hasta el momento, ya que deja de preocuparse por la posibilidad de que pueda existir un mundo diferente al que conoce. Esta fue la razón (por ejemplo) de que no hubiera puesto nunca en tela de juicio el hecho de su propio confinamiento en La Ricordanza....



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