E-Book, Spanisch, Band 346, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Flamigni Circunstancias casuales
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16749-83-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 346, 200 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16749-83-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
«La vida se va construyendo como un entramado de hechos casuales y hechos voluntarios, que se suceden sin regla alguna (...), en un molesto desorden del que a menudo ni siquiera nos percatamos». Annibale Ricci Ribald es un ser verdaderamente detestable, un anciano notario de familia adinerada que vive en un nido de víboras atestado de víctimas que, a su vez, son también verdugos. La mujer y los hijos, las criadas y los empleados, los clientes y los vecinos, todos están llenos de mediocres resentimientos y culpas inconfesables. Pero un día el funcionario aparece muerto en su despacho en la costa de Romaña; y poco después, la comadrona que trajo al mundo a sus hijos corre también la misma suerte... Para esclarecer lo sucedido, el jefe de policía Macbetto Fusaroli volverá a contar en esta ocasión con la inestimable ayuda de Primo Casadei y su extraña familia de investigadores: su esposa Maria, una inmigrante china que aprendió italiano escuchando los culebrones de la radio; su amigo Proverbio; el simplón Pavolone y las pequeñas gemelas Beatrice y Berenice.
Carlo Flamigni (Forlì, Italia, 1933) vive y trabaja en Bolonia y es autor de cuentos, novelas policiacas y libros infantiles. En 2011 recibió el premio Serantini por Crimen en la colina, primer título de la serie protagonizada por la familia Casadei. Flamigni es además un prestigioso médico, profesor de Ginecología y Obstetricia en la Universidad de Bolonia y miembro del Comité Nacional de Bioética.
Weitere Infos & Material
3 La señora Ada, la esposa del doctor, había reaccionado bien ante la muerte de su marido y fatal ante el terrible descubrimiento de su infidelidad: se había negado a seguir el ataúd, había comenzado una campaña denigratoria en contra de la otra mujer, la nunca lo suficientemente vituperada Virginia (¡Virginia!), que según su resuelto modo de ver era la auténtica responsable de la tragedia. En lugar de encerrarse en una respetuosa (y prudente) discreción, se dedicó a pasearse por todos los salones contando detalles inéditos, chismes de nuevo cuño, casi siempre de dudosa verosimilitud, fingiendo incluso alegría y diversión. Lo único que se negaba a aceptar era la comparación (ofensiva) con la pareja que se había anticipado en seguir el mismo recorrido mortal, la del joven marqués y Tudina: —Es que los nuestros, estimado señor, estaban vestidos. Era la frase con la que cerraba la boca a quienes le planteaban la comparación. Annibale, por su parte, lo había tomado aún peor. Hasta ese día había vivido como un buen chico próximo a su familia: aplicado en los estudios, excelentes notas siempre merecidas, unos cuantos amigos seleccionados con premura por su padre, alguna chica, nunca lo suficientemente buena ni lo suficientemente seria para llegar a gustar a su madre, y destinada por lo tanto a representar únicamente la oportunidad para una nueva decepción. El único verdadero sufrimiento se lo causaba su diabetes, que padecía desde que era niño, no porque fuera una enfermedad particularmente grave, o porque le impidiera alimentarse como él quería —no sentía el menor interés por la buena cocina, no probaba el alcohol y estaba tan delgado como un fideo— sino porque le obligaba a sufrir tres veces al día el oprobio de una aguja que se le introducía en la carne, un tormento al que no llegaba a acostumbrarse y que vivía de forma no muy diferente a la de un hombre condenado a la guillotina —imagíneselo el lector: tres guillotinas al día, todos los días...—. La oposición a notario la había sacado a la primera, clasificándose entre los diez primeros, de modo que pudo elegir como primer destino una pequeña ciudad vecina a la que iba cómodamente en bicicleta, premisa natural para la apertura de un despacho en la ciudad. El descubrimiento de que su temido padre había sido un incauto proxeneta lo dejó consternado. En consecuencia, después de que su madre decidiera poner fin a sus histéricas representaciones y se envenenara con una cantidad de barbitúricos que los médicos juzgaron insuficientes incluso para un corto sueño (sus amigas estaban convencidas de que la pobre mujer quiso limitarse a poner en escena un suicidio pero acabó muriéndose de miedo ante la idea de que nadie llegara a tiempo para salvarla), cambió radicalmente su manera de ver las cosas y el mundo. Dejó de ir a la iglesia, suspendió todas las actividades caritativas de las que su familia llevaba décadas haciéndose cargo, olvidó de forma definitiva las tumbas de sus padres, empezó a hacer un uso «discutible» de la gran cantidad de dinero heredado, concediéndolo en préstamos con elevados tipos de interés y solo a personas que no podían sacar beneficio alguno en hacer públicas sus dificultades económicas. Reorganizó su vida de forma muy esquemática, sin dejar nada al azar. Vivía solo en la amplia vivienda del piso principal, solazado por una extraordinaria colección de armas medievales y por una cantidad inimaginable de libros antiguos, los únicos objetos hacia los que, a pesar de que hubieran sido atesorados por su padre y por su abuelo, mostraba ese afecto y ese respeto que desde luego no dispensaba a las personas, ni siquiera a los parientes. Había heredado de sus padres una cocinera y un par de sirvientes que despidió de inmediato, para reemplazarlos con personal que nunca había tenido contacto ni con su padre ni con su madre. Bajaba todas las mañanas a las nueve en punto a sus amplias oficinas, que ocupaban la mayor parte de la planta baja y en la que se reunía con sus tres colaboradores: un tal Domenico, «pasante» de su misma edad, que había ilusionado a su familia y amigos con la perspectiva de una brillante carrera profesional y que en cambio terminó siendo juzgado por fraude, un asunto menor que sin embargo le acarreó una condena, y que lo obligó a aceptar el primer trabajo que se le ofreciera, para no morir de hambre. Casi en las mismas condiciones se hallaba Carla, madre soltera repudiada por su familia de origen y que contaba exclusivamente con ese salario para sobrevivir y hacer que sobreviviera su criatura. Diferente, pero solo hasta cierto punto, era Egle, una chica con la que el notario tuvo un romance y que nunca había dejado de amarlo con lealtad y sumisión, hasta el extremo de aceptar trabajar para él con tal de estar a su lado. El punto de contacto entre estas tres pobres almas era el salario, establecido sin posibilidad de discusión ni esperanza de aumento por el notario, del que nos limitaremos a decir que no era generoso. Seis días a la semana, por lo tanto, a las nueve en punto de la mañana, el notario bajaba al estudio, se sentaba ante su escritorio, intercambiaba unas cuantas palabras —las realmente indispensables— con el personal y empezaba a trabajar. Volvía a subir a su casa a la una para tomar un frugal almuerzo y echarse una breve siesta; a las tres estaba de nuevo en el despacho, donde permanecía trabajando hasta las ocho. La noche la reservaba por lo general al estudio, a la lectura, al cuidado de sus colecciones y a la música. Los domingos, sin embargo, Annibale desaparecía. Las pocas personas que lo trataban sabían, más o menos, por qué desaparecía y adónde iba, y el apodo que le habían encasquetado era Teodoacre, como el personaje de una bien conocida poesía dialectal, que además, para ser el rey de los hérulos, «se iba de caza todos los días de la semana, pero el domingo no...», porque, según proseguía el poema, se hallaba en otra parte, en un lugar que la buena educación me impide mencionar aquí. Para nuestro Teodoacre, el lugar era una casa de citas en una ciudad cercana (una ciudad más grande, más tolerante y mucho, mucho más chispeante que aquella en la que el notario trabajaba y vivía), un lugar tan refinado, reservado y misterioso cuanto pueda uno imaginarse. Creo que resultará conveniente, si el lector quiere entender algo más acerca de las personas que nacen y se crían en las pequeñas ciudades de provincia de la Romaña, que considere atentamente este rito de muchos solteros que —a causa de la timidez o por necesidad de no exponerse— buscan y encuentran satisfacción para sus necesidades sexuales acudiendo con asiduidad a las casas de citas. Detengámonos un poco más en ello. En otros tiempos, cuando existían aún las casas de mancebía, las casas de citas representaban la categoría superior, aquella a la que solo tenía acceso la gente con posibles, quienes, además, necesitaban obtener una recomendación para ser admitidos, al menos la primera vez. No se trataba únicamente de la calidad de los productos a la venta la que marcaba la diferencia entre las dos categorías; había mucho más. En primer lugar, según se decía —y, en algunas ocasiones, hasta era cierto—, a las casas de citas acudían señoras de la pequeña y mediana burguesía, que buscaban allí algo de dinero para sus caprichos o algo de distracción y de alternativas para mejorar la calidad de sus vidas. Lo mismo se decía de muchas estudiantes, en particular de aquellas que dejaban sus localidades de origen para ir a estudiar a la universidad, sobre todo si no tenían novio oficial o si empezaban a vestirse de repente con una elegancia de la que en el instituto nunca habían podido hacer gala. Eso era, por encima de todo, lo que volvía locos a los hombres: muchos de ellos no podían evitar sentir cierto malestar y, a veces incluso hostilidad en relación con las prostitutas, cuya vulgaridad detestaban especialmente; les encantaba imaginarse que, en alcobas algo más costosas y algo más difíciles de conquistar, podían encontrarse con personas como ellos, engolosinadas por el deseo de aventurarse por caminos desconocidos y prohibidos, o incluso, por qué no, con buenas chicas tímidas y recatadas, obligadas por la necesidad o chantajeadas por la miseria, pero en conjunto parecidas a ellos, es decir, educadas, respetuosas y hasta algo curiosas y algo gruñonas. Es ese afán —o, si el lector lo prefiere, esa ilusión— lo que ha permitido sobrevivir a las casas de citas, incluso hoy en día, en un mundo en el que la industria del placer de pago ha cambiado sus rasgos distintivos y puede ofrecer a los clientes una variedad de encuentros en otros tiempos inconcebible. Una vez admitidos en una de esas «moradas» —estoy tratando de no emplear la palabra «casa», para remachar la extraordinaria diferencia entre ambos ámbitos, en los que, en el fondo, se celebraban los mismos ritos—, los afortunados asistentes quedaban casi siempre impresionados por el estilo de la señora que los recibía, una mujer que nunca se mostraba vulgar, a menudo exhibía aún vestigios de una antigua belleza y utilizaba con habilidad y gran dominio del lenguaje todos los eufemismos necesarios para demostrar que en aquel lugar la gente se reunía para permitir a personas en una desesperada búsqueda de afecto perderse las unas en las otras, y que el dinero que pasaba de una a otra mano no servía en realidad para pagar el encuentro, sino para consentirlo; en el fondo, incluso el Estado paga considerables óbolos a la Iglesia para que sus sacerdotes puedan consolar a una humanidad doliente y necesitada de amor. Las mismas fotografías que se mostraban en un álbum de respetables dimensiones no eran...