E-Book, Spanisch, Band 243, 196 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Flamigni Crimen en la colina
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15723-96-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 243, 196 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-15723-96-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Primo Casadei es un escritor de pasado cuestionable con una familia muy peculiar: Maria, su mujer, es una inmigrante china que aprendió el italiano dialectal escuchando los culebrones de la radio; Pavolone, su «guardaespaldas», es un muchacho simplón; Proverbio es un viejo que los socorrió en tiempos difíciles, ateo apasionado y filón inagotable de sabiduría popular; y las hijas pequeñas del matrimonio son las gemelas Beatrice y Berenice. La familia se muda a un pueblecito de la Romaña para que la pequeña Beatrice se recupere de una tuberculosis. Es el pueblo de la familia Casadei, aunque Primo lleva décadas sin pisarlo, y, en él, como en todos los pueblos pequeños, los viejos odios y rencillas todavía están latentes. Pero, al poco de su llegada, la tranquila existencia del pueblo se ve perturbada por una abominable sucesión de homicidios de niños en el bosque, asesinatos tan distintos unos de otros como para rechazar la idea de un maniaco o de un asesino en serie. Incluso a Beatrice la intentan secuestrar, pero el intento es abortado por Pavolone. Primo comenzará entonces a indagar por su cuenta...
Carlo Flamigni (Forlì, Italia, 1933) vive y trabaja en Bolonia y es autor de cuentos, novelas policiacas y libros infantiles. En 2011 recibió el premio Serantini por Crimen en la colina, primer título de la serie protagonizada por la familia Casadei. Flamigni es además un prestigioso médico, profesor de Ginecología y Obstetricia en la Universidad de Bolonia y miembro del Comité Nacional de Bioética.
Weitere Infos & Material
Capítulo II Historia de una familia pegada a la colina. La violencia vive en los lindes. Parientes, serpientes. La iglesia, la escuela, la farmacia... Las colinas de la Romaña son siempre hermosas. Hermosas en invierno, cuando están completamente blancas por la nieve; hermosas en primavera, cuando se alternan, escrupulosos y metódicos, los mil matices del verde; hermosas en verano, cuando se cuecen al sol y se doran por entero hasta quemarse; hermosas en otoño, cuando se recomponen y se preparan para el nuevo silencio invernal. No tan bonito es vivir en ellas y, si el oficio que te toca es el de campesino, es posible decir incluso que vivir allí puede ser complicado y difícil. La vida del campesino ha sido siempre áspera y trabajosa y solo en los últimos años las modificaciones de los cultivos y la posibilidad de utilizar un gran número de instrumentos y de medios mecánicos la ha vuelto aceptable. En las colinas, sin embargo, muchos de esos medios no funcionan o funcionan mal, la tierra es avara y el esfuerzo físico, aún muy grande. Y si así es hoy, piense el lector en cómo sería hace ciento cincuenta años, cuando la familia Casadei, apodada Buschétt, se asentó en la finca conocida como la Casaza, al principio como colonos del conde M. y más tarde como pequeños propietarios. Por aquel entonces, a causa del esfuerzo, la gente moría y, para añadir seis brazos a la fuerza laboral, por lo general había que producir doce. Y si después el buen Dios no se llevaba consigo los excedentes, entonces el problema era sentarlos a la mesa. A finales del siglo XIX, en la Casaza vivían dos hermanos, Giuseppe y Andrea Casadei, sus respectivas mujeres, trece hijos, y ya se percibía aroma a nietos. En aquella época, el hijo mayor de Giuseppe, que se llamaba Andrea como su tío y a quien todo el mundo llamaba Muzghina, se marchó de casa en busca de fortuna a C., el pueblo más cercano y que mayores posibilidades de trabajo parecía ofrecer para un joven emprendedor. Allí vivió Muzghina durante varios años una vida aventurera y complicada, que me comprometo a contar al lector antes o después, pero que por ahora nos desviaría demasiado de nuestra historia, para llegar al final a la conclusión de que lo mejor que podían hacer él y su nueva familia era regresar a la Casaza. Con el paso del tiempo, desaparecidos los dos hermanos, las familias fueron incapaces de hallar el necesario acuerdo para seguir viviendo y trabajando juntos: después de una de sus muchas discusiones, en un momento en el que consiguieron hacer que prevaleciera el sentido común, decidieron vender una parte del bosque y usar las ganancias y todos los ahorros que tenían para comprar una finca colindante, llamada e Sdalétt, a la que se trasladó la familia del viejo Andrea. Las dos fincas eran bastante parecidas, un centenar de hectáreas cada una, grandes solo en apariencia, porque la tierra realmente cultivable no era en el fondo tanta... Allí vivieron y penaron las dos familias, manteniendo durante largo tiempo relaciones cuanto menos civilizadas: las mujeres iban a misa juntas, los hombres iban juntos a la taberna, se reunían en bodas, nacimientos y funerales, pues los cumpleaños nadie sabía ni lo que eran. Después, un día, uno de los muchachos más jóvenes, e Murì, volvió a la Casaza sujetándose las tripas con las manos, una herida de hocino le había abierto el vientre. E Murì no pudo ni llegar a ver al médico, parecía casi como si la vida tuviera prisa en abandonarlo: Murìó sin decir nada, el nombre de su asesino no quiso revelárselo ni siquiera a su madre. Decisión inútil, porque este, uno de los nietos más jóvenes del viejo Andrea, se fue él solito al cuartel de los carabineros a entregarse. Se habían puesto a discutir, contó, a causa de un árbol que crecía justo en las lindes, ya se sabe lo que ocurre en discusiones de esas, uno acaba por hacer cosas que nunca hubiera imaginado. El asesino fue condenado a veinte años de cárcel, había también fútiles razones de por medio, y salió al cabo de dieciocho por buena conducta. Entre las dos familias no volvió a cruzarse una sola palabra, las mujeres apenas se intercambiaban gestos de saludo, los hombres, cuando se encontraban, bajaban la mirada y seguían derechos. Una vez el párroco intentó forzar una reconciliación y tuvo suerte de no ganarse una paliza. El destino de las dos casas fue, en todo caso, muy distinto. En la Casaza, de los ocho chicos más jóvenes, cuatro estudiaron y los demás tomaron caminos muy distintos, uno abrió una tienda, otro se puso de tratante en maderas, dos chicas se casaron y se mudaron a casa de sus maridos, como es uso y costumbre. El padre de Primo era un hijo de Muzghina y uno de los cuatro que consiguieron estudiar, sacarse un diploma, abrir un despacho en la ciudad. En e Sdalétt, en cambio, hubo muchas desgracias, fueron muchas las cosas que salieron mal desde el principio y la suerte siguió comportándose como esa furcia estúpida y descuidada que todos conocemos. En la época de nuestra historia, en la casa solo vivían unas pocas personas: la arzdora era una mujer anciana, la Mariuccia, que se pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo a su marido, e Bì, que siempre estaba enfermo y difícilmente se levantaba de la cama. Vivía con ellos una de sus hijas, viuda, Ersilia de nombre, que trabajaba sirviendo en el pueblo, siempre estaba triste y se quejaba de todo y de todos. La única sonrisa de la casa pertenecía a una niña de seis o siete años, llamada Ofelia, la única hija de la Ersilia. Nadie trabajaba ya la tierra, pero tenían una pocilga, construida espantosamente cerca de la casa, y con las ganancias que sacaban de ella salían adelante. El pueblo había cambiado mucho, nada recordaba ya la austera pobreza de tiempos remotos. Donde en otras épocas había un pequeño colmado, conocido como la tienda, en la que podía adquirirse de todo, desde calcetines hasta cigarrillos, ahora se había abierto un gran almacén donde podían encontrarse más o menos las mismas cosas, pero en grandes cantidades y con la mayor variedad imaginable. Cerca del viejo círculo republicano, que ahora albergaba también un restaurante-pizzería-heladería, se había parcelado un terreno herboso bastante grande donde habían crecido chalés de todas clases, feúchos por lo general, muchos de los cuales se alquilaban en verano y atraían a turistas ancianos y tacaños que se traían las latas de carne en conserva de la ciudad y en el colmado solo compraban la leche y el pan. Al borde del bosque mayor –ese que era denominado, con una ligera exageración, como la furèsta, la selva– había algunas casas más grandes y más bonitas, en las que podía intuirse incluso la mano de algún arquitecto: era en una de esas donde Primo y su familia se disponían a pasar el tiempo que los separaba del invierno. En los pueblos pequeños, todas las personas son importantes, se infiere del interés que ponen todos en la vida de los demás; es cierto también, sin embargo, que algunas personas son más importantes que otras, casi siempre por las mismas razones: la función que desempeñan y el dinero que tienen. No resulta difícil, por lo general, ni aquí ni en ninguna parte, identificar a esas personas: el cura; el maestro de escuela; el farmacéutico; el médico municipal; el propietario del pequeño hotel que permanecía abierto casi todo el año y que casi todo el año estaba, algo en verdad extraño, completo. Junto a estos, cuya importancia estaba relacionada con la función que tenían, había otras dos personas que gozaban de especial prestigio por el simple hecho de que eran muy ricos. Falta, en la lista, el comandante de los carabineros, por la sencilla razón de que en el pueblo no había carabineros, tenían que venir desde el pueblo de al lado, que sin embargo no distaba más de cinco kilómetros: en todo caso, hacía mucho tiempo que no había habido necesidad de llamarlos. Curas, a decir verdad, había dos, un pelín excesivo para un pueblo tan pequeño, con una iglesia minúscula que, si se llenaba, prácticamente solo de mujeres, no era más allá de un par de veces al año. El viejo cura, el padre Michele, llamado comúnmente e pritò porque era alto y grande, ya había superado los ochenta y viajaba lentamente hacia una piadosa demencia, que le permitiría ignorar los muchos males que lo afligían o lo embravecían. De manera que su obispo, dudando entre sustituirlo o suprimir la parroquia, había llegado a la extraña conclusión de que lo mejor, para el viejo cura y para sus feligreses, era poder contar, por lo menos durante el periodo en el que el padre Michele siguiera aún activo, con la contribución de fuerzas más jóvenes y, así lo esperaba, aún entusiastas, a las que, quién sabe, podría ser confiada incluso toda la responsabilidad de la parroquia el triste día en el que... Los llamados fieles –una treintena de buenas mujeres, algunos jóvenes atraídos por los juegos de la sacristía y un esmirriado manípulo de hombres– en vez de verse sin iglesia y, sobre todo, sin cura, se ganaron dos, y alimentaban excelentes esperanzas de que no se cerrara la parroquia durante un largo periodo de tiempo. El sacerdote que fue llamado a sostener las declinantes energías del padre Michele era un boloñés de unos cincuenta años, juvenil, de aspecto vagamente aristocrático, que la mayor parte de las mojigatas locales habían mirado inicialmente con mucho recelo: trop bèl, pensaron, trop sgnor, demasiado guapo, demasiado señor. No faltaba, entre ellas, alguna lo suficientemente vieja como para recordar los comienzos del padre Michele, hacía muchos, muchos años, que...