E-Book, Spanisch, Band 456, 168 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Fo Historia prohibida de América
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18436-01-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 456, 168 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-18436-01-7
Verlag: Siruela
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Dario Fo (Sangiano, Lombardía, Italia, 1926 - Milán, Italia, 2016), autor, director, actor y Premio Nobel de Literatura 1997, escribió su primera obra de teatro en 1944, y en 1948 apareció por primera vez en escena. En colaboración con su esposa, Franca Rame (fallecida en 2013), ha escrito y representado más de cincuenta obras, ácidas sátiras políticas en las que arremete sin piedad contra el poder político, el capitalismo, la mafia y el Vaticano, y que lo han convertido en uno de los hombres de teatro con mayor prestigio internacional. Entre sus obras teatrales señalamos Misterio bufo y otras comedias (Siruela, 2014), Muerte accidental de un anarquista y Aquí no paga nadie.
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El relato de William Augustus Bowles
«De mí podréis oír hablar muy bien o muy mal. Depende de los puntos de vista.
Soy un realista monárquico. Uno de los peores. Apoyo al rey de Inglaterra, aunque haya nacido en América en 1763.
A mi padre lo alquitranaron, lo emplumaron, le escupieron y lo molieron a golpes en la vía pública cuando yo tenía nueve años. Para mí fue una experiencia terrible, que me aleccionó sobremanera acerca de los azotes injustos e innobles que la vida y los hombres pueden reservarnos. Lo apalearon los independentistas blancos norteamericanos, porque era un oficial de la Corona. Un hombre del rey de Inglaterra. Los rebeldes querían la independencia. Sucedió en suelo norteamericano, en Maryland.
Yo era un joven prometedor que sobresalía en música, recitación, arte, química y muchos otros campos. Me encantaban los grandes filósofos de la Ilustración (Voltaire, Rousseau y Locke).
Después de lo que le había ocurrido a mi padre, la rabia ardía en mi interior. Tenía que hacer algo. Sentí un irrefrenable deseo de oponerme de alguna forma a la indiferencia del mundo. A la edad de trece años abandoné los estudios, me fui a Filadelfia y allí me enrolé en la Marina Real, con sagrada pasión y deseos de venganza. Luchar por el rey era una manera de vengarme de los y de la humillación que había sufrido mi padre.
Lo habían golpeado sin preocuparse por el dolor que provocaban en los ojos de su hijo. Me enrolé en la armada del rey para hacerles pagar por ese dolor.
A los catorce años tenía ideas de lo más simples acerca del mundo. Yo era vigía guardiamarina, el chiquillo que está en la cofa, sobre el mástil más alto de la nave, y grita si ve algo. Siempre tuve una vista excelente y me encaramaba a la perfección con mi uniforme azul impoluto. Era un niño pequeño que vivía en medio de una chusma de marineros tan duros como el pedernal. No era fácil.
Aquel primer invierno fue el más duro que tuve que soportar jamás. Fue el invierno más crudo de la historia de Pensilvania. Se congelaba hasta el agua del mar. Mi batallón estaba atrapado en Filadelfia, y yo, para matar el tiempo, comencé a actuar. Contaba las historias de Shakespeare y otras que había encontrado en los libros. En parte, las reinventaba para adaptarlas al gusto y a los acontecimientos de aquellos días.
El caso es que obtuve un gran éxito, hasta el extremo de que me invitaron a presentarme a los clubes de la ciudad, donde bailaban muchachas de gestos armoniosos.
Tenía dieciocho años cuando llegué por primera vez al mar Caribe, a bordo de un barco de guerra. Hermoso lugar. Hermoso sol. Y muchas mujeres hermosas.
El hecho de actuar, de ver a las personas hechizadas por mis relatos, me proporcionaba una enorme satisfacción.
Empecé a estar harto de tener que obedecer órdenes de militares estúpidos, zafios e ignorantes. Tuve mis más y mis menos con un oficial que me insultó delante de la tripulación. Fui acusado de insubordinación y, como consecuencia, expulsado de la Marina Real. Durante el proceso, en mi defensa, hice notar al juez que aquel oficial, al insultarme, había insultado en mi persona el poder del rey al que yo servía.
Tal vez, gracias a esas palabras, me ahorraron la corte marcial.
Estábamos en Pensacola, puerto marítimo crucial para la resistencia inglesa en Florida, teníamos en contra nuestra a los rebeldes republicanos y a los españoles. Se esperaba un ataque inminente y, a pesar de ello, aquellos oficiales idiotas ordenaban marchar a los soldados bajo el sol en vez de excavar trincheras y construir empalizadas de estacas clavadas en el terreno.
Dejé al rey y a la reina a su suerte, convencido de forma definitiva de que el Ejército funcionaba realmente mal.
Para mí no era cuestión de permanecer en Pensacola. Conocí a un joven creek, Ale-Ke-Ma, que significa “Me Pongo de Pie”. La verdad es que los indios les ponen unos nombres de lo más extraños a sus hijos..., ¡extraños pero llenos de significado!
De esa manera, me encontré, gracias a Me Pongo de Pie, viviendo en un bosque cruzado por vías fluviales.
Era un mundo por completo desconocido para mí. Cazábamos venados, zorros y cocodrilos, y vendíamos sus pieles.
Cuando el clima se volvía muy duro, descansábamos en las casas de los creeks y bebíamos su cerveza oscura. Para entonces, yo vivía como un indio y comía con ellos.
Si tratas a los indios creeks con respeto, saben ser muy hospitalarios, lo mismo que sus mujeres, que son muy libres y mágicas en su forma de pensar y de actuar.
Me enamoré de una chica medio cheroqui medio creek el primer día que la vi, mientras lavaba su ropa en el río, golpeándola con ramas de plantas aromáticas.
Más tarde, también me enamoré de otra chica, la hija del célebre jefe indio Perryman, de los indios hitchitis. La conocí en una gran fiesta a la que asistieron delegaciones de numerosas tribus. La observaba mientras se hallaba en medio de un grupo de chicas. Me miró y se echó a reír, tapándose la boca con la mano izquierda, gesto que interpreté como un signo de agrado hacia mi persona. Más tarde le ofrecí un cuenco de maíz y pescado. Ella me ofreció una cerveza negra para beber. Después nos alejamos en la oscuridad más allá de la valla del pueblo. Me casé con ella, a la manera india, una costumbre a la que no me costó adaptarme. Me sentí abrazado por completo, con tanto ímpetu que casi pierdo la conciencia.
En la primavera de 1782 yo estaba de pie, en medio de un campo, donde había plantados toda clase de productos. Apareció un chico corriendo con un mensaje: los españoles habían atacado Pensacola.
¿Qué podía hacer? Mi sangre todavía era inglesa, aunque viviera con los creeks. Tomé mi fusil y mi caballo y empecé a recorrer las distintas tribus reuniendo guerreros. Ya había aprendido su idioma a la perfección y se me daba bien conseguir que la gente me escuchara. Había sido actor y empleé todos los recursos de mi oficio.
Les expliqué que los españoles acabarían con la posibilidad de comerciar y les arrebatarían sus territorios.
Aquello no dejaba de ser verdad, si bien la historia era un poco más complicada. Me había dado cuenta de que la única manera que los indios tenían de salvarse era explotar las pugnas entre los ingleses, los españoles y los independentistas norteamericanos. Los indios lo perderían todo si no se sentaban en la mesa de negociaciones con astucia.
Y, en efecto, existía la posibilidad de sacar tajada aprovechando el choque entre las naciones blancas.
Alcanzar mi meta no iba a resultar fácil. Me hacían falta tiempo y recursos.
Dios sea testigo de que, si no hubiéramos hecho lo que hicimos, el destino no habría variado de rumbo para soplar de forma tan increíble a nuestro favor.
Me las arreglé para reunir una banda de numerosos creeks, choctaws y chickasaws, y fuimos al rescate de la guarnición inglesa de Pensacola.
A pesar de ello, nada pudimos hacer. La mañana del 8 de mayo de 1781 terminó el asedio que había durado seis semanas y que concluyó cuando un cañonazo incendiario hizo saltar por los aires el polvorín, llevándose por delante a ochenta y cinco de mis hombres.
En cualquier caso, habíamos luchado con honor, y en agradecimiento fui readmitido en la Marina británica. Se me permitió conservar mi grado, incluso sin obligación de prestar servicio de forma convencional a bordo de un barco. Y el giro crucial de los acontecimientos se produjo entonces, cuando pude empezar a actuar como emisario de la Corona. Emisario, de hecho, era un título un poco exagerado, pero fue importante para nuestro propósito.
Después de la caída de los baluartes ingleses, los españoles llegaron de nuevo a Florida. No tardé en darme cuenta de que mi nombre se había hecho famoso incluso entre los conquistadores, de modo que me dije a mí mismo: “No, no puedo acabar en sus manos; ¡no me perdonarían, sin lugar a dudas, esta gloria que he alcanzado!”. Así que me subí con todos mis pertrechos a un carro con cuatro caballos de reserva y decidí irme con mi familia a la colonia inglesa de Nasáu, en las Bahamas.
Había recibido, como recompensa por la batalla de Pensacola, un terreno en aquella isla y allí me fui a vivir con mis mujeres y mis hijos. Comerciaba con pieles y otras mercancías con los indios. Mientras tanto, me topaba con grandes comerciantes ingleses que lamentaban la pérdida de sus ganancias en Florida, maldiciendo a los españoles, y yo hacía todo lo posible por acrecentar su rabia. El mercado de las pieles valía mucho oro, se vendían a un alto precio en Europa. La conquista española había apartado de las rutas comerciales a los ingleses, y yo representaba para ellos la única posibilidad de comprar pieles de forma directa a los indios.
Al cabo de cierto tiempo me fui a Nueva York y me dediqué al teatro; necesitaba dinero y la vida en las Bahamas me parecía aburrida. Comerciaba, actuaba y también hacía retratos al óleo que eran muy apreciados.
Puedo decirlo con orgullo: he hecho de todo, y con provecho, en mi vida.
Regresé varias veces a vivir con los indios de Florida, en la que consideraba definitivamente mi tierra y donde mis esposas preferían estar: lejos de las locuras de los blancos.
Pero incluso desde allí seguía buscando contactos y aliados para mi proyecto. Comerciar con los mercaderes ingleses acarrearía más dinero...




