E-Book, Spanisch, Band 408, 312 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
Forrester La primera detective
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19207-95-1
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 408, 312 Seiten
Reihe: Libros del Tiempo
ISBN: 978-84-19207-95-1
Verlag: Siruela
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Andrew Forrester (Londres, 1832-ca. 1909) fue el seudónimo de James Redding Ware, prolífico dramaturgo, periodista y autor de exitosas novelas detectivescas.
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Inquilino vitalicio
Con frecuencia nosotros los detectives —y cuando digo detectives, por supuesto, me refiero a hombres y mujeres— somos los primeros implicados en asuntos de gran trascendencia para ciertos individuos en particular y, en última instancia, para el público en general1.
Hace unas pocas semanas, sin ir más lejos, me topé con uno de esos casos.
Una dama bastante solitaria y discreta que vivía sola, con la única excepción de su ama de llaves, falleció súbitamente. Por extraño que parezca, su hijo llegó a la casa dos horas antes de que la dama exhalara su último aliento. La casa donde la muerte tuvo lugar estaba lejos de la ciudad y el hijo se vio obligado a regresar a Londres casi inmediatamente, por lo que tuvo que dejar la casa al cuidado, o mejor sería decir bajo la vigilancia, del ama de llaves ya mencionada (una mujer de reputación bastante dudosa en el vecindario de su difunta patrona).
Llegados a este punto y sin poner en tela de juicio el nunca bastante apreciado trabajo de los detectives de la policía, resumiremos en pocas palabras lo sucedido diciendo que, en el tiempo transcurrido entre la partida y el regreso del hijo, la casa fue eficientemente desvalijada.
Por supuesto, varios vecinos comunicaron al hijo sus sospechas con respecto al crimen que sin duda había sido cometido, y el caballero no tardó en convencerse de que en efecto habían sido víctimas de un robo.
Citaron al ama de llaves, la acusaron del crimen, que ella negó con insolencia, y de inmediato la dejaron marchar, no sin que la mujer amenazara antes con demandarlos a todos por difamación.
El hijo de la dama fallecida rehusó llevar a cabo ningún otro particular con el fin de resolver el robo, argumentando que no deseaba que el nombre y la muerte de su madre se vieran mezclados en procedimientos policiales y judiciales. De modo que dejó correr el asunto, a pesar de los considerables problemas que le acarreó la desaparición de ciertos documentos relacionados con la defunción de su madre.
Transcurridos cuatro meses la policía entró nuevamente en escena, y con una eficiencia que ilustra a la perfección el valor del cuerpo de detectives. Por supuesto, como es menester, la autoridad competente estaba al corriente del robo aquí referido, pero no podía intervenir a menos que alguien presentara una denuncia. No obstante, que no hubieran actuado no significaba que hubieran olvidado lo sucedido.
Cuando en un barrio tiene lugar un robo la consecuente orden de registro está garantizada. El registro se llevó a cabo, y en un cobertizo cercano a una casita propiedad de una pareja que el ama de llaves había declarado conocer y que había visitado la casa mientras esta estaba bajo la supervisión exclusiva del ama de llaves, fue encontrada una caja chica lacada en negro.
El detective que llevó a cabo dicho descubrimiento relacionó casi inmediatamente la caja con el robo en la casa de la dama fallecida; y al encontrar la inicial de su apellido grabada en la tapa tras un detenido examen se convenció hasta tal punto de que su conjetura inicial era acertada que, bajo su propia responsabilidad, decidió detener al inquilino de la casita en cuestión para interrogarlo.
El caso contra el pobre infeliz parecía claro. Gracias a una asombrosa serie de afortunadas deducciones y a una laboriosa investigación, la policía logró encontrar al hijo de la fallecida, y este a su vez halló en un llavero que perteneciera a su difunta madre una llave que abría la caja chica en cuestión, que de algún modo habían conseguido forzar sin llegar a romper la cerradura.
El caballero, no obstante, se negó a presentar ninguna denuncia, por lo que el prisionero salió libre tras el interrogatorio y el terrible susto que el arresto le había causado.
Quién de los dos, el caballero o el detective, cumplió con su deber hacia la sociedad es una cuestión que dejaré responder a mis lectores. Mi intención al sacar a relucir este ejemplo del funcionamiento del sistema detectivesco no es otra que mostrar hasta qué punto puede ser valioso, incluso cuando los hipotéticos denunciantes cometen el error de suponer que la paciencia y la clemencia constituyen una conducta más loable que la justicia y un castigo cabal.
Los detectives del cuerpo de policía frecuentemente se encuentran casos en los que los hipotéticos querellantes no tienen la menor idea de cómo proceder.
Yo misma he tenido que ocuparme de muchos casos de este tipo, varios realmente importantes. Quizá el más significativo sea el que me dispongo a relatar y al que he titulado como «Inquilino vitalicio».
Este caso, como sucede a menudo, llegó a mí cuando menos lo esperaba y en realidad «habiendo echado el cierre del negocio» por ese día, como diría un querido y viejo colega detective fallecido hace ya largo tiempo (fue asesinado por un caballeroso banquero que había abandonado para siempre la ciudad y que tras acabar con John Hemmings también se marchó definitivamente de Inglaterra).
Fue un domingo cuando obtuve el primer indicio de uno de los casos más extraordinarios con que me he topado. Los domingos son mi día de descanso, incluso cuando estoy inmersa en un caso muy exigente. He de reconocer que los domingos me relajo y si lo puedo evitar no trabajo. Navego por la semana, por así decirlo, hacia el domingo, y entonces disfruto de veinticuatro horas de asueto antes de volver a zambullirme de nuevo en las procelosas aguas de mis investigaciones.
Soy lo que generalmente se conoce como buena compañía para charlar, y he de admitir que a las mujeres les encanta hablar conmigo sobre las cosas más escandalosas a las tres horas de haberme conocido.
Entre las muchas que conocí hace algunos años estaba la señora Flemps. Creo que llegué a conocerla porque su apellido me pareció de lo más inusual, y sin duda lo era, pues no hacía ni un día que la conocía cuando supe que estaba casada con un cochero, cuyo padre era un holandés que solía vender anguilas en el mercado de Billingsgate.
Fue la aparición de esta mujer y la simple mención del apellido Flemps lo que condujo a la extraordinaria cadena de acontecimientos que ahora expondré al lector tal como los fui enlazando..., adelantando únicamente que trataré de camuflar lo más posible mi papel en el relato.
Como ya he dicho, los domingos son mi día de descanso, y cuando empecé a frecuentar la compañía de los Flemps y averigüé que el marido solía utilizar su taxi como vehículo privado en tan señaladas fechas para pasar el día fuera de la ciudad con su mujer —una agradable costumbre que, según tengo entendido, tienen muchos extranjeros— descubrí también que mi séptimo día de la semana podía ser incluso más feliz de lo que ya era. Resumiendo, durante el verano en que conocí a los Flemps salía a menudo con ellos de Londres para disfrutar de la jornada de asueto en la campiña.
Por supuesto, era Flemps quien conducía, mientras su esposa y yo viajábamos dentro con todas las ventanillas bajadas para disfrutar al máximo del aire campestre.
Según el diario que escribo desde que entré en el servicio, en parte por mero placer y en parte para aliviar mi mente del peso de gran cantidad de detalles que sin duda la sobrecargarían —un diario cuya publicación sería impensable y en el que, por otra parte, anoto con la mayor precisión posible cada palabra y cada de detalle que puedo recordar de los casos en que trabajo—, fue el cuarto domingo de excursión con los Flemps y la sexta semana desde que trabara amistad con estas personas, que en general me parecieron más que respetables, cuando me vi inmersa por primera vez en uno de los casos más importantes, aunque también en última instancia más decepcionantes, que he tenido ocasión de investigar.
Puedo reproducir casi palabra por palabra la conversación que suscitó mi curiosidad, pues cuando terminó el paseo en coche ya había organizado tan atinadamente el caso en mi cabeza que me pareció necesario anotar todo lo que sabía.
La señora Flemps era una mujer muy digna a la que le encantaba oírse hablar, un defecto muy habitual en las de su sexo, como se acostumbra a decir. Prácticamente desde que nos conocimos, la buena mujer apenas me dejaba pronunciar palabra; de modo que me limitaba a escuchar sin casi abrir la boca, salvo para hacerle alguna pregunta.
Por cierto, debería aclarar aquí y ahora que en modo alguno me aproveché de los Flemps. Siempre contribuía con más de un tercio de los alimentos y bebidas que llevábamos en el coche, de modo que creo haber pagado mi tarifa del taxi, en el que por otra parte ellos se habrían ido igualmente de excursión, hubiera estado yo en Londres o en Jericó.
Las primeras palabras que utilizó la pareja en referencia al caso llamaron poderosamente mi atención.
Ella y yo habíamos subido al coche y él aún estaba fuera de pie, asomado a la ventanilla mientras alisaba el ala de su viejo sombrero.
—Jemmy —dijo él, pues su mujer se llamaba Jemima—, ¿adónde vamos hoy?
—Bueno, Jan —respondió ella (él había sido bautizado con el nombre de su padre holandés)—, este precioso verano no hemos pasado por Little Fourpenny Número Dos.
—¡Es cierto! —graznó Jan, en tono triunfante—. Little Fourpenny Número Dos.
Y, subiendo al pescante, salió del patio tan rápido que, por un momento, al saltar sobre un bordillo, pensé que el único camino que íbamos a tomar era el de nuestra destrucción.
Nunca habíamos ido en esa dirección, lo que naturalmente me indujo a hacer...




