E-Book, Spanisch, Band 543, 528 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Fruttero / Lucentini El amante sin domicilio fijo
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-95-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 543, 528 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-10183-95-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Un clásico moderno de las letras italianas
Una de las grandes historias de amor de la literatura europea del siglo XX
Esta es una historia de amor, una historia veneciana, una historia de tres días acotada por la llegada de un avión y la partida de un barco. En ella, la sombra del equívoco y la resplandeciente mundanidad se dan la mano, la pasión y la sospecha se entrecruzan de continuo. Alrededor de los dos amantes se despliega el laberíntico plano de la ciudad, el juego de los canales, la vaporosa ambigüedad de la laguna. Ella es una noble romana experta en arte antiguo; él, un encantador guía turístico, un misterioso conocedor de todas las lenguas y los secretos de todas las cosas, supremamente irónico y a menudo reticente, alguien que ha visto mucho porque ha vivido mucho...
Indagando en la condición errante del hombre, siempre en perfecto equilibrio entre la tragedia y la comedia, Fruttero & Lucentini -desprejuiciados, visionarios, «dos Watson sin Sherlock Holmes», como gustaban definirse, y una de las voces más originales de la literatura italiana del siglo XX- lograron en este clásico indiscutible de la literatura italiana un brillante ejemplo de narración noblemente legible, que disimula su complejidad, pero no oculta su fina ironía, la elegancia de la trama y su sabiduría psicológica.
«Esa mezcla de atención, escrupulosidad, precisión y desenfado es quizá lo que más me gusta de esta novela, lo que me ha brindado una alegría tan viva y misteriosa».Natalia Ginzburg
«Fruttero & Lucentini abrieron para el público italiano una ventana que daba a lo mejor de la literatura fantástica mundial».El País
Franco Lucentini (1920-2002) y Carlo Fruttero (1926-2012) se asociaron en la inmediata posguerra, cuando se conocieron en París. En Turín se convirtieron en editores de Einaudi, donde tradujeron por primera vez al italiano a Borges, Beckett, Salinger o Robbe-Grillet. Unidos por su pasión por la ciencia-ficción y los cuentos de fantasmas, editaron juntos varias antologías, y así nació la firma Fruttero & Lucentini. Aunque debutaron con un libro de poemas, el primer gran éxito les llegó con La mujer del domingo, que sería llevada al cine por Luigi Comencini en 1975, con Marcello Mastroiani, Jacqueline Bisset y Jean-Louis Trintignant en los papeles protagonistas.
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II
El postigo de roble, que era
1 El postigo de roble, que era solo un postigo de roble al pie de una fachada alta y estrecha, confusamente cubierto por todos los matices del rojo veneciano, podría haber dado acceso, sencillamente, a tres habitacioncitas bajas con un artesano ocupado en reparar planchas bajo una bombilla desnuda. Las destartaladas persianas de madera en algún momento fueron verdes. Marcos de piedra ennegrecida, porosa, enmarcaban cada ventana. Y toda la plazoleta, una docena de casas sin pretensiones, tenía el mismo aire flácido, inservible, como un músculo que conoció tiempos mejores ahora atrofiado. Lógicamente, la verdadera entrada daba al otro lado, al canal, entre postes carcomidos en los que en tiempos pasados estaba atracada la góndola de «la estirpe». Pero ya nadie, hoy, puede permitirse semejantes lujos; es decir, nadie que sea veneciano. Solo algún rico forastero, milanés, americano o suizo, se entrega a esas coqueterías históricas durante un par de temporadas, luego abandona todo por una mucho más práctica lancha o vuelve a utilizar el pequeño postigo de roble. La impresión cuando se toca el timbre es que está estropeado desde hace meses, incluso que el sistema lleve décadas sin usarse. Ningún campanilleo o zumbido llegó a nuestros oídos cuando Chiara pulsó el moderno rectangulito de plástico con el nombre de Zuanich escrito a máquina; pero el timbrazo sin duda resonó en la cavidad más íntima del edificio, sobresaltando a la vieja criada medio sorda, que ahora, con sus piernas hinchadas y su paso renqueante, se acercaba por oscuros pasillos… Sin embargo, oímos de pronto una precipitada sucesión de ruidos sordos, como grandes perros lanzados en una carrera de obstáculos, y la portezuela fue casi arrancada por dos chicos altos, rubios y guapísimos, en zapatillas de deporte y camiseta: los nietos, con un padre muerto y una madre casada de nuevo en América, me había ya explicado Chiara. Estudiaban en Milán, aquí venían a ver a la abuela, que era la propietaria de la colección. Aún jadeantes por la carrera, los dos chicos volvieron a la formalidad inclinándose para el besamanos. El mayor iba rapado casi al cero, el otro tenía mucho pelo, mechones rebeldes que asomaban por todas partes. Nos introdujeron por un amplio vestíbulo donde las continuas irrupciones del agua alta habían arruinado los mármoles del pavimento, y desde allí, por una escalinata ennoblecida con bustos del XVIII y XIX, llegamos al vestíbulo superior. Por puertas muy separadas entre sí, bajo los frescos mitológicos de los techos, divanes larguísimos esperaban bajo el polvo la continuación de los bailes. Un gato gris iba desfilando lentamente, con la cola levantada, bajo los brazos coloridos de la inmensa araña de cristal, pero salió huyendo cuando Chiara se agachó para acariciarlo. Después de otro tramo, la escalinata se estrechaba, los escalones aquí eran de piedra tosca. En un rellano había un palanquín antiguo, con el cuero a jirones y la portezuela sujeta con alambre. —Qué lástima —dijo Chiara en voz baja. —Sí, lo sé —comentó el chico mayor con total indiferencia. Una puerta vulgar daba a un pasillo con el techo bajísimo, a lo largo del cual se abrían numerosos ventanucos. Luego venía un cuarto de trastos donde estaban amontonadas sillas y taburetes en una batahola de patas rotas y respaldos destrozados. Y al fin, al otro lado de una cortina de paño grueso taladrada por la polilla, se descendían dos escalones y al torcer la esquina se entraba en otra especie de antecámara, sin ventana ni lucernario, pobremente iluminada por una bombillita central y amueblada con una larga mesa y dos bancos de madera pintada. Alrededor, en las paredes enlucidas de amarillo y cruzadas por una red de grietas polvorientas, estaban colgados los cuadros de la colección, una treintena, dispuestos en una fila o en dos según las dimensiones, que por lo demás eran bastante uniformes, y solo variaban entre diez centímetros o un metro de lado. —Bueno, yo vuelvo abajo con la abuela —se despidió el rapado—. Él —dijo señalando a su hermano y a dos focos de pie, orientables, enchufados con largos cables a un ladrón— las ayudará con las luces si quieren ver mejor. Le dimos las gracias y, mientras el melenudo se sumergía en la lectura de su tebeo, dimos lentamente una primera vuelta. Nada sensacional, al menos a primera vista. Y sin embargo, también a primera vista, menos decepcionante de lo que las noticias de Chiara habían hecho prever. Tardíos e incluso muy tardíos tizianescos y giorgionescos, tintorettescos y veronesianos de segunda, bassanescos de la tercera generación: pero entre los cuales se habría podido ocultar, quién sabe, el dotado y hábil Padovanino, el tramposo pero a veces inspirado Pietro Liberi, el extravagante Pietro della Vecchia, o cualquier otro imitador parecido de los grandes del XVI. Hoy, esta pintura de tercer orden, que sus representantes no dudaron en vender como «arte veneciano del siglo de oro» en mercados lejanos y no muy exigentes, estaba adquiriendo un discreto valor —entre los treinta y los sesenta, incluso ochenta millones— en el mercado precisamente más especializado italiano. Para la subasta de Fowke’s en Florencia, un par de Giorgiones repasados y corregidos por Della Vecchia, alguna tizianesca belleza retocada por Forabosco, nos vendrían de perlas. Sin embargo, ya en la segunda vuelta, y sin siquiera necesidad de más iluminación, toda aquella aparente producción del XVII disfrazada de cinquecento empezó a revelarse como un disfraz en sí misma. Una insípida Recogida del maná y un enfático, mecánico, Éxtasis de san Andrés; un destartalado Martirio de san Esteban entre dos revoloteadoras, caóticas, Ascensiones; exuberantes y adornados o lívidos y rígidos retratos de Damas y Caballeros; unos rollizos y rosados desnudos de Venus y de Susana en el baño sobre paisajes de tintes porcelánicos; un Mucio Escévola en el altar entre descoloridas Vírgenes de Loreto, del Parto, de la Leche: todos esos pintarrajos traicionaban no tanto la ascendencia renacentista, sino la recuperación en clave rococó e incluso neoclásica, por parte de burdos artesanos, de un casi codificado gusto veneciano por la falsificación, el plagio y la estafa. Lo único admirable de la colección era la coherencia del coleccionista, probablemente un comerciante enriquecido, tío abuelo o bisabuelo de la abuela actual, que al montar su «pinacoteca patricia» estuvo guiado por una férrea mojigatería estética y por una apasionada veneración por lo «antiguo», además de por un innato sentido del ahorro. El nieto melenudo se dio cuenta de que nos habíamos detenido y levantó interrogativamente la cabeza. —¿Quieren más luz sobre algún cuadro? —preguntó—. ¿Encendemos los focos? —Quizá será mejor que no —no pude contenerme de responder. Él se encogió ligeramente de hombros. Por los comentarios de otros visitantes ya debía de haber comprendido que la solariega colección valía poco o nada. —Pero —dijo cerrando el tebeo y levantándose— siguen siendo cuadros antiguos. Y el Ministerio no ha puesto restricciones. Todo se puede vender en el extranjero. La escéptica conclusión, a la que había llegado por lo que había oído decir o quizá por sí mismo, era que ese tipo de cuadros se venderían mejor en países lo más lejanos posible. Pero por la mirada repentinamente adulta y la sonrisa ávida, oscuramente reverencial, que subrayaron las palabras «cuadros antiguos», me pareció que no era el tataranieto el que encendía los focos, sino el propio tatarabuelo, el comerciante y coleccionista espontáneo, el que nos iluminaba con lámparas de petróleo su insalvable «pinacoteca». * A pesar de que, entre la primera y la última vuelta, la inspección de los cuadros no duró más de una hora, cuando le dijimos al chico que nos acompañara a la salida estábamos completamente ateridas. Pero la exposición al frío, al polvo y al silencio es el precio que casi siempre se paga en este trabajo, donde las cosas viejas —por bonitas o feas o indiferentes que sean— parecen tener su influjo físico, un poder permeable que poco a poco te penetra en los dedos, en las piernas, en la piel, te hace compartir la rigidez de la madera, del hierro, el hielo del mármol, te transmite la rugosidad y agrietamiento de las añosas telas, del papel carcomido. Caminando como marionetas bajamos con la abuela. Chiara me la había pintado como prácticamente en las últimas, y yo me esperaba una larva encogida y balbuceante, con la mirada vacía. Pero no podía ser así con dos nietos con esa prestancia. Incluso sentada —delante de una chimenea encendida al mínimo de sus posibilidades—, la abuela mostraba una imponencia ceremonial, con los hombros erguidos y rectos bajo el chal escarlata, un bonito cuello esbelto, bonitos cabellos ondulados entre el rubio y el gris, un rostro rosado, mofletudo, apenas salpicado de arrugas discretas. —¿Han venido también ustedes por los cuadros? —dijo límpidamente—. Vayan, vayan arriba, hay ya otras dos personas. Una tienda entera de bisutería para turistas le colgaba del cuello, de las orejas, de las muñecas. Empezó a alabar la «colección», que la familia había conservado con gran cuidado, incluso trasladándola a...