Fruttero / Lucentini | La mujer del domingo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 534, 528 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Fruttero / Lucentini La mujer del domingo


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-22-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 534, 528 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-10183-22-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Un clásico moderno de la novela negra italiana. Una nueva traducción de una obra maestra del giallo. «Que se trata de una novela inteligente y hábil, y que está construida con destreza e ingenio del mismo modo que se edifica una casa o se traza un jardín, no cabe ninguna duda».Natalia Ginzburg Un día de 1972 al despertar, la ciudad de Turín se vio obligada a reconocer algo que podía alterar su legendaria respetabilidad. De pronto tuvo que tomar conciencia de que se había convertido, como Los Ángeles, en un fascinante escenario de crímenes y pesquisas policiales. En otras palabras: acababa de publicarse La mujer del domingo, donde, rodeado por la hipocresía, la vanidad y la cháchara que animaban el mundo de la alta burguesía piamontesa, el inspector Santamaria investigaba un crimen entre magnates con una doble vida y damas atractivas y esnobs. Entre las obras de Fruttero & Lucentini -desprejuiciados, visionarios, «dos Watson sin Sherlock Holmes», como gustaban definirse, y una de las voces más originales de la literatura italiana del siglo XX-, esta es la primera y sin duda la más popular, apasionante y entretenida, algo que demuestra su éxito meteórico. Pero hay más. Se la puede considerar la progenitora de un género literario, un ejemplo de narración noblemente legible, que disimula su complejidad, pero no oculta su fina ironía, la elegancia de la trama y su sabiduría psicológica. «Mientras la leía, me sorprendía tener en mis manos una novela de la que me costaba separarme. Al salir de casa, tuve que luchar contra la tentación de llevármela conmigo y seguir leyéndola mientras paseaba por la ciudad. Ahora estamos tan poco acostumbrados a esa sensación que experimentarla nos hace reír de asombro».Natalia Ginzburg

Franco Lucentini (1920-2002) y Carlo Fruttero­ (1926-2012) se asociaron en la inmediata posguerra, cuando se conocieron en París. En Turín se convirtieron en editores de Einaudi, donde tradujeron por primera vez al italiano a Borges, Beckett, Salinger o Robbe-Grillet. Unidos por su pasión por la ciencia-ficción y los cuentos de fantasmas, editaron juntos varias antologías, y así nació la firma Fruttero & Lucentini. Aunque debutaron con un libro de poemas, el primer gran éxito les llegó con La mujer del domingo, que sería llevada al cine por Luigi Comencini en 1975, con Marcello Mastroiani, Jacqueline Bisset y Jean-Louis Trintignant en los papeles protagonistas.

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I

El martes de junio en que
1

El martes de junio en que fue asesinado, el arquitecto Garrone miró la hora muchas veces. Había empezado abriendo los ojos en la oscuridad cerrada de su habitación, donde la ventana bien tapada no dejaba entrar ni el más mínimo rayo de luz. Mientras su mano, torpe por la impaciencia, recorría la espiral del cable buscando el interruptor, el arquitecto se sintió preso de un miedo irracional a que fuera tardísimo, a que la hora de la llamada de teléfono hubiera pasado ya. Pero no eran siquiera las nueve, vio con estupor; para él, que normalmente dormía hasta las diez o más, era un claro síntoma de nerviosismo, de aprensión. Calma, se dijo. Su madre, que lo oyó levantarse, fue automáticamente a prepararle el café; y él, después de un buen baño que venía necesitando desde hacía tiempo, se entretuvo afeitándose con meticulosa lentitud. Le quedaban cuatro horas por delante que entretener. Quedaban tres cuando salió de casa después de haber rozado con los labios la sien de su madre; otra media hora la gastó alargando deliberadamente el recorrido hasta la parada y después esperando el tranvía, que a media mañana pasaba a intervalos largos. Como era de esperar, el reloj eléctrico del vagón estaba estropeado: a lo largo de la vía Cibrario, la plaza Statuto y luego toda la vía Garibaldi, las agujas no se habían movido de las 15:20. Disgustado por ese pequeño pero significativo indicio de decadencia municipal, el arquitecto Garrone no se movió hacia la salida. Además, tenía el carnet de inválido y podía bajar por delante. Bajó por delante. El tranvía se desvió a causa de unas obras y partió hacia una parada que no era de su recorrido, en dirección a Porta Palazzo. —¡Señorita, cuidado con el agujero! —dijo el arquitecto. Había ya subido al estrecho paso de tablones que permitía la circulación de transeúntes por la vía XX Setembre, y le estaba indicando a dos muchachas con aire de forasteras, que habían bajado del mismo tranvía, un socavón entre las tablas de la pasarela. No son sicilianas. Calabresas, o quizá lucanas, juzgó. Una de sus habilidades era que sabía reconocer incluso de espaldas —de hecho, sonrió complacido, sobre todo de espaldas— la procedencia exacta de los sureños. Las siguió durante un trecho, elástico y ágil, avisándolas a media voz de los peligros de la ciudad, después siguió hacia la plaza Castello. Antes de entrar en el café se paró a mirar las corbatas de verano que había en el escaparate de la camisería. —Seis mil —observó escandalizado, volviéndose hacia un joven con un vestuario vagamente militar, con libros bajo el brazo, que también estaba mirando—. ¡El jornal de un trabajador! —Cuánto disparate, cuánto disparate, Liliana mía —le dijo después a la cajera del café, al entrar. —Buenos días, arquitecto —le dijo la cajera, abúlica, sin dejar de leer el periódico. El arquitecto miró el reloj octogonal encima del mostrador, lo comparó con el suyo —un Patek Philippe de oro que había sido de su padre— y se frotó las manos con satisfacción. La hora se acercaba, y esta vez estaba completamente seguro, esta vez el instinto le decía que todo saldría según lo previsto. Se dirigió a la segunda sala del café y se sentó a una mesita en una esquina junto a las vidrieras amarillas y azules del ventanal. No había otros clientes. En todo caso, cerca de los servicios, había una cabina telefónica de madera oscura en la que se podía hablar a salvo de orejas indiscretas. Y además, la llamada tampoco iba a ser muy larga. La fase de preparación estaba casi superada. Ahora era solo cuestión de… —¡Ah! —exclamó al ver de repente a su lado al camarero calvo sin haberlo oído llegar—. Lo de siempre, Alfonsino. Y el periódico, por favor. Lo importante, pensó mojando en el capuchino el segundo brioche, era saber esperar. Otra de sus habilidades. Todo termina por llegar si se sabe esperar. Self-control, la gran regla de los ingleses. Y si por casualidad, como podía suceder al ser humano, uno caía preso, ya cerca de la meta, de la tensión, de una inquietud insoportable, bueno, era necesario saber contenerla, esconderla. Hacerse desear, hacerse esperar, ese era el secreto. Apretó con fuerza el puño sobre la mesa. Tenía que llamar él, entre mediodía y la una, eso era lo acordado; y él —decidió— llamaría a la una menos cinco, no antes. O quizá más tarde, si acaso, a la una y diez, a la una y veinte… El tiempo también jugaba a su favor. Miró de nuevo el reloj y empezó a hojear La Stampa, como hacía casi todas las mañanas en el café. Turín: mínima 19, máxima 28. Lo mismo que en Reggio Calabria, constató con imparcialidad, y el verano aún no había empezado. Examinó con atención las «Graciosas bañistas alemanas en Alassio» que el diario presentaba bisemanalmente, variando solo el nombre de la playa, desde mayo a septiembre. Muslos largos, pero nada especial, juzgó. En la página de espectáculos, sin embargo, descubrió con placer que en el cine Le Arti, para el que había conseguido una entrada de regalo, ponían todavía la obra de arte franco-nigeriana La sferza. Volvió a las páginas de sucesos para profundizar en los detalles del escuálido asesinato de una nuera a manos de un viejo de ochenta y cuatro años, en Sommariva Bosco. Otro hecho: «Atropellada en el paseo Principe Oddone con el niño en brazos». Los niños no le interesaban, así que dobló el periódico, lo soltó sobre el mármol de la mesita, entre las migas de brioche, y después consultó, irresistiblemente, el reloj. Miró la puerta entreabierta de la cabina telefónica, donde el aparato brillaba siniestro en la penumbra. Ninguna prisa, se dijo, ninguna precipitación. Había sido su gran paciencia y no otra cosa la que lo había llevado tan cerca del éxito. —Cristo —murmuró—, Cristo. Los minutos no pasaban nunca, era imposible quedarse quieto. Se levantó despacio, prudentemente, como si le costara arrastrar sus cincuenta y dos años de vida. Pero apenas los puso en pie ya no se entretuvo más, los empujó, los espoleó hacia la cabina, los encerró entre las cuatro paredes de vieja madera agrietada. Una luz mortecina se encendió sobre su cabeza y en aquel céreo resplandor, apresado en aquel ataúd vertical, el arquitecto Garrone sacó febrilmente del bolsillo un puñado de calderilla, encontró una ficha y marcó el número de su destino.

2

Soy joven —quiso listar Anna Carla—, soy inteligente, soy rica. Tengo un marido perfecto (como yo, dicen). Caigo simpática a todos, me visto bien, no tengo problemas de peso, no tengo problemas sexuales… Citó también otras tres o cuatro cosas al azar: la estupenda bandeja de plata ideada por un diseñador milanés que había comprado la semana anterior; la valiosa ternura del tío Emanuele; la llegada de los primeros días de calor… Pero, naturalmente, no servía para nada, era como si te estuviera respondiendo una de esas redactoras de Consejos para ella de las revistas femeninas. Palabras. Musgos abstractos bajo los cuales la piedra seguía intacta, dolorosamente concreta. —Hoy doble dosis —dijo con determinación Vittorio, el marido perfecto. Se echó en la palma de la mano dos pastillas violetas del primer frasco y dos naranjas del segundo, después cogió de la estupenda bandeja de plata el vaso de agua mineral sin gas—. La tarde va a ser muy pesada. Bebió, tragó, se echó atrás en la butaca. Anna Carla se dispuso a echarle al descafeinado una pizca de azúcar. Soy la mujer de un capitalista, hijo de capitalistas y nieto de capitalistas —trató de pensar en sentido inverso—, estoy cargada de costumbres y prejuicios burgueses y carezco de toda conciencia social y política. No me interesan las tristes condiciones de los presos, de los internos en manicomios, de los enfermos y de los países subdesarrollados, y a los chinos, para ser sincera, me los imagino siempre con las manos metidas en las mangas de una túnica con dragones bordados. No tengo talentos ni capacidades, no sabría pintar telas para decoración (como María Pía), o inventar adornos de hojalata (como Dedè), ni ganar un torneo de golf o de bridge (como ninguna de mis amigas, pero al menos ellas lo intentan), y si pusiera una tienda o una galería de arte quebraría en menos de dos meses. Mi vida es vacía, inútil y frívola. —Mínimo dos horas con el consejo de dirección —dijo el capitalista con la sufrida voz que tenían, en esos tiempos, todos los capitalistas—, y Dios sabe lo que tendré que oír esta vez, pedirán un picadero para la fábrica, al lado del campo deportivo. Luego tenemos una inspección del ayuntamiento por esa historia de la contaminación, y para rematar llega otro grupo de alemanes, o suecos o daneses, que quieren ver las nuevas instalaciones. A veces uno se pregunta… Pero no se lo preguntó, movió su café y se lo tomó a pequeños sorbos sospechosos. No, pensó Anna Carla, invencible, tampoco la autocrítica sirve de nada, son solo palabras, del todo insuficientes para quitarle el sueño. El sueño —y lo admitió con un violento arranque de rabia— en realidad se lo quitaba Massimo, él era la piedra en el estómago, era él quien la obligaba a esos ridículos altibajos de ama de casa insatisfecha. Un tostón, eso es lo que era el querido Massimo. Y tendría que decírselo, tenía el deber de decírselo, con dulzura, con tristeza, por su bien, ¿sabes en lo que te estás convirtiendo, Massimo?...



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