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E-Book, Spanisch, Band 202, 432 Seiten

Reihe: Impedimenta

Furst Revolucionarios


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-45-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 202, 432 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-45-6
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Un alucinado viaje por los feroces años sesenta, la era de Woodstock y Altamont, de John Lennon y Charles Manson, visto a través de los ojos de un niño. Una alegoría caleidoscópica de América y un retrato profundamente íntimo de la relación de admiración y rencor entre un padre y un hijo.   Fred (más conocido como 'Freedom' para la gente del 'movimiento') es el único hijo de Lenny Snyder, legendario activista, carismático líder intelectual e icono de la contracultura americana de los sesenta. Ahora, alcanzada la mediana edad, Fred descubre que no puede actuar como si su psicodélica infancia nunca hubiera existido. Su mente bulle de recuerdos: su niñez transcurrió entre protestas no violentas y campañas de resistencia armada, entre la brutalidad policial y el terrorismo doméstico. Una infancia salpicada de drogas, manifestaciones incendiarias, constantes cambios de domicilio huyendo de la pasma... Su viejo, Lenny Snyder, fue un profeta, un líder de personalidad magnética, un iluminado capaz de hipnotizar a las masas con sus eslóganes, un predicador del amor libre, un auténtico revolucionario. Un tipo capaz de nominar a un cerdo para presidente y de organizar una 'protesta psíquica' con la que se proponían levantar los cimientos del Pentágono ocho metros sobre el suelo. Pero no supo conseguir el cariño de su hijo y su mujer, a los que siempre trató con desdén.

Joshua Furst nació en Colorado en 1971, y pasó gran parte de su vida en el Wisconsin rural.   Su primera novela, The Sabotage Café, fue incluida en las listas de los mejores libros del año 2007 y le hizo merecedor del Premio Grub Street de Ficción. También es autor del aclamado libro de relatos, Short People. Durante varios años enseñó en las escuelas públicas. Se graduó en el Taller de Escritores de Iowa y recibió una beca Michener, el premio Nelson Algren del Chicago Tribune y becas de la colonia MacDowell y Ledig House.   Vive en la ciudad de Nueva York y enseña en la Universidad de Columbia.

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Si Lenny estuviera aquí, te diría que se fogueó como Viajero de la Libertad. Participó durante años en el movimiento por los derechos civiles. Aprendió tácticas de organización del mismísimo John Lewis. Al final, acabó recalando en Liberty House, la tienda de Bleecker Street donde el Comité Coordinador Estudiantil No Violento, el SNCC, vendía sus fruslerías. Se pasaba el día desempaquetando alfombras hechas a mano, pendientes de madera y muñecas de trapo con botones a modo de ojos. Reponiendo tarros de tomates verdes y mermelada de melocotón en conserva en los expositores. Aportando su granito de arena a la causa de los negros pobres de Mississippi a base de pregonar su mercancía entre el público comprometido y con mala conciencia de Nueva York. Pero estaba inquieto. Sentía que perdía el tiempo manteniéndose tan alejado de la acción. No era ya más que un dependiente bienintencionado que vendía souvenirs en pro de la causa. Lenny te diría que algo se estaba cociendo en la ciudad. Que una nueva ráfaga de energía recorría las calles, arrastrando a su paso a la juventud estadounidense, a los chavales a los que nadie quería, a los chavales que habían perdido la fe en los dioses de sus padres, llevándolos por los puentes y a través de los túneles hasta la ciudad. Merodeaban por la tienda algo aturdidos, algo hambrientos. No muy seguros de la razón exacta por la que se encontraban allí. Se decidían por los caramelos, de menta o de café con leche. Tímidamente, calculaban su peso en la palma de la mano. Le preguntaban a Lenny el precio y, cuando este se lo decía, respondían «Mola» y fingían buscar otras opciones durante un minuto más antes de devolver los caramelos a la estantería. Sin decir una palabra, salían de allí arrastrando los pies y volvían a trompicones al Lower East Side, donde, temblando y muertos de hambre, se preguntarían en qué habían estado pensando cuando decidieron venir a la ciudad. Lenny miraba por la ventana, los observaba alejarse y pensaba: ¿Por qué estoy aquí dentro cuando debería estar ahí fuera? Al SNCC no le pasaría nada por quedarse sin un chaval judío como él que cobrara a los clientes y llevara los libros de contabilidad. Lenny te diría que aquellos chicos no eran hippies. ¿Qué era un hippie? Él no se había inventado a los hippies aún. Esos no eran más que una panda de críos que se habían escapado de sus casas y que sintonizaban con las vibraciones cósmicas que flotaban en el aire. Tenían cartillas de reclutamiento que quemar e iban en busca de algo nuevo, fuera lo que fuera, una alternativa a las arenas movedizas del sudeste asiático en las que poco a poco se les iban hundiendo los tobillos, sin que nadie alcanzara a verlo. Pues bien, él sabía lo que buscaban. Ese «algo nuevo» era él. Dejó de cortarse el pelo. Se quitó la camisa Oxford y los pantalones de vestir, se enfundó en una camiseta y en unos vaqueros y cruzó la ciudad para unirse a la cultura juvenil. Lenny te diría que la revolución necesitaba sus héroes. Y que él se limitó a responder a la llamada. Se erigió en pícaro, en sátiro, en el gran dios Pan que danzaba sobre sus patas de cabra a través de la jungla del Lower East Side. Empleó todas sus habilidades organizativas para crear una sociedad nueva. Decía: Nunca te fíes de nadie mayor de treinta años. Decía: Hoy es el primer día del resto de tu vida. Decía: El Flower Power es el poder del pueblo. Libera tu mente y tu mundo seguirá ese mismo camino. La realidad es aquello que tú hagas de ella. La revolución está en tu mente. Sintonízate, colócate y abandónate. Todo debería ser gratis. Y, atraídos por su mensaje, los jóvenes acudían a él sin cesar. Cuando vio que tenían hambre, se las ingenió para hacer tratos con los viejos que regentaban los tugurios de la zona, polacos y portorriqueños y judíos que hablaban su idioma. Si me apartas un tanto por ciento del género, y a lo mejor un poco de aquella carne también, yo me encargaré de que estos melenudos no te saqueen el local. Todos los jueves preparaba un guiso y se lo servía a cualquiera que estuviera merodeando por Tompkins Square. Cuando vio que no tenían donde dormir, les dijo: Venid a mí. Yo os diré dónde queda el sitio más cercano para echar el saco. Me los conozco todos. Conquistaremos este vecindario edificio por edificio. Cuando vio que no tenían ropa ni zapatos ni nada de nada, forzó las puertas de un local vacío y las abrió de par en par. Allí acarreaba todo lo que encontraba por la calle —sillones, cómodas, pilas de libros viejos—, y lo complementaba con artículos más lujosos, chaquetas de ante, minifaldas, prendas de última moda que «liberaba» de la trasera de los camiones. Se colaba en Macy’s —por la entrada de servicio, en mitad de la noche—, cargaba los muebles de exposición desportillados de la temporada pasada que habían sido desechados por los grandes almacenes, los transportaba hasta Bleecker Street y los iba dejando sueltos por el mundo. Los chavales entraban y se paseaban por el local. «¿Qué vale esto?», preguntaban señalando un paraguas roto, una sartén maltrecha con el mango derretido o, los más atrevidos, una mesa de formica. Y Lenny les contestaba: «¿Lo quieres? Es tuyo. Lo único que tienes que hacer es dejar algo en su lugar. O no. Es gratis. En esta tienda todo es gratis». Un día apareció con un televisor en color último modelo, un trasto gigantesco encajado en su propio mueble que llevaba un tocadiscos de alta fidelidad incorporado en la tapa superior. De la gama más alta. Venía directo de los grandes almacenes S. Klein. Tenía hasta mando a distancia; así de ostentoso era. Lenny se había presentado allí el día anterior con su camioneta y le había contado al encargado la milonga de que el almacén solicitaba su devolución. Había salido de la tienda paseándose tranquilamente con el aparato en las manos. Lo colocó en el escaparate con un cartel pegado a la pantalla: TODO GRATIS. Los chavales entraban y salían llevándose lo que quisieran —botones desparejados, cómics, mocasines y botas—, pero por algún motivo nunca tocaban el televisor. Ni siquiera preguntaban por él. No eran capaces de dar el salto a la libertad total, aún no. Lenny iba tener que pelarse el culo para poder cambiar su marco de referencia. Cuando vio que no tenían costo, empezó a hacerles porros. No se le podía poner precio a la nueva conciencia. Cuando vio que querían escuchar música, asaltó el Fillmore East y les exigió que los espectáculos fueran gratuitos. Cuando vio que habían enfermado de gonorrea, robó penicilina para ellos. Cuando vio que muchos tenían tendencias suicidas, montó una línea telefónica de emergencia a la que podían llamar. Había un puñado de defensoras de causas perdidas a las que Lenny se follaba de vez en cuando que estaban dispuestas a trasnochar para disuadir a los chavales. Cuando vio que la poli los detenía por merodear con intenciones delictivas, por ensuciar la vía pública, por mear contra un árbol, todo acusaciones falsas, como ocurre con la mayoría de los delitos en los Estados Unidos, presionó a las tiendas de discos y a los locales de accesorios para fumetas, los negocios que más se habían enriquecido a costa de los deseos de los chavales, hasta que crearon un fondo para pagar las fianzas. Sin intereses. Sin obligación de devolver el dinero. ¿Lo pilláis? Somos libres. Organizó reuniones vecinales y formó comités. ¿Que el quiosco Gem Spa ha aumentado el precio de sus famosos batidos egg cream? Vamos a boicotearles. ¿Que la cafetería Leshko’s se niega a servirte si llevas el pelo largo? Vamos a hacer una sentada. ¿Que la poli del 6º distrito está volviendo a acosar a los portorriqueños? Vamos a enseñarles lo que se siente a esos hijos de puta. Se agenció un mimeógrafo y empezó a imprimir panfletos a centenares. Se pasaba día y noche por las calles, repartiéndolos entre todos los que se cruzaban con él. Un chapucero cuadernillo grapado lleno de tácticas de supervivencia subversivas. Avisos a la vecindad. Dónde encontrar clínicas improvisadas y huertos de barrio. Este domingo se celebra una fiesta popular en la Calle 12. Atentos al tipo rubio del sombrero de fieltro rojo: va metiéndoles mano a las tías por St. Mark’s Place. La moneda islandesa de cinco aurar vale la octava parte de un centavo estadounidense. Tiene exactamente el mismo tamaño y pesa lo mismo que una moneda de veinticinco centavos. Consigue un puñado de ellas, ve a las máquinas expendedoras de la cafetería, mete las fichitas en los cacharros y date un banquete. Cuando las calles necesitaban una limpieza porque el Ayuntamiento asignaba sus limitados recursos a los barrios con bulevares y viviendas de propietarios que sí pagaban impuestos, él y sus seguidores se disfrazaban de payasos, con toda la cara pintarrajeada y zapatos de la talla 59. Se pertrechaban con un montón de escobas de conserje y barrían las calles ellos mismos, amasando montañas de basura y citaciones judiciales por alteración del orden público al final de cada manzana. Lenny se dedicaba a presionar y atosigar. Decía: Deja que esto se te deshaga en la lengua. Seré tu guía espiritual. Quedamos el sábado en la pradera de Central Park. Flotaremos por allí con alas de cartón piedra. Nos quitaremos la ropa, bailaremos y seremos felices y, a diferencia de este país de mierda, no conoceremos el pecado. Se le unieron diez mil personas en aquel viaje y, cuando llegaron, él señaló al cielo y diez mil flores llovieron sobre ellos. Y, durante un rato,...



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