Gaillard | La partitura interior | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 16, 244 Seiten

Reihe: Literaria

Gaillard La partitura interior


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-9055-897-3
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 16, 244 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-9055-897-3
Verlag: Ediciones Encuentro
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'En el mes de octubre de 1969 llegué sin pena ni gloria a Courlaoux'. El sacerdote parisino Jean ha sido destinado a la Francia rural. Como narrador y testigo, Jean cuenta la historia de dos personas excepcionales: Charlotte, 'la loca del pueblo', una mujer de fe cuya relación con la muerte es cercana y ritual, y Jan, un músico holandés, quien huye del dolor de un amor perdido y quiere componer su gran obra. Unidos por una búsqueda espiritual, de transcendencia, ambos procurarán la salvación del otro a través de gestos de amor y belleza, acompañados por la imponencia de la naturaleza: la tierra como lugar de protección, la pureza del agua y el fuego, y el viento como vehículo de melodías y lamentos. En su primera novela, el poeta francés Réginald Gaillard narra una historia dividida en sus personajes, a su vez fraccionados en su interior, y su búsqueda por volver a armonizar los fragmentos de sus vidas. El título original deja ver el juego de significados: partition es tanto partición como partitura.

Réginald Gaillard (Béthune, 1972) es un poeta francés, cofundador, junto con Michaël Dumont de la revista L'Odyssée (1996-1997), y posteriormente de Contrepoint (1999-2000). En el año 2002 funda la casa editorial Corlevour y la revista Nunc, que codirige desde ese mismo año. Ha publicado hasta el momento tres colecciones de poemas aclamadas por la crítica: Polymères (1994) L'attente de la tour (2013) et L'Echelle invisible (2015). Su primera novela, La partitura interior, ha recibido en el año 2018 el Grand Prix Catholique de Litterature.

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A la sombra de la cruz En el mes de octubre de 1969 llegué sin pena ni gloria a Courlaoux. Ya no recuerdo ni el día ni la hora, que carecen de importancia. La luz que aplastaba entonces el pueblo habría sin duda podido ser la del primer día del mundo cuanto la del último. Lloraba de miedo tanto como de alegría, consciente de que lo que comenzaba aquí sería crucial. Perdonadme mi orgullo, Señor... ¿Por qué es siempre necesario que me crea abocado a algún destino particular, yo, que ahora soy solo un simple cura de parroquia, sin otro horizonte que el campanario de un pueblo encogido sobre sí mismo? Era otoño en pleno verano, una tarde que olía a muerte: la aspiraba y la sentía rondar a mi alrededor. Esta fue mi primera impresión cuando deposité mis maletas de ciudadano en el andén de la pequeña estación. Fui el único en bajar del tren. El jefe de estación, un buen hombre congestionado y tripudo, embutido en su uniforme de una talla menos, me miró de arriba abajo, tan desconcertado como intrigado por ver apearse en aquella estación a un joven endomingado. Cuando vio mi alzacuellos, sus ojos, empañados por el alcohol, se iluminaron y me dirigió con voz ronca y torpe un tímido: «padre», procedente del fondo de sus entrañas, que me hizo pensar que no se había cruzado con un sacerdote desde hacía un tiempo que él mismo no sabría decir. Según las indicaciones que me dio por teléfono la víspera una parroquiana, me quedaba alrededor de un kilómetro por recorrer antes de llegar a la iglesia y al presbiterio. La voz de aquella mujer había traicionado su edad. Debía estar en la sesentena, quizá más. Había sido amable y precisa en sus informaciones, pero yo no llegaría a decir que había mostrado mucho entusiasmo ante la idea de acogerme, de lo que iba a darme cuenta bastante pronto. Prueba de ello fue también la impresión que tuve cuando cortó nuestra conversación con tres expresiones, de un modo bastante seco para mi gusto: «Hasta mañana. Ya está. Eso es todo». Más tarde comprendí que en aquella región las relaciones humanas no se empachaban con los melindres urbanos, lo que no quería decir que carecieran de profundidad y atención, sino que iban a lo esencial, eficazmente, desnudas de toda expresión sentimental, signo incontestable de debilidad. Era el final del día, sí, ahora me acuerdo, y el bosque, sobre la línea azul de la primera meseta del Jura, bebía un cielo ensangrentado. Llevaba una maleta en cada mano, una con vestidos y otra con papeles y libros. No me esperaba nadie en la estación; me sorprendió, incluso me decepcionó, pero ocultaba tanto mi decepción como mi sorpresa al jefe de estación preguntándole en seguida, lo más naturalmente posible, por el camino más corto para llegar a la iglesia: «es muy sencillo, me dijo; al salir, sube usted por la carretera de la izquierda y en cuanto llegue a la primera curva verá el tejado de la iglesia». Tuvo un momento de duda. Le sentí molesto cuando me inclinaba para coger mis maletas: «¿Va usted a pie? Si quiere, puedo telefonear al pueblo; alguien vendrá a recogerle». «Está bien así, se lo agradezco», respondí con dulzura, con una voz que no me conocía. Y, tras un nuevo momento de duda, más largo que el primero y más incómodo, cuando yo ya había dado algunos pasos hacia la salida y él me seguía de cerca, oí: «Eh... dígame... ¿es usted el nuevo párroco?» «Sí», le dije simplemente, con el rostro átono por la fatiga del viaje, pero que se ajustaba también a la impresión que quería dar. «¡Ah, bien!», concluyó, inclinando la cabeza como para ratificar la noticia y, quizá, lo que en aquel momento me gustaba creer, para darme la bienvenida. Al salir de la estación no había nada; nada más que campos, bosquecillos, setos tupidos y nunca podados. A la derecha, sin embargo, a través de los árboles que flanqueaban la vía férrea, adivinaba a lo lejos una granja, la primera de una aldea cuyo nombre todavía no conocía, Nilly, y que durante mucho tiempo he asociado al nihil latino. Un olor acre a estiércol y purines se mezclaba con el de los aceites y el gasoil procedentes del tren, y también, anejo a la estación, del pequeño garaje que atendía tanto a los trenes cuanto a tractores y coches. Tras una indisposición pasajera, me recuperaba dándome ánimos y asegurándome que el final estaba cerca, así lo creía sinceramente, aunque no sin amargura. A todo el mundo le está reservado un calvario; aquí estaría el mío. Estaba seguro de ello. Mientras andaba, lenta y pesadamente, oía el rumor del río abajo de la carretera, con la despreocupación y la fuerza de ese tiempo largo que aplasta a los hombres. Tendría que vivir en el corazón de aquel pueblo de mujeres viejas y de casas modestas y sin gracia, cuyos habitantes iban a trabajar a la ciudad. «Si no hago nada, me moriré de aburrimiento aquí», me repetía a lo largo del camino. En este, solo oía el río, o más bien no quería oír sino sus aguas agitadas, y me cerraba a cualquier otra forma de vida. Subía azorado la estrecha carretera departamental que me llevaba al centro del pueblo, sin oír los gritos de los niños que jugaban en el patio de las granjas, que corrían tras las gallinas, o daban patadas a un balón reventado. Los veía, sí, pero no los oía. Eran cuatro, y ahora corrían unos tras otros como perros enloquecidos excitados por el juego y la libertad. Por los rasgos de las caras y el movimiento de los labios adiviné que gritaban. Pensaba que se dirigían insultos cuyo sentido yo no conocía... absurdo... Al lado de su casa, un perro guardián, sujeto con una pesada cadena enrollada alrededor del tronco de un castaño, ladraba, furioso, intentando desenganchar las mandíbulas. Él también corría, como una bestia, olvidando su atadura y, cuando esta se tensaba, se elevaba un buen metro y caía pesadamente, levantando una nube de polvo; luego volvía a lanzarse de nuevo, espumeando, más colérico a cada intento, hasta que la fatiga, imagino, le deja por tierra, como muerto. Le adelanté, aterrorizado, intentando disimular mi miedo para que no lo sintiese, pero sabía que era inútil porque el miedo tiene un olor que los perros no ignoran; al menos es lo que me decían de niño para que superase mi terror ante un animal. A mi alrededor todo sucedía con lentitud y sin ruido. Incluso las fauces del perro, que se abrían y se cerraban con la violencia de un hacha, no producían ningún sonido. Yo rezaba, aunque sin efecto, para que aquella pesadilla terminara. Me refugiaba en el fragor pedregoso del río, cuyo canto se incrustaba en el aire y, a su manera, me susurraba que todo estaba en calma, incluso en la tragedia; que había que volver a la esperanza, aun en el estiaje espiritual; que el tiempo de las aguas vivas no dejaría de volver, como cada año... Paciencia, paciencia; aprender de nuevo la lentitud. Volver a tomar el camino de la oración. Reanudar las bodas del silencio y la vida. Marchaba como un autómata. Mi cuerpo obedecía al deber; un deber al que no había aspirado. Recordé haber deseado morir durante el viaje más que llegar a mi destino. Después ya no sentí nada, como si hubiera sido privado del olfato tras haber perdido el oído, salvo para el maravilloso canto del río. Incluso el olor tan fuerte del estiércol, que al principio hizo que me indispusiera, ya no me mareaba, cuando tenía el olfato tan fino. Hubiera debido notar también los efluvios de los campos recientemente segados, porque era la estación. Mi cuerpo atlético, en toda ocasión tan seguro, parecía no tener ningún dominio sobre lo que me rodeaba, hasta el punto de que tenía la impresión de no poder tocar nada, de que cada uno de mis pasos era incoherente. De aquí que me esforzase, igual que hacía en mi piso de París, cuando era tarde y andaba sobre la punta de los pies para no molestar a mis vecinos de abajo, por andar del mismo modo, atento a que la gravilla de la calzada no rechinase bajo mis pasos, como si temiera molestar, alterar un orden desconocido, y cuando esto, por descuido, se producía, ese chirrido no se limitaba a perturbar la música del río, lo único que me resultaba delicado, y me torturaba los oídos, agrietaba el cielo, y hacía que mi equilibrio interior, ya tan precario, vacilase. Entré finalmente en el pueblo; aunque no era de noche, todo adquiría su espesor opaco. Tenía frío, en pleno verano; mi cuerpo tenía frío. Comprendí, aunque mucho más tarde, que lo que me helaba así la carne tanto como el espíritu no era sino mi propio corazón, que atravesaba un desierto. En la curva que me había indicado el jefe de estación, todavía ligeramente más abajo que el pueblo, la silueta del campanario de estilo franco-condado se me apareció. En París me habían dicho, para elogiarme la parroquia a la que había sido destinado, que la iglesia, que databa del siglo XV, había sido recientemente declarada monumento histórico, lo cual a mí, que decía misa en Saint Étienne du Mont, acompañado al órgano por Maurice Duruflé3, no me había reconfortado... Desde luego, aquel campanario tenía un porte elegante, y las tejas planas barnizadas que se alternaban en amarillos, verdes, marrones y naranjas, según motivos geométricos bastante sucintos, retenían toda mirada atenta y llevaban a la meditación, cosa a la que, el día de mi llegada, no estaba muy inclinado... El cuerpo de la iglesia me pareció una masa pesada y gris, carente de encanto y refinamiento, tanto más cuanto que aquel día estaba ensuciado por el odio de un cielo apagado, el cielo de mi alma, y no podía por tanto despertar el menor interés a mis ojos. En la puerta del presbiterio, nadie me...



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