Garriga Vela | El cuarto de las estrellas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 270, 168 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Garriga Vela El cuarto de las estrellas


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-07-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 270, 168 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16120-07-9
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NOVELA GANADORA DEL PREMIO CAFÉ GIJÓN 2013 «No me extraña nada que la literatura de José Antonio Garriga Vela haya fascinado a escritores como Juan Marsé, Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza o Joan de Sagarra.»Enrique Vila-MatasEl cuarto de las estrellas es la historia de un hombre que sufre un accidente que le borra los recuerdos más recientes, mientras los recuerdos más remotos brotan con extraña fluidez, y se retira al escenario de su infancia para escribir una novela tejida con todas esas memorias. A La Araña, un lugar asfixiante y gris ubicado en ninguna parte, un pueblo arrinconado entre el mar y la omnipresente cementera.La vida de la familia da un vuelco cuando un décimo comprado por el padre del narrador resulta agraciado con el primer premio en el sorteo de la lotería de Navidad de 1973. Un décimo que los hizo ricos y a la vez los arruinó... El padre decide viajar a Nueva York, su paraíso soñado, y en el transcurso de ese viaje familiar desvelará a su hijo un secreto que no puede guardar por más tiempo. Ese secreto es la piedra angular de una novela en la que el autor ha conseguido inyectar vida a unos fantasmas tan reales que acaban convenciéndonos de que, quizá, los fantasmas seamos nosotros, de que hemos sido expulsados de una patria a la que acudimos siempre, el pasado, a pesar de que allí solo hay cenizas.

José Antonio Garriga Vela (Barcelona, 1954) es colaborador habitual de varios periódicos y revistas, y autor de diversos libros de cuentos, novelas y obras de teatro. Como novelista, muy celebrado por la crítica especializada, ha publicado Muntaner, 38 (1996), que recibió el Premio Jaén de Novela, El vendedor de rosas (2000), Los que no están (2001), que le valió el Premio Alfonso García Ramos, y Pacífico (2008), que, además de una extraordinaria acogida por la crítica, mereció el Premio Dulce Chacón de Narrativa 2009. Como cuentista, destaca su libro El anorak de Picasso (2010). Pertenece a la orden de Caballeros del Finnegans.

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2
Aquel día mis padres se hicieron ricos y a partir de entonces sus vidas se arruinaron. Fue el 22 de diciembre de 1973. Un par de semanas antes, mi padre viajó a Madrid para realizar una entrevista de trabajo. Cuando paseaba por la Puerta del Sol se detuvo delante de la administración de lotería El Doblón de Oro, le atrajo el nombre y compró un décimo del número 34739. Era la primera vez que confiaba en la suerte para resolver el futuro. Después se puso justo encima de la placa que marca el Kilómetro Cero de las carreteras radiales españolas. Pensó que desde allí se medían todas las distancias y que era un buen sitio para empezar de la nada. Mi padre se había quedado sin empleo a la misma edad que yo tengo ahora. Nunca olvidaré aquel 22 de diciembre delante del televisor que proyectaba la imagen del niño de San Ildefonso, José Luis Arranz Gutiérrez, cantando el número del Gordo de Navidad que había comprado mi padre. La transmisión se interrumpió para ofrecer un informativo en el que aparecía el jefe del Estado dando el pésame emocionado a la viuda del presidente de Gobierno. La desgracia era un roedor que huía de nuestro lado para refugiarse en aquel pequeño escenario luminoso donde casi siempre actuaban personas felices. Así era el destino de cruel y caprichoso. Pero nosotros habíamos dejado de mirar la comitiva fúnebre, la increíble sorpresa que acabábamos de recibir eclipsaba cualquier otra noticia. Mi padre había culminado el mejor negocio de su vida: sin pedir un céntimo a nadie invirtió mil pesetas en comprar un décimo de lotería que en el corto plazo de quince días le produjo unos beneficios de más de siete millones. El billete lo depositó en una pequeña caja de madera decorada con motivos orientales que mi madre guardaba cerrada con llave en el interior del armario del dormitorio. La víspera del sorteo por la tarde sorprendí a mi padre sentado en el borde de la cama de matrimonio girando con sigilo la diminuta llave como si estuviera manipulando el dial de una caja de caudales. Luego se quedó mirando el billete con la devoción del creyente que reza en silencio delante de una estampa. Era como si estuviese en la iglesia. Unos meses antes nos había reunido a mi madre y a mí para contarnos que dejaba la fábrica. Mi hermano Pedro también se hallaba presente, aunque ellos lo ignoraban. Mi padre nos confesó que no podía seguir soportando el menosprecio que recibía a diario del nuevo director. –No os preocupéis –dijo con tono de voz convincente–, saldremos adelante. Me llamó la atención su estado de ánimo sereno y optimista, como si al despedirse del trabajo se hubiera quitado un gran peso de encima. Mi madre asentía con la complicidad del que sabe una historia. Cuando se presentaba algún problema, ellos parlamentaban encerrados en su habitación lo mismo que dos generales antes de informar a la tropa. Las semanas siguientes, mi padre se dedicó a salir todas las mañanas a la calle en busca de un encuentro casual, un anuncio del periódico, una idea maravillosa, un milagro que resolviera nuestro inquietante porvenir. La desazón duró cuatro meses, desde finales de agosto hasta el 22 de diciembre. Creo que nunca estuvimos tan unidos como entonces. Cada vez que nos juntábamos en casa con familiares y amigos siempre surgía la propuesta de algún gran negocio. La ocurrente idea la planteaba cualquiera de nosotros con tal euforia que enseguida contagiaba al resto. De noche, los maravillosos proyectos se desvanecían con el sueño. Hasta que se obró el milagro. Al recordar la Navidad de 1973 tengo la sensación de que fuimos elegidos por la divina fortuna para interpretar una película que se emite en televisión todos los años por las mismas fechas y en la que aparece un bondadoso ángel que resuelve los problemas domésticos de los protagonistas. Nuestro ángel se llamaba José Luis Arranz Gutiérrez y había nacido en Madrid, contaba apenas catorce años de edad y quería ser ingeniero de caminos, canales y puertos. Pero la sorprendente película que nosotros empezamos a protagonizar solo duró hasta el mes de agosto de 1974. Después la felicidad abandonó la casa de mis padres y ya nunca más volvería a visitarla. La mañana del día 6 de enero de aquella misma Navidad descubrimos sobre la mesa del comedor un mensaje firmado por sus majestades los Reyes Magos de Oriente que iba dirigido a mis padres y a mí. El dibujo de la estrella de Belén encabezaba un breve texto escrito con la letra de mi padre en el que se decía que aquel papel era canjeable por un viaje a Nueva York el próximo mes de agosto. Antes de que llegara la fecha del viaje, abandonamos la casa de La Araña para trasladarnos a vivir a otro lugar alejado del polvo y del ruido de la Fábrica de Cementos Goliat. Lejos también del despotismo del señor Mora que había reemplazado a su padre en la dirección de la fábrica. Nos mudamos a una urbanización recién construida que estaba situada en una de las colinas que circundan la ciudad. Desde las ventanas se divisaban el mar y el humo de la cementera más allá de los tejados de los edificios y las torres y los campanarios de las iglesias. Mis padres siguieron conservando durante algún tiempo la casa de La Araña, no sé si por motivos sentimentales o porque pensaban que nadie estaría dispuesto a comprarla: ¿quién iba a querer vivir encerrado en un cementerio viviente? Allí se quedaron los viejos muebles y numerosos objetos inservibles que no fueron capaces de arrojar a la basura. Seis kilómetros nos separaban de La Araña. Al menos una vez por semana mis padres regresaban a la antigua casa y guardaban silencio en la penumbra, igual que si visitaran el cuarto de un moribundo. No decían nada mientras revolvían en los armarios y los cajones como si ambos hubieran perdido de repente la memoria y buscaran pistas que los ayudaran a reconocerse. Hasta que la compró un desconocido que había ocupado el puesto administrativo que mi padre dejó vacante. El contrato de compraventa lo firmaron pocos días antes del viaje a Nueva York. Mis padres vendieron la casa a precio de saldo sin mostrar ningún interés por el mobiliario y los demás objetos que aún quedaban diseminados por las habitaciones. Fue Javier Cisneros quien se encargó de rescatar las pertenencias que mis padres abandonaron. Más tarde supimos que pasó un fin de semana yendo y viniendo de su casa a la nuestra con cajas vacías que llenaba para volver a vaciar. Una empresa de mudanzas se encargó de los muebles. Cuando acabó de trasladar todas las cosas se quedó mirando con nostalgia las marcas de la ausencia en las paredes vacías, como si en ellas permaneciera el espíritu de los recuerdos. Mi padre apenas había salido de La Araña. Lo hizo para acudir a la entrevista de trabajo que tuvo en Madrid y cuando acompañaba al señor Mora a inspeccionar otras cementeras. Siempre que realizaba esas visitas tenía la sensación de viajar con los ojos cerrados hasta llegar al lugar del que habían partido. Al abrir los ojos se encontraba con el mismo paisaje desolador, el mismo ruido, la misma montaña descuartizada, el mismo velo de polvo blanco cubriendo el paisaje, incluso el mismo mar. Solo cambiaban los nombres de las fábricas. Al mudarnos de casa, el mundo de mi padre se extendió hasta los seis mil metros que separaban La Araña de nuestro nuevo hogar. Los pensamientos siguieron prisioneros del pasado, salvo cuando hablaba con tal pasión de la ciudad de los rascacielos que parecía haber nacido en ella. Detrás de su mesa de despacho en la oficina de la Fábrica de Cementos Goliat siempre tuvo colgada la foto de la isla de Manhattan. Cuando se producían explosiones en la cantera, los rascacielos temblaban y daba la sensación de que la ciudad de papel se iba a desmoronar de un momento a otro. Nueva York era el escenario de sus fantasías. Mi padre se transformaba en un hombre de mundo cuando evocaba los célebres musicales de Broadway, las chispeantes Rockettes del Radio City, el restaurante del Empire State. El ángel del colegio de San Ildefonso le iba a permitir realizar el sueño de su vida. Entonces ninguno de nosotros lo sabía, pero después de aquel viaje ya nada volvería a ser igual. Como si el destino le otorgara una prórroga para cumplir su última voluntad antes de dejarlo sumido para siempre en la nostalgia. El jueves 1 de agosto de 1974 aterrizamos en el aeropuerto JFK de Nueva York. Nos hospedamos en el hotel Millenium, en el número 55 de Church Street. La ventana de la habitación daba al World Trade Center. Mis padres ocuparon el cuarto contiguo. El gimnasio y la piscina tenían vistas al frondoso camposanto de Saint Paul’s Chapel. Un par de días fui al gimnasio. Me montaba en la bicicleta estática y pedaleaba por encima de las viejas tumbas del cementerio. No creo en la vida eterna, pero si la hubiese, si realmente los espíritus abandonan el cuerpo al morir y siguen vagando para siempre por el universo infinito, tiene que ser una experiencia similar a la que yo sentí en el gimnasio del hotel Millenium mientras pedaleaba sin parar hacia la meta que marcaban mis pensamientos. Una tarde a última hora, cuando regresamos al hotel después de visitar el Madison Square Garden, el recepcionista entregó a mi padre una nota con un escueto mensaje: «Javier ha muerto esta mañana». La llamada telefónica la había realizado el Comunista. Javier Cisneros era el mejor amigo de mis padres. ¿Desaparecen los pensamientos cuando morimos? Mi padre se convirtió en un muerto que pensaba. Una figura tan pálida e inmóvil como la de su actor favorito después de que le diagnosticaran un cáncer y tuvieran que extraerle un pulmón y...



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