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E-Book, Spanisch, Band 107, 464 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

Gógol / Chéjov / Turguéniev Troika

La Perspectiva Nevski - Mi Vida - Lluvias Primaverales
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18141-58-4
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

La Perspectiva Nevski - Mi Vida - Lluvias Primaverales

E-Book, Spanisch, Band 107, 464 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

ISBN: 978-84-18141-58-4
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Se recopilan aquí tres de los mejores títulos de Gógol, Chéjov y Turguéniev, colosos de la novela que no ocultan su condición de precursores de la prosa moderna. Un singular y privilegiado viaje por las sinuosas rutas de la memoria y la identidad de Rusia. 'La perspectiva Nevski', la principal de las novelas de Gógol centradas en San Petersburgo, es esencial para entender la hondura y la complejidad de su radical apuesta narrativa. 'Mi vida' de Chéjov, pasó enseguida a la historia como el mayor y más logrado alegato a favor de la libertad del hombre en los estertores del zarismo. Y con 'Lluvias primaverales' Turguéniev alcanzó la más depurada fórmula de su personal visión del amor como motor de la humanidad. Con esta Troika Víctor Andresco rinde homenaje a su padre, escritor, periodista y traductor, hijo de rusos exiliados en Suiza y Francia llegados a España al final de la Primera Guerra Mundial, que en 2019 hubiera cumplido cien años.

(Velyki Sorochyntsi, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852) supone uno de los gran des avances en la modernización real del país. Conocido sobre todo por su extraordinaria novela satírica Las almas muertas (1842), su ciclo de novelas petersburguesas (La nariz, Diario de un loco, El capote, El retrato) ha quedado como uno de los más originales acercamientos a la civilización urbana. La perspectiva Nevski (1836) es el título más importante de ellos, esencial para comprender la hondura y la complejidad de su radical apuesta narrativa.
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1


EL ENCARGADO me dijo: «Le tengo a usted aquí solo por respeto a su venerable padre; de lo contrario hace mucho tiempo que hubiera usted salido volando». Yo le dije: «Me lisonjea usted demasiado, excelencia, al suponer que yo sé volar». Luego, oí cómo decía: «Llévense a este señor; me ataca los nervios».

Al cabo de un par de días, me despidieron. Y así ocurrió a lo largo de todo el tiempo en que ya me consideraba adulto —para gran disgusto de mi padre, arquitecto municipal—: cambié nueve veces de empleo. Desempeñé distintos oficios, pero estos nueve trabajos se parecían unos a otros como dos gotas de agua: tenía que permanecer sentado, escribir, escuchar observaciones absurdas o groseras y esperar el momento en que me despidieran.

Cuando llegué a su casa, mi padre estaba profundamente arrellanado en el sillón y con los ojos cerrados. Su rostro, demacrado, delgado y con reflejos brillantes en los lugares afeitados —se parecía a un viejo organista católico—, expresaba resignación y humildad. Sin contestar a mi saludo y sin abrir los ojos, dijo:

—Si mi querida esposa, tu madre, estuviera viva, tu vida hubiera constituido para ella un manantial continuo de amarguras. En su muerte prematura advierto la providencia de Dios. Te lo ruego, desgraciado —continuó abriendo los ojos—, dime ¿qué debo hacer contigo?

Antes, cuando yo era más joven, mi padre y las amistades sabían qué hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresase como voluntario en el ejército; otros, en una farmacia; los terceros, en telégrafos. Pero ahora, cuando ya había cumplido los veinticinco años e incluso habían hecho su aparición las canas en las sienes, y cuando ya había estado como voluntario en el ejército y en farmacias y en telégrafos, parecía que todo el mundo estaba agotado para mí, ya no me daban consejos y únicamente suspiraban o movían la cabeza.

—¿Qué piensas de ti mismo? —proseguía mi padre—. A tus años los jóvenes tienen ya una situación social sólida. Y tú, mírate: eres un proletario, un mendigo, ¡vives a costa de tu padre!

Y, según su costumbre, se puso a hablar de que la juventud actual perece a causa del ateísmo, el materialismo y el exceso de presunción. Y de que era preciso prohibir los espectáculos de aficionados, ya que apartaban a los jóvenes de la religión y de las obligaciones.

—Mañana iremos juntos, vas a pedir perdón al encargado y le vas a prometer que vas a trabajar a conciencia —concluyó—. No debes permanecer ni un solo día sin tener una situación social.

—Le ruego que me escuche —dije con aire taciturno, sin esperar nada bueno de aquella conversación—. Lo que usted llama situación social constituye un privilegio del capital y de la instrucción. La gente pobre y sin instrucción se gana el pan con un trabajo físico, y no veo el motivo por el que tengo que ser una excepción.

—Cuando empiezas a hablar del trabajo físico resulta algo tonto y vulgar —dijo mi padre, irritado—. Entiéndelo, eres un obtuso; entiéndelo, cabeza sin seso, que tienes, aparte de la fuerza bruta, el Espíritu de Dios, el fuego sagrado, que te diferencia en alto grado del burro o del reptil y te acerca a la divinidad. Este fuego lo conquistan desde hace miles de años los mejores hombres. Tu bisabuelo, Polóznev, fue general y luchó en Borodinó; tu abuelo fue poeta, orador y jefe de la nobleza; tu tío fue pedagogo. Y, finalmente, yo, tu padre, ¡arquitecto! ¡Todos los Polóznev han mantenido el fuego sagrado para que tú lo apagues!

—Hay que ser justos —intervine—. Millones de personas realizan un trabajo físico.

—¡Que lo realicen! ¡No saben hacer otra cosa! Un trabajo físico puede realizarlo cualquiera, incluso un tonto de remate y un delincuente. Ese trabajo es una distinción característica del esclavo y del bárbaro, en tanto que el fuego sagrado es patrimonio tan solo de unos pocos.

Era inútil continuar esta conversación. Mi padre se adoraba y le resultaba convincente solo lo que decía él mismo. Además, yo sabía muy bien que esa altanería con que hacía referencia al trabajo plebeyo tenía su fundamento no tanto en consideración al fuego sagrado cuanto al miedo secreto de que yo me convirtiera en obrero y obligase a toda la ciudad a hablar de mí. Lo importante era que todos los de mi edad habían terminado hacía mucho tiempo la universidad y estaban en el buen camino. El hijo del jefe de la oficina del Banco del Estado tenía ya el grado civil de octava clase1, y yo, hijo único, era ¡un don nadie! Continuar la conversación era inútil y desagradable. Sin embargo, yo seguía sentado y objetaba tímidamente, con la esperanza de que al fin iba a ser comprendido. La cuestión era sencilla y clara: solo se trataba de la forma de ganarme el pan; pero no veían esa sencillez y me hablaban, envolviendo las frases con zalamerías, de Borodinó, del fuego sagrado, del abuelo —poeta olvidado—, que en tiempos había escrito unos versos malos y falsos, me llamaba groseramente cabeza sin seso y hombre romo. ¡Y qué deseos tenía yo de que me comprendieran! A pesar de todo, yo quería a mi padre y a mi hermana, y desde niño tenía la costumbre de consultar con ellos. Tengo tan arraigada esta costumbre, que apenas si prescindo de ella. En ocasiones tenía razón o era culpable, pero continuamente tenía miedo de ofenderlos, temiendo que a mi padre la excitación le enrojeciera su demacrado cuello y le sobreviniera un ataque.

—Estar metido en una habitación con el aire viciado —proseguí—, copiar, competir con una máquina de escribir, para un hombre de mi edad es vergonzoso e insultante. ¡Qué puede tener que ver eso con el fuego sagrado!

—Así y todo, es un trabajo intelectual —dijo mi padre—. Pero basta, vamos a poner fin a esta conversación. Aunque, en todo caso, te lo advierto: si no vuelves otra vez a tu trabajo y continúas con tus despreciables tendencias, entonces mi hija y yo te retiramos nuestro cariño. Te desheredaré. ¡Lo juro por el mismísimo Dios!

Con absoluta sinceridad, para mostrar la rectitud del impulso con que quería gobernar toda mi existencia, respondí:

—La cuestión de la herencia no representa para mí nada importante. De antemano, renuncio a todo.

No sé por qué, de un modo totalmente inesperado para mí, estas palabras ofendieron mucho a mi padre. Se puso todo rojo.

—¡No te atrevas a hablarme así, majadero! —gritó con voz fina y chillona—. ¡Inútil!—Y con rapidez y destreza me golpeó una y otra vez en la mejilla—. ¡Has perdido la cabeza!

De niño, cuando me pegaba mi padre, yo tenía que permanecer firme, con las manos en las costuras del pantalón; y mirarle a la cara. Ahora, cuando me pegaba, yo perdía por completo el control y era como si se prolongara mi infancia, me estiraba y trataba de mirarle a la cara. Mi padre era viejo y estaba muy delgado, pero sus finos músculos eran muy fuertes, como correas, porque al pegar hacía mucho daño.

Retrocedí hacia el recibidor, allí agarró su paraguas y me golpeó unas cuantas veces en la cabeza y en los hombros. En ese momento mi hermana abrió la puerta del salón para saber a qué obedecía aquel ruido. Inmediatamente se volvió, con una expresión de horror y lástima, sin decir una palabra en mi defensa.

Mi decisión de no volver a la oficina, de empezar una nueva vida de obrero, era inconmovible. Solo faltaba escoger la clase de trabajo, y eso no podía ofrecer demasiada dificultad porque —según me parecía— yo era muy fuerte, resistente, capaz de realizar el más duro cometido. Me esperaba una vida monótona de obrero, de hambre, de malos olores, de ambiente grosero, con la idea continua de ganar un jornal y el pan. Y —¿quién sabe?— tal vez al regresar del trabajo por la Bolshaia Dvoriánskaia, puede ser que en más de una ocasión me dé envidia el ingeniero Dolzhikov, que vive de un trabajo intelectual. Pero ahora, pensar en mis futuros infortunios me resultaba divertido. En tiempos había soñado con una actividad intelectual, me imaginaba profesor, médico, escritor, pero mis sueños se quedaron en sueños. Mi inclinación hacia el disfrute de lo intelectual —por ejemplo, hacia el teatro y la lectura—, la tenía desarrollada hasta el apasionamiento, pero no sé si tenía capacidad para una labor intelectual. En el instituto tenía una aversión invencible hacia el griego, por lo que tuvieron que sacarme cuando estudiaba el cuarto año. Durante mucho tiempo vinieron a casa preceptores para prepararme para el quinto curso, después trabajé en distintos empleos, pasando la mayor parte del día sin hacer nada, y me decían que eso era un trabajo intelectual. Mi actividad en la esfera de los estudios...



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