E-Book, Spanisch, Band 100, 464 Seiten
Reihe: Impedimenta
Gibbons La segunda vida de Viola Wither
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15578-69-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 100, 464 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-15578-69-7
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Viola Wither es una chica encantadora y no muy avispada que se casa con un hombre con posibles al que no ama realmente. Cuando su marido fallece, Viola se queda en la más absoluta miseria, por lo que no tendrá más remedio que vivir con su familia política en The Eagles, una casa en la que todo es tristeza y oscuridad. El señor Wither es un hombre tacaño y gris. La señora Wither la ignora desde el principio y sus dos cuñadas, Tina y Madge, piensan demasiado en sí mismas como para ocuparse de ella. Por fortuna, siempre existirán las fiestas benéficas y la posibilidad de cruzarse en ellas con Victor Spring, el ídolo local, un hombre rico y algo superficial con el que todas las mujeres sueñan en silencio. Stella Gibbons, autora de 'La hija de Robert Poste', nos vuelve a deleitar con una comedia llena de agudeza, ternura e ingenio, en la que no faltan las largas fiestas estivales, los amores cruzados, las huidas, los giros repentinos, los amantes de la poesía y un bosque en el que los encuentros y los desencuentros ocurren siempre de noche.
Stella Gibbons nació en Londres en 1902. Fue la mayor de tres hermanos. Sus padres, ejemplo de la clase media inglesa suburbana, le dieron una educación típicamente femenina. Su padre, un individuo bastante singular, ejercía como médico en los barrios...
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Capítulo II
Saxon conducía despacio, porque la señora Wither, como de costumbre, había pedido el coche demasiado pronto y él detestaba lo que llamaba con desprecio «holgazanear» en la puerta de la estación de Chesterbourne. La campiña que atravesaban ahora se componía principalmente de pastizales con algún que otro campo sembrado de trigo y cebada, y poseía el encanto poco convencional de los paisajes de Essex: colinas bajas pobladas de robledales, que ahora exhibían sus primeras hojas pardorrosáceas, meandros de un río resplandeciente en un valle ancho oculto entre los árboles al que todas las carreteras parecían conducir y el canto cercano y distante de los pájaros, que te hacía pensar que el propio campo era el que cantaba. Los bosques y los setos parecían bullir de vida con ellos; les encantaba una tierra como aquella, llana, boscosa y húmeda. El ser humano no había echado mucho a perder las tierras que rodeaban Sible Pelden, el pueblo más cercano a The Eagles. Bien es cierto que había una carretera principal que discurría cerca del pueblo, pero no había logrado estropear el paisaje. (Como todos los lugareños deseaban.) Era una extensión de tierra tranquila, salpicada de aldeas desvencijadas y presidida por un par de casas señoriales pertenecientes a gente adinerada que llevaba por lo menos un siglo viviendo en la zona. Londres quedaba tan solo a una hora de distancia, si el tren era bueno. El mar estaba a treinta millas y el espacio que había entre él y Sible Pelden lo ocupaban cenagales donde anidaban cisnes y otras aves más exóticas. En verano, el campo daba la sensación de estar despierto y en calma bajo un sol plateado (era tan llano que el cielo parecía estar siempre lleno de luz, ser inmensamente alto y caer casi como una niebla) mientras que, en invierno, la desolación más absoluta se cernía sobre él. Solo contaba con dos lugares de interés histórico, pero no había ningún sitio que estuviera dotado de vistas realmente espectaculares. A las afueras de Chesterbourne había algunos bungalows recién edificados y la señora Wither, al verlos, recordó que Teddy y Viola, justo antes de que Teddy muriese, habían estado hablando de alquilar uno y mudarse allí desde aquel diminuto piso del Gran Londres donde vivían. Al menos Teddy había hablado del tema; pero que ella supiera, Viola no se había pronunciado al respecto. La señora Wither había deducido que Viola era de las que prefería quedarse en Londres. También había deducido que Viola era una joven hedonista a la que le gustaban los bailes, los vestidos nuevos, las barras de labios e incluso los cócteles. La señora Wither suspiró. Era horrible sentir que su dolor por la pérdida de Teddy se estaba disipando. Lo había llorado, por supuesto; su muerte había sido un golpe, un duro golpe, pero, por otro lado, nunca se había sentido tan cerca de él como lo estaba de Madgie, o incluso de Tina (aunque a veces Tina fuera muy difícil, muy malhablada y se riera de cosas que no tenían la más mínima gracia). La señora Wither sabía que no se llevaba bien con los hombres; le hacían sonrojarse, y Teddy no había sido una excepción. Para ella había sido un extraño, incluso de niño, aunque pensar eso era espantoso. Siempre había preferido hablar con otras madres y niñeras antes que con la suya y, cuando se hizo hombre, nunca le contaba nada, y a veces era hasta desagradable. Llegado este punto, la señora Wither interrumpió sus reflexiones llena de remordimientos; iba de camino a recoger a la viuda de Teddy, una joven que (por muy hedonista que fuera) había querido tanto a su hijo que lo había elegido de entre todos los hombres (algunos de ellos, sin duda, mucho más jóvenes que el pobre Teddy) para casarse con él. Ese chico debía de tener una faceta oculta que desconocían, pensó su madre. Bueno, eso era lo habitual, por supuesto. Los padres no pueden pretender conocer todas las facetas de sus hijos. En cuanto a Viola, puede que hubiera querido a Teddy, pero no cabía duda, pensó la señora Wither, de que tampoco había dejado escapar la oportunidad de cazar aquel buen partido y entrar así a formar parte de una familia acomodada con una gran casa y cierta posición en el campo. Sin duda, aquel había sido un gran salto para una pobre dependienta de Chesterbourne como ella. Pero lo más raro, incluso uno diría que lo más desconcertante, fue que Viola se había negado al principio a casarse con Teddy. El coche se detuvo en la estación. Saxon le abrió la puerta a la señora Wither y la ayudó a salir del coche. Ella empezó a caminar a toda prisa en dirección al andén, pues el tren ya había llegado. Y allí, delante de ella, estaba Viola. Tan alta como siempre, con uno de aquellos sombreros a la última moda que no terminaban de parecer del todo apropiados y que escondían unos rizos revueltos muy rubios y muy suaves. Recorría el andén arrastrando un maletón con una mano y sujetándose su sombrero nuevo con la otra, mientras echaba un vistazo a su alrededor para ver si alguien había ido a recogerla. —¡Por fin has llegado, Viola, querida! —exclamó la señora Wither cogiéndola del brazo; Viola se inclinó y, torpemente, le dio un beso. —Hola, señora Wither. Su voz era un poco más grave que la de la mayoría de las mujeres; no mucho, aunque lo suficiente para resultar atractiva en círculos que aprecian tales diferencias. Sin embargo, no era ninguna sirena, sino una simple chica de veintiún años que al parecer aspiraba a la elegancia, a pesar de que fuera vestida con un abrigo barato y una falda más barata aún, de color negro, una blusa de satén rosa y unos guantes con puños recargados. Era pálida y tenía unos ojos rasgados de un gris claro, una boquita de piñón entreabierta con labios gruesos y dientes bonitos. No tenía el aspecto de una dama, lo cual era normal, pues no lo era. —¿Has tenido un buen viaje, querida? —Oh, sí, gracias, supercómodo. —Ahí está tu baúl… —Oh, perfecto… Salieron hasta donde el coche estaba esperándolas. Viola le sacaba más de una cabeza a la señora Wither. Saxon saludó tocándose la gorra y agarró la maleta. La colocó junto al asiento del conductor con la mirada gacha mientras las señoras se subían a la parte trasera. Cuando estuvieron todos listos, partieron. —Qué bonito está el campo —dijo Viola. —Sí, es por la lluvia. Como siempre digo, resulta tediosa, pero, después de todo, la lluvia trae vida. —Sí. Está precioso… —¿Y tú cómo estás? De lo tuyo, digo —continuó la señora Wither por cumplir—. ¿Ya no estás resfriada? —Oh, no, gracias a Dios. Ahora estoy de maravilla. —¿Y has conseguido dejarlo todo arreglado en la ciudad? ¿Lo del piso, los muebles, los gatos? —¡Oh, sí, gracias a Dios! Geoff se encargó de todo. Ya sabe, Geoff Davis, el marido de mi amiga Shirley… La señora Wither asintió y miró para otro lado. Se encontraba un poco incómoda. No solo no había vuelto a ver a Viola desde el funeral, con lo que el tiempo había hecho que la extrañeza creciera de nuevo entre ella y su nuera, a la que nunca había llegado a conocer del todo, sino que el tema del piso se revelaba un tanto embarazoso. La razón por la que Viola no había podido ir a The Eagles hasta bien pasados tres meses desde la muerte de Teddy era que no había logrado alquilar el maldito piso. Durante todo este tiempo, había seguido escribiendo a sus suegros y posponiendo su llegada, siempre por culpa del piso, hasta que Madge, haciendo gala de su apabullante sinceridad, dijo que estaba más claro que el agua que la chica no tenía la menor intención de mudarse con ellos. Luego se produjeron más aplazamientos, esta vez por culpa de los gatos. Teddy había querido con locura a sus gatos —Sentimental Tommy y Valentine Brown (nombres que tomó de un par de personajes de su autor favorito, sir James Matthew Barrie)— y esa fue la razón por la que Viola se impuso el deber de encontrarles un hogar de primera antes de mudarse. Esto, naturalmente, le llevó su tiempo, porque ambos eran unos felinos enormes, maniáticos, cabezotas y unos tragones insaciables. Además, se negaban a que los separasen y caían enfermos de inmediato si alguien lo intentaba. Viola, con la ayuda de Shirley, había conseguido al fin endilgárselos al dueño de una taberna de carretera cerca de St. Albans que apostaba por el toque personal. Todo aquello, sin embargo, había llevado su tiempo, y la señora Wither, que también percibió una nota de apuro en la voz de Viola, se preguntó por enésima vez si realmente quería o no vivir en The Eagles. Si no quería, es que era una desagradecida y estaría haciéndoles un feo. —Shirley Davis, ¿no es así? Creo que te la he oído mencionar antes, ¿no es cierto? —Oh, seguro que cientos de veces. Es mi mejor amiga. Estuvo en mi boda. —La recuerdo perfectamente. Una chica muy llamativa. Con el pelo teñido, pensó la señora Wither; aquel tono de rojo no podía ser natural. Siguió una conversación de lo más trivial sobre el piso mientras el coche recorría despacio las estrechas y abarrotadas calles de Chesterbourne. Viola contestaba a los comentarios de la señora Wither con educación y sensatez, pero quedaba claro que estaba pensando en otra cosa y,...