E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: Impedimenta
Gloag Cada noche a las nueve
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19581-75-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-19581-75-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Julian Gloag nació en Londres en 1930. Tras graduarse en el Magdalene College de Cambridge, pasó varios años en Nueva York trabajando como editor, y luego se trasladó a Francia. En 1963 publicó su primera novela, Cada noche a las nueve, que fue adaptada para la gran pantalla por Jack Clayton y protagonizada por Dick Bogarde. Gloag se convirtió en escritor a tiempo completo en 1966 tras el éxito de su novela Sentencia de vida (1968). Alternó su lugar de residencia entre Inglaterra y Francia, país en el que sigue gozando de gran popularidad. En 1978 se vio involucrado en una destacada polémica con el escritor Ian McEwan porque la novela de este último, Jardín de cemento, mostraba numerosas similitudes con la primera novela de Gloag, la ya mencionada Cada noche a las nueve. Años después, Gloag escribiría la novela Lost and Found (1981, Objetos perdidos), en la que un joven profesor de escuela lee la nueva novela de un escritor que acaba de ganar numerosos galardones y descubre que es la misma novela que publicó él años atrás, en su juventud. Julian Gloag falleció en 2023, en Provins, Francia, a los 93 años de edad.
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1
Madre murió a las cinco y cincuenta y ocho. Lo último que hizo fue coger el reloj de bolsillo de oro que estaba en la mesita de noche y sostenerlo débilmente entre sus dedos delgados. Luego, el reloj cayó y su suave ritmo cesó, marcando el minuto preciso, como la prueba de un delito.
Es posible que Madre siguiera viva unos minutos más. Pero no tenía forma de avisar a sus hijos. Durante semanas no había sido capaz de hablar más que en susurros, y el cordón bordado de la campana que colgaba sobre su cama llevaba mucho tiempo desconectado de su badajo en la cocina. «No soporto las campanas», había dicho Madre cuando, años atrás, había alquilado el número 38 de Ipswich Terrace. «Bastante me molestan ya los domingos y en los funerales.» Pero, incluso si la campana hubiera funcionado, estaba demasiado débil para tirar del cordón. Su energía, antes inagotable, se había debilitado últimamente, hasta el punto de que no podía levantar una cuchara sin la ayuda de Elsa.
Y Elsa, que se había asomado nada más volver del colegio, había encontrado a Madre dormida y no había querido molestarla en aquellos momentos de calma.
Sin embargo, la preocupación de Elsa (que, por ser la mayor, soportaba esa carga en nombre de los demás) la obligaba a acercarse continuamente a la puerta del dormitorio aguzando el oído. No oyó nada. Había muchos ruidos en la casa: el entrechocar de la vajilla en la cocina, donde Diana y Jiminee estaban lavando los platos; el gorgoteo de la risa de Willy en la sala de juegos y el «Ahora me toca a mí, Willy» de Gerty; la persistente tos de Dunstan, sentado en la «biblioteca» con los volúmenes de sermones encuadernados en cuero; los repentinos martillazos en el taller de Hubert. Elsa percibía todos aquellos sonidos de forma automática y, si alguno se hubiera detenido durante un tiempo, habría ido a investigar qué ocurría. Pero no les prestaba atención conscientemente.
Cuando el reloj de la planta baja empezó a dar las seis y media, decidió no esperar más. Abrió la puerta y entró. La habitación olía igual que siempre, a cortinas viejas y a la llama de las lamparillas, a jabón de lavanda, al polvo que se levantaba entre las tablas del suelo y al abrillantador que la señora que venía tres veces al año traía en latas rojas y doradas.
Madre también olía igual que siempre. El olor de Madre era ese aroma blanco y suave proveniente del tarro grande que había en el tocador.
La cabeza de Madre estaba girada en dirección a Elsa, con los ojos entrecerrados. Tenía el brazo izquierdo extendido, apoyado en el borde de la cama justo a la altura del codo, con la mano abierta como para recibir algo. Agitados por la brisa vespertina que entraba por la ventana abierta, los extremos del nudo que le ataba el turbante de la cabeza revoloteaban como jirones sueltos.
Elsa atravesó la habitación y se detuvo en la estera de arpillera que había junto a la cama. Posó un momento la mano sobre la muñeca fría. Luego se agachó y recogió el reloj. También estaba frío. Lo calentó en la mano, dándole vueltas rítmicamente, una y otra vez. La llama de la vela fluctuó y después se enderezó. Habría que despabilarla.
Fuera, los estorninos estaban en pleno gorjeo vespertino antes de irse a dormir. De la penumbra del jardín de altos muros llegaba el perfume de los lirios del valle, que se intensificaba bajo la ventana. Era un mes de mayo cálido, casi veraniego. Los lirios habían florecido temprano y ya casi estaban a punto de marchitarse.
Elsa levantó un poco la cabeza. Del exterior le llegaban los murmullos de los niños, a la espera de que los llamasen para volver a casa. Era la única de todos ellos que sabía que Madre había muerto; igual que era la única que se había dado cuenta de que Madre, aquellas últimas semanas, estaba agonizando. Madre también lo sabía, por supuesto, pero había sido un secreto que no habían comentado entre ellas. A Madre no le gustaba hablar de cosas desagradables.
De repente, Elsa dijo en voz alta:
—Tengo trece años.
Lo repitió, «Tengo trece años», como para hacer frente a la creciente oscuridad de la habitación, una oscuridad que la débil llama de la vela no hacía sino acrecentar. Miró el reloj que tenía en la mano. Marcaba las cinco y cincuenta y ocho. Sabía que esa no era la hora correcta. Lo devolvió a su sitio en la mesita de noche.
Se apartó de la cama, se acercó al tocador, cogió el soporte de pelucas y la peluca de Madre y los puso sobre la mesa que había en el centro de la habitación. Sacó del cajón superior el peine de carey, que estaba entre esos pañuelos de hombre ligeramente perfumados que Madre usaba. Se sentó en el borde de la silla de mimbre y empezó a peinar la peluca.
Hundió el peine con firmeza en los rizos caoba, estirándolos hasta alisarlos casi por completo y dejando que volvieran a ondularse. Esa había sido su tarea de cada noche desde que Madre empezó a estar demasiado débil para moverse. Siempre había sabido que Madre usaba peluca, y todos los demás niños también lo sabían; ella se lo había explicado en cuanto tuvieron edad suficiente. Incluso Willy, el más pequeño, estaba al corriente. Sin embargo, el tema solo se había mencionado dos veces en presencia de Madre; la más reciente, cuando Madre había dicho: «Esta noche estoy cansada, Elsa, querida, hazme el favor de peinarme tú el pelo». La otra había sido dos años antes, cuando Jiminee tenía cinco. A la hora del té, miró a Madre de repente y dijo: «Hola, Peluquita». Hubo un murmullo acallado mientras Madre observaba al sonrojado Jiminee por encima de la mesa de té. Entonces, Madre se echó a reír. No dijo ni una palabra, se limitó a soltar una carcajada. En aquel momento, todos empezaron a reírse y a agitarse en sus sillas, sacudiendo la mesa hasta que las tazas de té tintinearon. Solo Jiminee se quedó al margen; sentado quieto, ruborizado y batiendo los párpados, con una sonrisa intermitente como las luces de un árbol de Navidad. Y, cuando terminaron las risas, siguieron tomando el té y no volvió a hablarse del tema, aunque durante unos días todos miraron a Jiminee con un respeto especial.
Mientras Elsa seguía peinando, recordó esa risa cálida en su estómago y le entraron ganas de llorar. Dejó las manos quietas e inclinó la cabeza. «Elsa nunca llora.» Luchó contra esa sensación espesa en la garganta y cerró los ojos con fuerza. Al final, dos lágrimas brotaron y rodaron por su nariz. Se secaron casi de inmediato.
Ahora la habitación estaba a oscuras y la ocupante de la cama no era más que una vaga figura blanca. Los movimientos del peine sosegaban a Elsa.
De repente, la vela parpadeó hasta casi apagarse. Presa de la alarma, Elsa levantó la vista. Había alguien en la habitación, junto a la puerta entreabierta.
—¿Quién es? —susurró—. ¿Dun?
—No. Soy yo, Hubert.
Elsa se relajó un poco.
—¿Qué pasa, Hu?
—Ya han dado las siete, Else.
La llama de la vela vaciló precariamente.
—Entra y cierra la puerta.
La luz fue recuperando su brillo mientras Hubert se acercaba, y Elsa giró la cara para que él no viera que había estado llorando.
—¿Madre está dormida? —dijo el niño, todavía susurrando.
Elsa se inclinó para dejar el peine sobre la mesa. En el silencio, el crujido provocado por aquel movimiento en la silla de mimbre los sobresaltó a ambos, y el peine cayó al suelo con un sonoro chasquido. Hubert se arrodilló, lo recogió y se lo entregó. Al cogerlo, ella se permitió girar la cara hacia él; en realidad, no le importaba que Hubert la viera.
—Has estado…
—¡Sí! —respondió.
—¿Qué pasa, Else? —El niño ya se había puesto de pie y estaba mirando hacia la cama.
—No, Hu, quédate aquí.
—Es Madre, ¿verdad?
—Sí. Madre… Todo ha terminado.
—Pero no puede…
—Todo ha terminado, Hu. Lo sé, lo… No sirve de nada hacerse ilusiones.
Por un instante, en la penumbra, Hubert frunció el ceño, y le recordó tanto a Dunstan que Elsa se quedó sin aliento. Luego, el niño levantó la mano y se apartó el pelo de la frente. En la lejana calle principal un autobús aceleró. El ruido del tráfico aumentó un momento y después disminuyó, como el latido de un corazón cansado.
—¿Qué vamos a hacer, Else?
—No lo sé. Es decir…, tengo que pensarlo.
—Necesitamos un plan.
—Pensaré en algo. ¿No es lo que hago siempre?
Hubert no respondió. Desde el pasillo, detrás de la puerta, se oyó un estallido de tos.
Elsa se puso rígida.
—Dunstan.
—Todos —dijo Hubert—. Tienes que decírselo a todos.
—Esta noche no. Se lo diré mañana.
—Tienes que decírselo a todos. No sirve de nada aplazarlo, Else —respondió despacio Hubert.
—No me digas lo que tengo que hacer. ¡Recuerda que soy la mayor!
El niño de nueve años la miró y asintió. Elsa respiró hondo y se levantó. La silla de mimbre crujió.
—Está bien. Voy a lavarme la cara y me los traes.
Se acercó al lavamanos y sumergió los dedos en el agua fría de la jarra.
—Será mejor que encienda la luz —dijo Hubert.
Ya no hablaban en susurros.
—No, Hu, déjala apagada.
Extendió la mano hacia la toalla de Madre, pero vaciló, mirando al otro niño. Después, inclinó rápido la cabeza y se secó la cara en la falda. Volvió a la silla y se sentó de nuevo....