Gómez Cadenas | Los saltimbanquis | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 362 Seiten

Reihe: Literaria

Gómez Cadenas Los saltimbanquis


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-9055-862-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 362 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-9055-862-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Los saltimbanquis nos presenta un mundo de despachos de acero y metacrilato, cámaras ocultas, selectos restaurantes y exclusivos clubs deportivos, con encuentros a puerta cerrada en los que cada palabra tiene un precio. La trama arranca con una reunión de alto nivel de los ejecutivos de la Compañía Multinacional de Software, en la que se traza un arriesgado plan para hacerse con la propiedad de Jazz Software, una compañía basada en el software libre y uno de sus más molestos competidores. A raíz de la puesta en marcha de la operación, vemos desfilar por las páginas del libro un universo de personajes cuyas relaciones están regidas casi exclusivamente por la sospecha. Pero será ese casi el que permitirá al lector ir accediendo, como a través de una minúscula grieta, a la humanidad íntima y doliente de estos auténticos saltimbanquis, que más allá de su máscara de éxito y poder albergan en sí la nostalgia de una vida auténtica que añoran recuperar. Los límites de la lealtad, el papel del arte o el valor de las relaciones son algunas de las cuestiones que el físico y escritor Juan José Gómez Cadenas aborda en su cuarta incursión en el terreno de la narrativa.

Juan José Gómez Cadenas (Cartagena, 1960) es físico y escritor o viceversa. Como científico dirige el experimento NEXT en el Laboratorio Subterráneo de Canfranc, intentando demostrar que el neutrino es su propia antipartícula. Su alter ego ha publicado un libro de relatos (La agonía de las libélulas, Zócalo, 2000) dos novelas de ciencia ficción (Materia Extraña, Espasa, 2008, Spartana, Espasa 2014) y un libro de divulgación sobre energía (El ecologista Nuclear, Espasa, 2011). Los saltimbanquis es su novela más literaria, una exploración de los límites de la lealtad basada en el célebre 'Dilema del prisionero', así como una reflexión sobre el arte, a la vez pasión fatal y camino de redención.

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4
Lo mejor, decidió, sería aprovechar para hacerle una visita al viejo, llevaba dos semanas sin pasar por el sanatorio. Sonia remoloneaba cuando se lo proponía —tampoco podía culparla, se dijo, porque le costara resignarse a pasar la tarde del domingo, su único día libre, con un anciano que, a menudo, no la reconocía— y algunos fines de semana, por más que le remordiera la conciencia, no encontraba el ánimo para visitarlo solo. La residencia estaba a las afueras de la ciudad, a poco menos de una hora en taxi. Como de costumbre, pasó en primer lugar por el despacho del director, para informarse del estado de su padre antes de visitarlo. —Estable, señor Ormaechea. De lo cual debemos sentirnos satisfechos. Últimamente había retrocedido mucho. —Imagino que hay pocas esperanzas de que mejore —dijo Iván. —Muy pocas. Pero no se apure. Su padre no es infeliz. Dado su historial, puede que esté mejor así. La tristeza, pensó Iván, sabía a licor de almendras, un licor amargo que podía degustarse lentamente, paladeando su sutil textura, entreteniéndolo en el paladar largo tiempo. —Gracias doctor. —No deje de venir a menudo. Su padre le necesita. El viejo estaba sentado en el banco de siempre, en una de las esquinas más apartadas del amplio parque que rodeaba el edificio central. Iván lo contempló mientras se acercaba. Físicamente seguía siendo el hombrón de siempre, aunque en los últimos tiempos hubiera perdido bastante peso y su indumentaria —chaqueta y pantalones de pana sostenidos por tirantes, camisa de lana a cuadros rojos— pareciera ahora demasiado holgada para él. Hacía girar entre las manos su sempiterna chapela, sin la que era difícil imaginárselo, la chapela que rara vez se quitaba, «para no olvidarme de mi tierra, cojones». Aunque de su tierra hubiera emigrado medio siglo atrás, un muchacho más, con los bolsillos vacíos de otra cosa que ilusiones, buscando fortuna en la ciudad. —¡Hijo! Qué alegría. Iván apretó con toda su fuerza las manos descomunales de su padre. El anciano rió, contento de la broma habitual, devolviéndole fieramente el apretón. —Para, viejo —gritó Iván cuando le pareció que sus dedos estaban a punto de reventar—. Que me rompes la mano. —Coño, Juanito. De qué estáis hechos los jóvenes. Se sentó junto a él. Un rayo de luz, colándose entre las ramas de la gran encina que daba sombra al banco le deslumbró. Cerró los ojos y se restregó los párpados, reclinándose luego hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo de madera, agradecido por la caricia del sol en el rostro, por la súbita tranquilidad del momento. Recordó aquella otra tarde remota de domingo, en la que la misma luz, colándose por los ventanales del casino —así llamaba su padre al garito que hacía las veces de taberna, restaurante y centro social para la nutrida población de emigrantes que habitaba el barrio de su infancia— le había también encandilado, deteniendo el instante en su memoria. Un instante que era capaz de evocar con toda nitidez, como si no hubieran pasado veinticinco años desde entonces. Podía ver la larga barra, tras la que se afanaban Pablo, el propietario y dos o tres de sus hijos, recorriendo a la carrera los mismos ocho metros, de norte a sur, de sur a norte, una y otra vez, impecables en sus camisas blancas y pantalones oscuros, los parroquianos repartiéndose entre las mesas, algunos atentos al televisor, otros comiendo o conversando, si es que el intercambio exaltado de voces disonantes, acompañado de grandes aspavientos, merecía tal nombre. Podía respirar el aire, espeso de humo, en el que el aroma de la tortilla de patatas, cuya receta, como la chapela de su padre, era casi lo único que Pablo se había traído de su país, se mezclaba con el olor a burritos, tacos, huevos rancheros, hamburguesas, pollo y patatas friéndose perpetuamente en aceite hirviendo; y el aroma del café, aquel café aguado que se servía por litros en grandes jarras panzudas y que su padre detestaba. Podía verse a sí mismo, un zagal de seis o siete años, sentado en una banqueta, junto a la mesa en la que el grupito que se apiñaba en torno a Gabriel Ormaechea —muchos de ellos empleados suyos— solía matar las tardes del domingo. Escuchaba su voz bronca elevándose por encima del murmullo del casino. —Juan como mi padre, le dije a Miriam, pero mi mujer, ya sabéis, cuando se le mete algo en la cabeza no razona, así que el zagal se tuvo que quedar con ese nombre tan hortera. Anda, hijo, diles a éstos lo que opinas. —Yo quiero llamarme Juan, como el abuelo —había ofrecido Iván, aprovechando al vuelo la oportunidad de congraciarse con el viejo. —Pues como el abuelo será, coño —atronó su padre—. Toma, cómprate un helado. Los niños son muy listos, ya veis. —Y tanto —había dicho el tío Pedro, guiñándole a Iván un ojo. El tío Pedro hablaba poco y siempre muy bajito, todo lo contrario del viejo. El tío Pedro era delgado, de manos delicadas, casi femeninas, claro de piel, callado. «Ni en el forro de los cojones», solía decir su padre. «Es que ni en eso nos parecemos». Una mano enorme, apretándole el brazo, le arrancó de sus recuerdos, devolviéndole a la tarde que ya comenzaba a languidecer y a la compañía de un anciano enfermo. —Juanito, ¿has visto al tío hoy? Iván dio un respingo, se enderezó, tensándose como un conductor adormilado que siente derrapar su automóvil en una inesperada curva. —¿A quién? —dijo, aunque había entendido perfectamente la pregunta. La boca, de repente, se le agrió con el sabor de la leche cortada. —Al tío Pedro, a quien va a ser —dijo su padre—. Oye, en cuanto llegues a casa le dices que venga a verme mañana sin falta, por lo del pedido. —Papá... —Mira que se lo tengo dicho, los pedidos hay que gestionarlos siempre a primeros de mes y aquí nos tienes, pasado el quince y quedándonos sin existencias y yo con estos dolores de cabeza no puedo ocuparme como antes, hijo. La verdad es que Pedro no vale mucho para el negocio, es igual que mamá, joder. El otro día estuvimos hablando y... —¿Hablando? ¿Con mamá? —Coño, Juanito, qué te pasa esta tarde. Estás como atontado. Sigues estudiando mucho, por lo que veo. Pues acuérdate que no todo debe ser estudio, también hay que divertirse un poco. Deberías sacar más al cine a esa novia tan mona que te has echado. ¿Cómo se llamaba? ¿Cleo, Cloe? —Clea —consiguió murmurar Iván, haciendo un enorme esfuerzo de voluntad. —Vaya nombre, joder. Su madre debe ser otra loca coma la tuya. El caso es que le dije a mamá que deberíamos pensar en vender. Podríamos sacar un buen pico y yo ya no estoy para tantos trotes con estas jaquecas. Claro que Pedro tendría que buscarse algo y eso es lo que me da miedo porque el pobre ha sido siempre tan inútil, tan incapaz de hacer nada él solo. Iván tanteó sus bolsillos buscando tabaco, lo pensó mejor. Estaban demasiado a la vista de todo el mundo y fumar estaba tan prohibido en la residencia como en cualquier otra parte. Ni eso se podía permitir el viejo. «Es por su bien señor Ormaechea», le pareció oír la voz fanática de la enfermera, cuando se negó en rotundo a permitirle el mínimo desahogo de un purito los domingos de visita. Como si un poco de nicotina más o menos tuviera importancia alguna encima de las raciones de sedantes y antidepresivos con que lo atiborraban cada semana. —Si me hubiera hecho caso —el viejo continuaba su perorata, la voz monótona, dando vueltas y más vueltas a su chapela, mirándole sin verle, o peor, viendo a otro diferente, a un Iván que había dejado de existir largo tiempo atrás—. Mira que le insistí, Pedro que estudies, a qué coño se dedicaría los siete u ocho años que estuvo en la universidad para no ser capaz de sacar un puto título, siempre fue un vago, con la cabeza llena de pájaros, en eso se parece a mamá, aunque ella, por lo menos, es capaz de pintar un florero de vez en cuando. En fin, daño no hace a nadie y sus cuadros no dejan de ser bonitos. ¿Verdad, hijo? —Claro papá. —Aunque vender, lo que se dice vender, vende menos que el holandés ese del museo de Ámsterdam. ¿Te acuerdas de cuando te llevó con el tío? A mí no se me ha olvidado, desde luego, bien jodido fue mandaros a todos de vacaciones mientras yo me quedaba currando, pero el negocio es el negocio. La verdad es que no debería haber consentido tanto a Pedro. Por lo menos aprendí la lección y en eso has salido ganando, ahora entiendes por qué siempre he sido tan exigente contigo, no quería que me volviera a pasar lo mismo con mi hijo, y mira, mucha ayuda para educarte, con tu madre no tenía, pero yo bien que me empeñé y ahora puedo estar orgulloso de ti, cojones. —Gracias viejo —dijo Iván, palmeándole los hombros. —Bien orgulloso, mira lo que te digo. Acaba la carrera pronto, que ya verás como tu padre se ocupa de colocarte. Tú no tendrás que empezar reparando radios y tocadiscos, ni pasarte años durmiendo en el almacén para ahorrarte el alquiler de un piso. Eso sí, cuando seas un mandamás no te olvides de quien es tu viejo. —¿Cómo me iba a olvidar? —dijo Iván, apretando la enorme mano del anciano que había comenzado a temblar, un tic que se repetía en su cara, como si un sedal invisible tirara a la vez de la barbilla y la muñeca. —La verdad es que me da pereza vender, por mucho que a veces me canse. Coño, son muchos años y mucho...



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