Gómez Cerdá | Las siete muertes del gato | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 208 Seiten

Reihe: Alerta roja

Gómez Cerdá Las siete muertes del gato


1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-675-6137-1
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, 208 Seiten

Reihe: Alerta roja

ISBN: 978-84-675-6137-1
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
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Germán tiene una gran habilidad para escapar de sitiaciones límite y muy arriesgadas. Quiere probarlo todo; pero él mismo será el que, paso a paso, llegue a una situación sin salida. Sus amigos del barrio y su novia serán testigos de una vida que pasa demasiado deprisa.

Alfredo Gómez Cerdá nació en Madrid, en el verano de 1951. Atraído por la lectura desde la adolescencia, estudió Filología Española, especializándose en Literatura. Comenzó escribiendo teatro, género en el que publicó y representó varias de sus obras en los años 70. Sin embargo, en los 80 descubrió la literatura infantil y juvenil y pronto conoció el éxito. Desde entonces ha publicado más de setenta títulos, varios de ellos traducidos a otros idiomas.Gómez Cerdá ha colaborado en prensa y en revistas especializadas, además de participar en numerosas actividades en torno a la literatura infantil y juvenil, como charlas, libro-fórum, programas radiofónicos, mesas redondas, conferencias, etc. Asimismo, ha formado parte de proyectos educativos realizados en Estados Unidos (Aprenda II, en San Antonio, Texas). Sus libros se venden en varios países de Europa, América y Asia. Ha escrito además varios guiones para cómic.Su labor literaria le ha reportado más de veinticinco galardones, entre los que se encuentran el segundo premio El Barco de Vapor 1982, el segundo premio Gran Angular de literatura juvenil en 1983, Premio Altea 1984, accésit del Premio Lazarillo 1985 y segundo premio de El Barco de Vapor del mismo año. En 1987 dos de sus libros (La casa de verano y Timo Rompebombillas) fueron incluidos en la Lista de Honor de la CCEI, y desde entonces ha repetido en numerosas ocasiones, casi cada año. En 1994 logró el Premio Il Paese dei Bambini de Italia, y en 1996 fue accésit del Premio de novela corta Gabriel Sijé. Se hizo con otro Premio Gran Angular en 2005 por su libro Noche de alacranes. Ese año también logró el White Raven de Munich. En 2006 fue Premio Fray Luis de León, mientras que en 2008 se hizo con el Premio Ala Delta, el Premio Lector 2008 y el prestigioso Cervantes Chico por el conjunto de su obra. 2009 le trajo de nuevo el White Raven, así como el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
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EL FIN


Este es el fin, hermoso amigo, este es el fin, mi único amigo, el fin de nuestros planes elaborados, el fin de todo lo que se mantiene, el fin sin salvación ni sorpresa, el fin. Nunca volveré a mirarte a los ojos.

JIM MORRISON

El último día del mes de junio estaba a punto de agonizar y la noche, como si se negase a aceptar lo sucedido, parecía no querer llegar nunca. Hacía tiempo que el sol se había ocultado entre un enjambre de tejados sucios y recocidos, coronados por un bosque de antenas y de anuncios que ya mostraban sus agresivas luces multicolores. La atmósfera parecía adensarse minuto a minuto. El calor y el humo hediondo de la contaminación creaban una sensación pastosa y desagradable.

Nilo había ascendido a toda prisa por las escaleras de la estación del metro con la esperanza de que en la calle se mitigase un poco el agobiante calor de los andenes y los pasillos; sin embargo, al alcanzar la acera, no había sentido ningún alivio, pues la temperatura era prácticamente la misma. Pero comenzó a andar con decisión y se olvidó por completo del calor, incluso de su camisa, que el sudor había mojado por varias partes y que le causaba gran incomodidad.

A medida que se acercaba, volvió a sentir la opresión que había experimentado al enterarse de lo sucedido. Todo le resultaba extraño e increíble. Extraño e increíble. Esas dos palabras, esos dos conceptos, adquirían un significado insospechado. Nunca lo extraño había llegado a resultar tan extraño. Nunca lo increíble había resultado tan demoledoramente increíble. Durante unos instantes trató de convencerse otra vez de que no podía ser verdad y de que la pesadilla era solo una pesadilla, producto de una mala noche, de un mal sueño, de una indigestión que le impedía dormir a pierna suelta, como acostumbraba. Pero se miraba su propio cuerpo, se palpaba incluso, y constataba que no estaba durmiendo. ¿Entonces...?

Se restregó los ojos y la cara entera con las palmas de sus manos para espantar a los molestos fantasmas que lo estaban atormentando. Pero el gesto fue inútil, pues comprendió al instante que no se trataba de ningún fantasma y que todo lo que había ocurrido era tan cierto como que él mismo estaba allí, sudando, angustiado, casi enfermo, a solo doscientos metros del tanatorio de la M-30.

Trató de consolarse pensando que lo ocurrido tenía que ocurrir y que él mismo se lo había advertido al Gato en muchas ocasiones. Y se lo había advertido en serio, porque era su amigo y lo quería. Se conocían de toda la vida, desde que tenían uso de razón. No solo vivían en el mismo barrio, sino incluso en la misma calle, el uno enfrente del otro. Por eso habían compartido siempre todo: juegos infantiles, colegio, aventuras, descubrimientos, sinsabores... Solo la bebida los había distanciado un poco. Nilo nunca había llegado a comprender por qué el Gato bebía de aquella manera tan brutal, desoyendo consejos y advertencias, sabiendo que se estaba desplomando sin remedio por un abismo tenebroso.

Él, además, había sido el que le había descubierto a los Doors, un grupo muy antiguo. Su cantante y líder, Jim Morrison, había muerto en 1971, muchos años antes de que ellos nacieran; sin embargo, ambos se habían sentido cautivados por aquella música que tenía un aire de salvaje libertad.

Tenían un radiocasete grande y a veces se lo llevaban al parque. Se tumbaban sobre el césped y escuchaban música a todo volumen hasta que se agotaban las pilas. Un día Nilo llevó una vieja cinta, con la caja de plástico rayada y sucia. Parecía que tenía cien años.

—Escucha esto –le dijo.

The Doors –leyó en la carátula el Gato–. ¿Quiénes son? ¿De dónde has sacado esta cinta?

—Es de mi padre.

—¿De tu padre? ¿No querrás que oigamos esa mierda de música que les gusta a nuestros padres?

—Escúchala.

Ahora, tan cerca ya del tanatorio, se preguntaba por qué se sintió atraído de manera tan poderosa, qué lo cautivó, qué lo hechizó. Cuando terminó de escuchar la vieja cinta, volvió a ponerla otra vez, y luego otra. De regreso a casa, le dijo a Nilo.

—Déjamela, voy a grabármela.

Y desde ese instante, los Doors, o mejor sería decir Jim Morrison, se convirtió en una obsesión para él. No pasaba un día sin escuchar su música y pronto se hizo con todos sus discos y con varios libros que recopilaban canciones y poemas del propio cantante, y que hablaban de la historia del grupo y de la muerte tan prematura como misteriosa de Jim a los veintisiete años. Algunos los habían robado juntos en unos grandes almacenes.

Jim.

Así lo llamaba el Gato.

Jim.

Era como un amigo muy especial, como alguien de la familia. Un ser cercano y entrañable. Alguien que estaba a su lado siempre que lo necesitaba, y cada vez lo necesitaba más. Jim. Jim. Jim. Siempre Jim. A todas horas Jim.

—Doors significa puertas –le comentó en una ocasión–. Ya ves, aún recuerdo algo de lo que aprendí en el colegio. Puertas. Las puertas.

Nilo estaba seguro de que el Gato había encontrado una puerta invisible que lo comunicaba con Jim Morrison, una puerta que solo él conocía y que, por supuesto, solo él podía franquear. Tenía la sensación de que en muchas ocasiones hablaba con Jim, pero hablaba de verdad, y ambos se descubrían mutuamente sus entrañas atormentadas y se sorprendían de las cosas que tenían en común. Pensaba que ambos se encontraban en otro mundo, en otra dimensión, en quién sabe dónde. Pero se encontraban.

Quizá por eso se sorprendió mucho cuando el Gato comenzó a asegurarle que Jim Morrison no había muerto.

—Es solo una vieja leyenda –le replicó Nilo– Sus admiradores se negaron a aceptar su muerte y se inventaron todo.

Pero el Gato se sabía de memoria su biografía y se emocionaba cuando llegaba al capítulo de su muerte. Existían aspectos misteriosos rodeando su muerte, lo que había hecho imaginar a muchos de sus apasionados seguidores que no había muerto de verdad y que el ataúd enterrado en el cementerio parisino de Pére Lachaise se encontraba vacío.

—¿Te das cuenta, Nilo? –le decía entusiasmado–. Jim se burló de todos. Una noche, en esa habitación del hotel de París donde dicen que murió, después de despacharse una botella de whisky, debió de pensar: «¡No quiero saber nada de vosotros! ¡Ahí os quedáis con vuestra mierda, que yo me marcho con la mía!».

—Tienes razón, eso debía de estar pensando cuando la palmó.

—Está vivo, Nilo. Y un día lo encontraré. ¿No me crees? Te lo juro, Nilo. Un día yo también me largaré a buscarlo.

—Estás loco.

Nilo se detuvo un instante. Acababa de pasar ante la fachada de la gran mezquita, que se elevaba como una roca blanca entre bloques de viviendas y edificios comerciales; su alminar oteaba la autovía de circunvalación, siempre atestada de coches. Le dolían sus recuerdos. Entonces pensó que el Gato se había salido con la suya. Al final se había salido con la suya. Por fin había encontrado a Jim. Lo malo es que el encuentro hubiera tenido lugar en el otro mundo. Trató de consolarse imaginándolo abrazado a Jim, paseando con él por una nebulosa, en busca de un bar abierto que les sirviera una copa, o dos, o cien...

Iba a reanudar la marcha cuando descubrió a Esteban apoyado contra la pared. No había que ser muy perspicaz para descubrir que estaba completamente abatido, con los brazos desplomados a ambos lados de su cuerpo grande y amorfo, con la cabeza hundida entre los hombros y el pecho. Se acercó a él.

—¿Qué haces aquí? –le preguntó.

Esteban alzó ligeramente la cabeza y lo miró con los ojos arrasados de lágrimas. Se secó con la manga de su camisa y sorbió un par de veces la nariz.

—El Gato... ha muerto –balbuceó.

—Lo sé.

—Ayer... robó una moto... Se marchó por la carretera, se salió en una curva..., se golpeó la cabeza...

—Lo sé, lo sé –Nilo le dio unas palmadas en el hombro.

—¿Tú no has llorado?

—Sí.

—¿Sí? Eso me hace sentir un poco mejor.

—Y si tú no dejas de hacerlo, volveré a llorar otra vez.

Esteban se incorporó un poco y volvió a secarse el rostro con la manga de la camisa. Respiró profundamente y afirmó con una leve inclinación de la cabeza, como si quisiera decir que ya se había rehecho.

—Me encontraba bien cuando salí de casa, pero al llegar aquí, al acercarme... No sé lo que me ha pasado. He tenido que pararme. No podía dar ni un paso más.

—Te entiendo. Vamos los dos juntos.

Reanudaron la marcha hacia el edificio del tanatorio, que se encontraba ya muy cerca. Se notaba una cierta aglomeración de personas y coches. En la acera, unas mujeres vendían flores.

Grego se encontraba junto a la puerta principal,...



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