E-Book, Spanisch, Band 32, 238 Seiten
Reihe: Literaria
Gómez Fernández Tardes de Año Nuevo
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-1339-501-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Cuentos de Navidad III
E-Book, Spanisch, Band 32, 238 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-501-2
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Siguiendo la línea iniciada en La noche de Navidad (2021), Francisco José Gómez incorpora en Tardes de Año Nuevo hasta seis nuevos relatos elaborados para este volumen por algunos de nuestros mejores autores de narrativa breve: Emilio Gavilanes, Pablo Andrés Escapa, Alberto de Frutos, Óscar Esquivias y Ángel García Galiano, que se suman a otros de nuestros clásicos. Un elenco de creadores, en su conjunto, que aúna la tradición y la modernidad de las solemnidades navideñas, la problemática y la vida de la España de antaño y de nuestro tiempo, las alegrías, las virtudes y la devoción profunda que las Pascuas de Navidad atesoran.
A los relatos, de ayer y de hoy, se une un retablillo poético para celebrar unas fiestas tan nuestras con el encanto y la fuerza de poetas clásicos y actuales como María Jesús Jabato, Antolín Iglesias o José Matesanz.
Tardes de Año Nuevo es una obra cargada de tradiciones, vida y espiritualidad, de la mano de algunos de nuestros escritores con mayor y mejor oficio.
Francisco José Gómez Fernández (Madrid, 1971) es historiador y docente. Sus campos de estudio abarcan principalmente la Historia de las religiones y las creencias y la Historia de España. Es autor de más de 50 artículos publicados en diferentes revistas históricas de ámbito nacional, y de seis libros, entre los que destacan Madrid, una ciudad para un Imperio (La Librería, 2011) y Breve historia de la Navidad (Nowtilus, 2013). Ha publicado en Ediciones Encuentro Católicos en tiempos de confusión (2018) junto al prestigioso historiador Fernando García de Cortázar. Además, este es su tercer volumen de cuentos españoles de Navidad: El día de Reyes, La noche de Navidad y Tardes de Año Nuevo, tratándose de uno de los mayores especialistas de historia y literatura navideña en España.
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En tinieblas Emilio Gavilanes Las vacaciones de Navidad ya estaban a la vista. Faltaba muy poco para que se acabaran los deberes, madrugar, acostarse pronto… todas las obligaciones. Por fin iba a poder ver más tiempo la tele, salir más a la calle y pasar más tiempo con los amigos. Jugar, leer tebeos, poner el nacimiento, escribir a los Reyes... Casi se podía tocar la felicidad. Era el final de una tarde de domingo. Yo tenía nueve años y estaba frente a los deberes que debía llevar hechos el lunes. Pero no me concentraba en ellos. Tenían razón los profesores que decían que me distraía con el vuelo de una mosca. Y con menos. Realmente no hacía falta nada para distraerme. Me pasaba el tiempo perdido en ensoñaciones, en conversaciones imaginarias, en situaciones irreales. Mamá hacía punto. No tardaría en irse a la cocina a hacer la cena. De pronto sonó el teléfono. Entonces no había muchas llamadas. Podía ser alguno de nuestros tíos o de nuestras tías, un amigo de papá con algún recado… —Diga. Hola, Paco. Bien, estamos bien. ¿Por qué llamas? ¿Pasa algo? ¿Qué? ¿Qué le pasa? ¿Pero le ha pasado algo? Dime la verdad. ¡Qué me dices, Paco! ¡Eso no puede ser! ¡Cómo va a haber muerto! Yo escuchaba con curiosidad, pero no entendía nada. No sabía quién era Paco y a quién le podía haber pasado algo. Cuando mamá colgó el teléfono estaba trastornada. No paraba de gritar y de llorar. ¡Madrica!, gritaba, ¡no!, ¡no!, ¡no puede ser! Enseguida la casa se llenó de vecinos, todos con gestos sombríos. Miraban a mamá en silencio. Amada la abrazaba. Por fin comprendí que había muerto su madre, en el pueblo, pero aún tardé en darme cuenta de que su madre era mi abuela. Llegó papá. No sé si le avisaron o se volvió por la hora. Todos hablaban en voz baja. Por encima de todos los susurros se oía la voz de mamá, gritando, angustiada, llorando. Nunca la había visto tan vulnerable, tan vencida, tan en peligro. Parecía que en cualquier momento le iba a pasar algo. Ese pensamiento me tenía aterrado. Cada vez había más gente en casa. Todo eran caras serias, graves. Muchos no se atrevían a acercarse a mamá, que seguía gritando enloquecida. Llegó tío Juan, el único hermano de mamá, y se abrazaron llorando, como dos niños huérfanos. —Te has quedado sin madre —le dijo mamá, entre convulsiones. No tardó en aparecer Urbano, un taxista del pueblo, amigo de la familia. —Vamos —le dijo a mamá—. Coged lo indispensable. Salimos ya. Dejamos al chico en casa de tu tía y seguimos camino. El chico comprendí que era yo. Y la tía de mamá era Lalá, realmente más una abuela que una tía abuela, pues la veía durante todo el año, mientras que a abuela apenas en verano. Lalá vivía en Ópera, en el centro de Madrid. Por el camino nadie dijo una palabra. Solo se oía el llanto ahora ahogado de mamá. Muchas veces, cuando durante el día surgía algún problema, yo siempre pensaba: Bah, no es nada. Esta noche estaremos todos juntos, tranquilos, durmiendo en nuestras camas. Lalá salió a recogerme a la calle, para que no perdieran tiempo. Ellos siguieron viaje hacia el pueblo. Hacía muchísimo frío. Lalá también lloraba, aunque hacía lo posible para que yo no la viera. Abuela era la hermana de Lalá. Mientras subíamos las escaleras, me di cuenta de que mamá no se había despedido de mí, tan concentrada estaba en su dolor. Entonces pensé que posiblemente no volvería a verla. Era imposible sobrevivir a tanto sufrimiento. Lalá me metió en la cama enseguida. Tardé en dormirme. Oía cómo Lalá lloraba sola en el comedor. Pensé que era la primera noche en que no íbamos a dormir todos juntos, en la misma casa, tranquilos, como siempre. Toda la noche tuve pesadillas. Cuando me desperté no se oía nada. Me levanté y encontré a Lalá sentada en el salón. Serena. Quizá rezaba en silencio. Había una estufa, pero hacía mucho frío. Lalá siempre había vivido sola. Como la casa era enorme y la pensión que cobraba era pequeña, alquilaba habitaciones. En aquellos momentos vivían en la casa cuatro hombres. Cuatro hombres solitarios, cada uno en un cuarto independiente: don Demetrio, un militar retirado y separado de su mujer, con la que no tenía trato (Lalá decía que ella le había echado de casa) y de la que hablaba sin resentimiento; el señor Miranda, un oficinista que trabajaba en la fábrica de gaseosa La Pitusa, siempre impecablemente vestido, atento, muy educado; don Alfonso, que había estudiado de joven para jesuita, pero al que los jesuitas habían rechazado; y el señor Martínez, chófer de un conde y al que se le habían pegado unas maneras aristocráticas. Por qué a unos los trataba de «señor» y a otros de «don», eso es algo que nunca llegué a entender ni averiguar. He dicho que la casa era enorme, pero siendo enorme era mucho más que una casa. Era un organismo, casi un ser vivo. Y más que habitaciones sin fin y pasillos misteriosos, lo que tenía eran miembros, órganos, extremidades, partes que parecían tener voluntad y personalidades diferenciadas. Como siempre estaba en penumbra, apenas alcanzabas a ver los altísimos techos. Y fueses en la dirección que fueses surgían recodos, estancias desconocidas, que habrías jurado que no estaban un momento antes, moradas de seres invisibles, dispuestos a saltar sobre ti apenas hubieses pasado. Aunque había muchas ventanas y balcones, grandes y pesadas cortinas se oponían a que la luz se adentrase en la casa. Y dominando todo aquel mundo misterioso estaba Lalá. Lalá era una mujer muy recta. No severa. Recta, pero cercana, familiar, muy compasiva. Un día le contó a mamá por teléfono que por la mañana se le había acercado un chico que parecía algo retrasado, que le había enseñado muchos billetes de mil pesetas y que se había ofrecido a vendérselos. Enseguida había aparecido un señor de muy buena presencia que le había dicho: «Señora, vamos a comprarle los billetes, que este chico no sabe lo que son, antes de que se los compre otro». Y Lalá le había dicho: «Lo que vamos a hacer ahora mismo usted y yo es ir con el chico a un banco y abrirle una libreta para que meta ese dinero antes de que lo pierda». El hombre siguió insistiendo hasta que Lalá le dijo: «Parece que usted lo que quiere es que engañemos al muchacho». Y entonces tanto el hombre como el muchacho desaparecieron. «No sé si al final aquel hombre no acabaría engañando al chico», le contaba a mamá, que le dijo: «Ay, tía, que la han intentado timar». Lalá no se lo creía. Para ella el chico era realmente retrasado. Y el hombre era un señor educado, elegante, un poco egoísta, inconsciente, pero un señor de aspecto respetable. Cuando mamá le explicó cómo funcionaba el timo, ella no se creía que el chico y el hombre elegante solo fuesen actores, y mucho menos que hubiese gente que se prestase a engañar a un pobre muchacho. —¿Qué tal has dormido? —me preguntó Lalá. —Bien. ¿Y tú? —Bien. Creo que los dos mentimos. Después de desayunar un tazón de pan migado en leche, Lalá me pidió que la ayudase a hacer las camas. Hicimos todas las de la casa. Ella se ponía a un lado y yo al otro. Con su seriedad y su paciencia habituales me enseñó cómo se hace bien una cama, no de cualquier manera, que era como la hacía yo, cuando la hacía. Cuando entramos en la habitación de don Alfonso, en la que había pilas de periódicos por el suelo, y muchos libros y papeles en un escritorio, y cuadros religiosos colgados en las paredes, Lalá me señaló los dos cepos para pájaros que aquel hombre tenía puestos en el balcón. Eran como los que usaban mis amigos y los otros niños de mi barrio. —¿Y caza alguno? —le pregunté. —Muchos. Ahora en invierno los gorriones pasan mucha hambre y se lanzan a picotear cualquier trozo de pan. Mientras me lo decía hizo saltar los cepos tocando las migas con un palo. —¿No se enfadará? —Yo creo que en el fondo se alegra de que no caigan en la trampa y de que se lleven el pan. También me enseñó unos platos que tenía sobre el escritorio, en los que había como restos de comida, aunque parecían restos de vómito, cubiertos por una capa de moho blanco. Lalá los miraba con cara de pena. —¿Qué es? —Comida, que deja que se eche a perder. —¿Y qué hace con ella? —Se la come. Dice que esa pelusa de moho es su medicina, lo que le mantiene sano. La habitación de don Demetrio era la más pequeña de todas. Tenía una estantería con libros y varias cajas de las que asomaban lo que parecían juegos. Me acerqué a mirarlos. —Son de sus nietos. Cuando venga, a lo mejor te deja alguno. Las habitaciones del señor Miranda y del señor Martínez estaban desnudas. Solo tenían la cama, un armario, una silla y una mesilla. En la mesilla, un vaso con agua y un despertador. Nada más. Ni una foto, ni un cuadro, ni un libro, ni un adorno. Cuando acabamos la ronda, Lalá me pidió que la acompañara a hacer la compra. Fuimos a una tienda de ultramarinos que tenía más empleados que clientes, en la que el dueño la recibió con mucha ceremonia y muchos gestos de asentimiento a todo lo que decía ella. Después fuimos al mercado de San Miguel. En todas las tiendas en las que compró me presentó a los dueños, como si yo fuera un personaje interesante. Todos me sonreían e incluso algunos salían del puesto a darme la mano con mucha pompa y solemnidad. Desde allí me...