E-Book, Spanisch, 400 Seiten
Goldsworthy Brigantia
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17683-89-4
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 400 Seiten
ISBN: 978-84-17683-89-4
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Se doctoró en Historia en la universidad de Oxford en 1994, y se ha convertido en un aclamado historiador de la Antigua Roma. Es, además, uno de los mayores expertos en Historia militar del mundo antiguo. Ha sido catedrático en varias universidades y ha trabajado como asesor en prestigiosos documentales de History Channel. Su obra se centra en el ensayo histórico, y con Vindolanda (Pàmies, 2018) e Hibernia (Pàmies, 2019) se adentró por primera vez en la novela histórica de la Roma imperial. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas, incluido el español. Brigantia es la tercera novela que publicamos del autor.
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Prólogo
Los dos hombres siguieron el sendero que serpenteaba desde el fondo del valle hasta la solitaria granja. Eran hombres robustos, uno era algo más alto, el otro más ancho de hombros. Ambos llevaban cota de malla y casco, así como espada junto a la cadera izquierda. Eran pocos los selgovae de aquel entorno que podían lucir tan rica panoplia. El hombre más corpulento también portaba, en la mano derecha, una antorcha en alto. No había luna, pero los cielos eran como un campo infinito de estrellas brillantes y no resultaba necesaria la luz de la antorcha para seguir el camino. En todo caso, servía para alertar a quienquiera que los viera de que se aproximaban dos guerreros duros y bien armados.
—¿Estás seguro de que esto es buena idea? —dijo el más alto.
Era estrecho de rostro, con la piel tensa sobre los músculos, lo que le daba cierto aire de caballo en celo. Su acompañante ignoró el comentario y siguió adelante. De vez en cuando se levantaba una leve brisa que hacía que la llama se meciese y chisporroteara.
No parecía que nadie, en la granja, se hubiese percatado de su presencia. Era muy parecida a las otras que moteaban tanto el valle como gran parte de Britania, con una vivienda principal de techumbre cónica algo más alta y más ancha que las chozas de planta redonda que tenía a ambos lados. Los edificios proyectaban una profunda sombra, con esporádicos indicios de movimiento provocados por el ganado que, en los cercados, comía e iba de un lado a otro. Un poco más arriba, el brezo estaba pálidamente iluminado por la luz de las estrellas. A los selgovae no les gustaba vivir demasiado cerca de sus vecinos. Los hombres sentían la necesidad de tener espacio a su alrededor, por lo que las familias vivían alejadas y se ocupaban de cuidar sus propios rebaños y de arar sus campos. Eburo, el viejo que vivía allí, sentía más aversión por la gente que la mayoría. La casa más cercana estaba a casi dos millas de distancia, y su propia granja estaba encaramada a una estrecha explanada a media altura, en la pendiente oriental del valle. Más allá del poco profundo foso que rodeaba los tres edificios, la pendiente se tornaba más empinada y luego daba lugar a altos farallones, negros y sombríos incluso en esa noche clara. Nadie podía acceder al valle por allí, tampoco huir.
—Quiero decir que podríamos esperar —dijo el más alto—, capturarlos mañana o al día siguiente.
Hablaba en latín; decía las palabras con claridad, y estaban elegidas cuidadosamente, si bien era cierto que teñidas del deje áspero de su gente. Vindex era uno de los carvetos, norteños estrechamente vinculados por sangre a los brigantes, la tribu más populosa de toda Britania. A lo largo de los siete últimos años, había estado al mando de los exploradores que su caudillo había enviado a servir junto al ejército romano.
Su acompañante siguió sin responder y sin detenerse. Ya estaban a medio camino pendiente arriba, donde el sendero llegaba hasta un ancho pedrusco gris y luego bordeaba el montículo que había tras él. Había dos grandes piedras más allá del montículo.
—Creo que podría tratarse de una mujer —farfulló Vindex cuando alcanzaron la pareja de piedras, redondeadas y casi idénticas—. Ahí tumbada, esperando.
Alguien debía de haber pensado lo mismo, porque el nombre del lugar era «el valle de la Madre» o, a veces, «el valle de la Reina». Puede que alguna diosa hubiese dejado allí su impronta a modo de bendición, porque la cebada que crecía en los campos alrededor de la granja era alta y gruesa.
—Pronto será tiempo de cosecha —añadió—. Aunque es probable que ese viejo holgazán de Eburo tarde en molestarse en recogerla. Le estaría bien empleado que una tormenta se la echara a perder.
Se detuvo para acariciar los bultos de una de las piedras, que bien podrían haber sido unos senos, y sonrió. Le gustaban las mujeres; ya había llorado la pérdida de dos esposas, y acababa de tomar una tercera. Antes de partir, ella le había dicho que quizá estuviera embarazada. Se sentía emocionado al pensarlo, aunque también temía por ella.
Su compañero seguía ignorándole y remontando la pendiente. Llevaba un yelmo de hierro dotado de un guardanucas ancho y largo, amplias carrilleras y un penacho transversal de plumas que le hacía parecer aún más alto. Era el modo en el que los romanos distinguían a los centuriones para que tanto amigos como enemigos pudieran identificarlos en medio del caos de la batalla. Flavio Ferox pertenecía a la Legio II Augusta, pero servía lejos de su unidad, en calidad de regionarius, y era el hombre responsable de velar por la paz y el imperio de la ley en una zona cercana al fuerte de Vindolanda. Meses atrás el principal regionarius del norte había sufrido una muerte particularmente cruenta y, desde entonces, Ferox actuaba en su lugar. Sea como fuera, se encontraban muy al norte, más allá de cualquier distrito formalmente establecido por Roma o bajo su responsabilidad. Nadie, salvo Ferox, hubiera ido tan lejos en su persecución, menos aún con tan pocos hombres. No era la primera vez que contaba con Vindex para algo así, y el explorador dudaba que fuera a ser la última.
Vindex le dio a la piedra una última palmada y le siguió. Ferox ya estaba bastante adelantado, y trepaba por la pendiente en lugar de seguir el sendero que la bordeaba. Permaneció de pie en lo alto un instante. Una ráfaga de viento siseó entre la cebada, agitó el penacho de plumas e hizo que la luz de la antorcha bailara violentamente. Ferox le dio la espalda a la brisa y bajó la antorcha para que la llama volviera a cobrar vida y no se extinguiera. El viento amainó y, en cuanto se convenció de que la antorcha volvía a arder como debía, el centurión miró más allá del parlanchín explorador y hacia el fondo del valle. Los tres puntos de luz, provenientes de antorchas como la que él llevaba, estaban donde debían. Ferox gruñó satisfecho.
—Así que estás despierto —dijo Vindex mientras le miraba desde abajo—. Bueno, casi.
Ferox volvió a gruñir. Los carvetos hablaban mucho, incluso en comparación con el resto de los brigantes. Tanto los unos como los otros hacían que los romanos parecieran reservados.
Vindex trepó para unirse a él.
—¿Cómo se supone que deben sostener una antorcha y hacer sonar el cuerno a la vez? —preguntó—. ¿Puedes responderme a eso, centurión?
El viento volvió a soplar y Ferox se giró y se inclinó para proteger la llama. Ignoró la pregunta, porque era una de tantas a las que, en realidad, no podía responder. Dos días atrás sus presas se habían encontrado con un jinete solitario que luego se dirigió al este mientras el resto seguía hacia el norte. Ferox había enviado a otro explorador y a uno de sus romanos en busca de aquel, fuera quien fuese. El explorador no era un verdadero guerrero, mientras que el soldado, un corpulento tungro, era capaz de perderse dentro de un fuerte si se le dejaba solo, con lo que ambos sumaban un hombre entero y capaz. Las huellas daban a entender que el fugitivo era menudo, puede que un joven, así que los dos podrían encargarse de él si le daban caza. Bien era cierto que cualquiera dispuesto a darse cita con los hombres a los que perseguían tenía que ser osado en extremo. Ese era otro misterio dentro de un misterio mayor, y Ferox no estaba seguro de por qué quería que dieran con aquel jinete, salvo por el hecho de que no le gustaba dejar cabos sueltos. Todo aquel asunto resultaba extraño. Tenía la corazonada de que se trataba de algo importante y sabía que nada era lo que parecía, así que había hecho caso a su instinto y les había ordenado que le trajeran al jinete, ya fuera vivo o muerto, junto con todo lo que llevara encima.
—Siempre y cuando no se apaguen antes de que las vean.
Vindex había hablado en voz alta para imponerse al viento interrumpiendo sus pensamientos, más aún cuando la brisa se detuvo de repente y le dio la sensación de que el explorador estaba gritando. Los dos miraron hacia la granja, pero aún no había señal alguna de que hubiesen reparado en ellos.
—Lo oirán —dijo Flavio Ferox al fin.
—¿Ah, sí? ¿Lo oirán? —preguntó Vindex cuando supo que su compañero no diría más. Después de tantos años estaba acostumbrado a las rarezas de su amigo. Aunque eso no significaba que le resultaran menos exasperantes—. ¿Estás seguro de que ese griego enano sabe hacer sonar una tuba?
—Filo nunca deja de hablar. —El tono de Ferox insinuaba que este hecho indicaba, por sí solo, la capacidad de su esclavo a la hora de hacer ruido—. Y fue él quien me dio la idea. Me contó una historia una vez, sobre un héroe de su pueblo que, con solo trescientos guerreros y de noche, se acercó con sigilo y rodeó el campamento de un inmenso contingente enemigo. Cada uno de ellos tenía una antorcha y una tuba, todos hicieron sonar los instrumentos al tiempo y agitaron las antorchas. Aterrorizaron al enemigo hasta tal punto que fueron presa del pánico, se mataron entre ellos por error y huyeron. Un dios les nubló la mente.
Vindex cogió la rueda de Taranis que llevaba colgada del cuello y besó el bronce.
—¿Tenemos un dios de nuestra parte esta noche? —preguntó.
—¿Tú qué crees?
—Preferiría trescientos guerreros. —Vindex suspiró—. Si esperamos, puede que nos alcance una patrulla. El rastro es claro. Yo podría seguirle con un ojo solo, y a medio abrir. Y tú podrías seguirle incluso durmiendo.
—¿Y la chica?
—Si no ha muerto ya, ¿por qué iban a matarla ahora? De paso...